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Cine/TV

Verdades alternas

‘Blanquita’, de Fernando Guzzoni, reflexiona, desde la escenificación de un caso real en Chile, sobre la frontera entre realidad y mentira

Sergio Huidobro | miércoles, 12 de julio de 2023

Fotograma de 'Blanquita' (2022), de Fernando Guzzoni

Durante su última década de vida y escritura, Mark Twain volaba en círculos en torno a un tema que lo acechaba, inquietaba, divertía o todo junto: la Verdad, con mayúscula. En Siguiendo el ecuador, su cuaderno de viajes de 1898, escribió que “la verdad resulta más extraña que la ficción dado que la segunda debe ajustarse a las posibilidades de lo creíble, y la primera no”. En el mismo cuaderno encontramos: “Cuando dices la verdad, no tienes que memorizar nada”, “La verdad es lo más valioso que tenemos, ¡hay que economizarla!”.

Twain –quien, en honor a la verdad, no se llamaba así– murió más de un siglo antes de que su país acuñara una palabra como posverdad, aunque ésta parezca hoy un gag verbal masticado con sorna por Tom Sawyer u otro de sus personajes. Uno de los primeros torbellinos mediáticos que diluyeron nociones de verdad, hecho, mentira y narrativa ocurrió en Santiago de Chile en 2003: el caso Spiniak puso en la picota pública a un empresario probadamente pedófilo, a tres presuntos cómplices con cargos gubernamentales y a un intrincado esquema de fiestas privadas en las cuales, desde los años ochenta, involucraba a menores sin techo reclutados para sesiones de abuso físico, explotación y coprofagia. Esa fue la narrativa, ávida de titulares, rating y rumores. Dos décadas más tarde, la frontera entre realidad y mentira sigue sin aclararse. Carlos Spiniak, señalado como pederasta con pruebas abrumadoras, está libre; Gema, madre adolescente con probadas señales de abuso físico, fue procesada por falso testimonio.

Blanquita (2022), cuarto largometraje y tercera ficción del santiaguino Fernando Guzzoni, escenifica los eventos que llevaron a dicho caso a estallar en los medios chilenos y a tergiversarse a niveles goyescos en la opinión pública. Los tamiza con una capa adicional de ficción: cambia los nombres, actualiza los hechos para sumergirlos en nuestro entorno de redes sociales y se adentra en su psicología y ambigüedades más allá del periodismo.

Fernando Guzzoni

Fotograma de Blanquita (2022), de Fernando Guzzoni

Sus personajes parecen hablar con epigramas de Mark Twain en cuanto se quedan a solas y empiezan a reclamarse secretos en voz baja: “No es una mentira. Las buenas mentiras se hacen con pedazos de verdad, es una manera distinta de decir la verdad”, le espeta uno de ellos, cura, a una adolescente que asegura haber sido abusada. Ella, más tarde, le echará en cara a una junta de abogados: “No todo lo que dije es verdad, pero me violaron. ¿Me están diciendo que ellos me pueden violar pero yo no puedo mentir?”. Quien habla es la propia Blanquita –Laura López, debutante al rojo vivo que soporta el peso entero de la película, y lo eleva–, una Tom Sawyer iracunda, convencida de que el fin justifica los medios cuando se busca justicia.

Los personajes escritos por Guzzoni no son héroes, víctimas ni villanos. Uno es un sacerdote (Alejandro Goic), quizá teólogo de la liberación o antiguo opositor a Pinochet, quien dirige una casa hogar para infantes y se sabe en la disyuntiva de apoyar a Blanquita, quien afirma haber sido abusada recurrentemente por un senador cuando vivía en la calle, siendo menor de edad. Del otro lado está la propia Blanquita, dispuesta a lo que sea necesario por encerrar a su agresor, incluso alterar detalles de su versión, insertando verdades parciales o manipulando las fechas y lagunas de su memoria, siempre que eso facilite su camino a la condena del pederasta. Cuando el cura intuye el proceder de Blanquita toma una decisión: ayudarla a construir una verdad alterna, dado que la ambigüedad de los hechos comprobables dejaría al agresor, quizá, sin castigo. “La verdad siempre vence y prevalece”, escribió Twain