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23/11/2024

Cine/TV

Contra las cartas de amor

En ‘Babylon’ (2022), su quinto largometraje, Damien Chazelle construye una épica de Hollywood llena de concepciones problemáticas

Nicolás Ruiz | martes, 31 de enero de 2023

Fotograma de 'Babylon' (2022), de Damien Chazelle

I

El quinto largometraje de Damien Chazelle es un espectáculo grandilocuente de culpa y complacencia. En Babylon todos los temas de su filmografía se concentran en lo que, suponemos, soñó como una obra maestra. Parece estar obsesionado con la idea del éxito. En particular con el esfuerzo que puede abrir el camino al triunfo.

En las películas anteriores de Chazelle el éxito era una obsesión que se cumplía a cambio de una libra de carne. Algo se tenía que sacrificar para satisfacer la pasión excesiva. El olvido del bienestar personal, físico, mental del personaje de Milles Teller en Whiplash (2014); el olvido del amor frente a la realización artística de los dos personajes de La La Land (2016); la pérdida de las relaciones familiares para alcanzar la luna en El primer hombre en la Luna (2018), adaptación olvidada de la famosa biografía de Neil Armstrong por James R. Hansen y, para mí, la película más lograda del director.

Todo esto, por supuesto, arremedado por un lenguaje cinematográfico obsesionado con el movimiento, la plasticidad de los travelings, los acercamientos violentos y cambios de foco perfectamente sincronizados, los escenarios de grandes extras, las tomas largas y coreográficas que se mezclan con momentos de edición hiperquinética. Digamos que la obsesión del éxito artístico a través del sacrificio también se pagaba con una manufactura tan neurótica como perfeccionista, nostálgica de lenguajes pasados, violentamente precisa en deseos de épicas aventuras íntimas.

II

Algo cambió radicalmente en la producción del niño prodigio de Hollywood. Ésta es su primera, verdadera, sin tapujos, carta de amor al cine. En Babylon encontramos de nuevo las obsesiones de Damien Chazelle: el olvido del bienestar personal, físico y mental para buscar el éxito, el sacrificio del amor romántico y la pérdida de todo tipo de relaciones. Pero esta vez la aventura excesiva del éxito que obsesiona a Chazelle se sitúa en el cine, para el cine y desde el cine. Todo para crear algo que se siente, al mismo tiempo, menos personal y más autocentrado.

Porque Damien Chazelle ya consiguió el éxito que tanto lo atormentó. Tiene todo lo que quiere y todos los medios a su disposición. Tiene menos de cuarenta años y Hollywood le avienta presupuestos titánicos, extras para retacar orgías, medios técnicos y estrellas inconcebibles para representar los papeles que él mismo escribe. ¿Qué más podría pedir en este mundo de sacrificios y abandono?

Pero el director quiere algo más. Aquí no se trata solamente del sacrificio por el éxito, sino de la justificación de ese sacrificio en algo más importante, superior. En Whiplash nunca sabemos si ese dolor va a terminar en una carrera más allá de Juliard (a pesar de la sonrisa final de J.K. Simmons). En La La Land la victoria de los protagonistas se siente como una derrota nostálgica de lo que pudo suceder (esa obsesión de los cuentos trágicos). En El primer hombre en la Luna el logro más grande dice un abandono: el mar de la tranquilidad lleno de un silencio doloroso. Pero en Babylon el sacrificio parece diluirse en una idea algo gastada, banal y autocomplaciente de trascendencia. El sacrificio vale la pena porque se paga con la inmortalidad.

Damien Chazelle

Margot Robbie y Diego Calva en Babylon (2022), de Damien Chazelle

III

¿De qué hablamos cuando hablamos de cartas de amor? Parece evidente, cuando una película o una novela se describen como una carta de amor, lo que quiere decir: son creaciones apasionadas, convencidas en toda su entrega, de un sentimiento tan fuerte como íntimo e irracional. La carta de amor, sin embargo, es más que el sentimiento amoroso. Es un artefacto, el mecanismo con el que el enamorado declara su amor. La carta de amor es entonces más que el efluvio de sentimientos, es la locura del amor organizada racional y retóricamente, el pensamiento que subyace en el amor y lo vuelve estratégico. Es el amor convenciendo al otro de su existencia.

Siempre me pareció extraño hablar de una película como carta de amor, porque una película no es la expresión de una individualidad que ama. Por otro lado, si ella misma es una carta colectiva, creada en un entorno complejo, de amor, ¿a quién está destinada? ¿A los espectadores? ¿Al cine mismo como un concepto amorfo? ¿A quién corresponda? Si una película es una carta de amor al cine, ¿está declarando su amor por el cine como un todo uniforme? ¿Por el medio? ¿Por la forma? ¿Por algún tipo de cine?

Freud lo decía y Barthes lo repetía con mayor elegancia: el amor es excluyente. Quiere algo específico en detrimento de todo lo demás. El amor escoge… y escoger es rechazar. ¿Qué cine aman las películas que declaran su amor al cine? Si la esencia del cine puede ser amada, puede ser la destinataria de cartas de amor que se escriben, imprecisas, en el filme, es que la esencia del cine puede definirse. Tiene contornos seductores, precisos, que podemos amar. El peligro de decir qué es el cine para convertirlo en un objeto amoroso es que, en el mismo gesto, también se dice qué no es el cine. Se excluye con la frontera irracional de lo que amamos. Se excluye lo que no entra en nuestra definición amorosa.

El amor puede ocultar sutiles violencias.

IV

En un principio Babylon se regodea en el chismerío del gran Kenneth Anger: las orgías, los suicidios, la decadencia y la opulencia que creó, estrafalariamente, alrededor de las películas mudas con el primer tomo de Hollywood Babylon. En medio de toda esta locura que se quiere voluntariamente exagerada y artificiosa, dos jóvenes llenos de ambición y deseo se encuentran: Margot Robbie como una especie de Clara Bow en busca del estrellato y Diego Calva como un migrante mexicano obsesionado por el set. Juntos primero, luego separados, estos dos aspirantes a la grandeza de Hollywood comienzan a ascender la escalera. Todo parece funcionar con la ayuda inesperada de algunos personajes curiosos como el Jack Conrad de Brad Pitt (una amalgama de los galanes del cine mudo que masacró Clark Gable). Pero luego llega el sonido y el sistema de estudios y se derrumba la estructura de las películas mudas. Con el colapso de una forma de hacer cine las vidas de los decadentes habitantes de los lotes de Hollywood comienzan a caer en una espiral cada vez más real y, finalmente, trágica. Lo sórdido del final al aire libre contrapuesto a la libertad y el glamour perdidos de los interiores de mansiones pletóricas.

Detrás de toda esta trama, claro, está la idea de retratar un tras bambalinas demencial. Las filmaciones de Ruth Adler, King Vidor, Murnau o Abel Gance aparecen en una escala imposible. Y la producción es el centro de la obsesión de Damien Chazelle: su idea es montar secuencias inverosímiles, de cámaras móviles en larguísimos planos secuencia con trescientos o quinientos extras para retratar cómo se hicieron secuencias inverosímiles de cine mudo, de largas tomas con trescientos o quinientos extras.

Este retrato del primer Hollywood viene con una esperanza bohemia. En esa época los extras eran junkies violentos que morían en el set de batallas demasiado reales; los incendios se producían mientras las cámaras seguían grabando; había abusos, drogas, sexo, alcohol en el set; se destruían cámaras y, al final, como una jornada cualquiera, se lograba una toma.

Esta nostalgia bohemia por un arte peligroso, filmada con todo el control cinético de Chazelle, retrata con pulcritud paradójica cómo los directores se manchaban las manos; cómo se arremangaban, luchaban, dejaban la vida en el set. Se entiende que Damien Chazelle pretende lo mismo defendiendo filmar en 35mm. Pero en la comodidad de su estilo autocomplaciente todo se siente más como una provocación que un riesgo. Ese tipo de provocaciones que tanto le gustan a Hollywood: películas como Todo en todas partes al mismo tiempo y Babylon, que parecen ser novedosas y críticas y sólo son una justificación banal de su propia grandilocuencia. Para mantener el orden se necesitan válvulas de escape. O, para la ocasión, películas que disfracen su conservadurismo con irreverencia. Cartas de amor que aplacan rebeldías.

Damien Chazelle

Brad Pitt y Diego Calva en Babylon (2022), de Damien Chazelle

V

¿El punto final de Babylon es decir que las películas cobran vidas, destrozan ilusiones y son una maquinaria decadente? ¿Una maquinaria que se volvió peor con la moral del cine hablado y el Código Hays? ¿El punto es decir que si trabajaste en algo fundacional para el cine, en un flash forward profético en donde espolvoreas a Matrix y Avatar con un poco de Godard, te das cuenta de que todo valió la pena? ¿O que toda esta industria despiadada tiene una razón de ser en la felicidad del público? ¿Un público perfectamente conformado por las representaciones raciales que sueñan las buenas conciencias del Hollywood actual? ¿Todo esto para decir que estamos hablando de un lenguaje universal? ¿Que el cine nos une como en un sketch de introducción a la ceremonia de los Oscar?

No sé cuál era el punto. Si todo el acto se hubiera quedado en la comedia decadente hubiera podido ser, tal vez, divertido. En cambio Damien Chazelle sacó toda la solemnidad posible para justificar ese lugar destructivo que tanto lo ha premiado. No existe aquí ningún tipo de crítica del funcionamiento del sistema de estudios ni del delirio tras bambalinas de las películas mudas ni de lo que, finalmente, sería la razón de todo esto: el cine mismo como medio. En vez de eso hay un cuento moral, de castigo y sufrimiento, que toma por evidentes las imágenes y se atraganta con su propia retórica repetitiva y mal encausada. Las mismas tomas coordinadas de La La Land, el mismo leitmotiv musical, pero que ya no sirven para decir algo sobre la posibilidad de construir historias sino que hablan, sin que les quede duda, de algo perfectamente elusivo: la supervivencia de las imágenes.

Todo esto se resume en el centro espiritual de la película con un monólogo de Jean Smart que interpreta a una crítica de variedades. En ese monólogo el personaje de Smart regaña al personaje de Pitt. Y en ese regaño Chazelle parece sentirse disculpado e inmortal. Porque el monólogo habla de la trascendencia de las películas, del don que ser parte de ellas. Un don que se paga pero que vale más que nada; un don que convierte a las estrellas de la pantalla en dioses. Al final del monólogo parece que escuchamos la voz complacida del director: “Sí, en efecto, participo de este circo de mierda, pero también lo sufro y también sé que si lo hago, si bailo sobre los sueños arruinados de tantos que vinieron antes que yo, es porque tengo un lugar asegurado en el Olimpo”.

VI

Esta historia sobre la inmortalidad de Hollywood parece (sólo de dientes para afuera) hacer una crítica de Hollywood; esta historia sobre la función más visceral de las películas y de la pasión de hacerlas parece (sólo de dientes para afuera) proponer una crítica sobre la pretensión intelectual; esta historia sobre los cambios de formato y las modas tecnológicas despiadadas parece (sólo de dientes para afuera) hacer una crítica de la novedad y la nostalgia. Al final todo termina en una película hollywoodense que no entiende la complejidad de las imágenes cambiantes y se deja ir por una nostalgia arbitraria.

Las imágenes son peligrosas y costosas, no nada más por la locura de producir una película, sino porque significan más y menos que las vidas de sus creadores. En esta nueva tendencia repetitiva de hacer películas sobre películas, sobre la magia de las películas y lo hermosas que son las películas, desconfío plenamente de quienes, por una pasión muy poco espontánea, utilizan un medio sin cuestionarlo, diseccionarlo, criticarlo o, siquiera, tratar de entenderlo. Las películas valen la pena. Tal vez. Las películas son para siempre. Tal vez. Las películas son una razón de vida. Tal vez. Pero tal vez no. Y ahí está la cosa.

Lo que muestra Babylon es que las películas también sirven para disfrazar, con un lenguaje muy construido, lo poco que queremos entenderlas. Porque en estas interminables cartas de amor al cine se diluye el verdadero poder rebelde de las imágenes. Todo cocinándose en la actitud beata de millonarios extasiados con sus propios logros que prefieren regalarse estatuillas de oro antes de ponerse a pensar en lo que dicen.

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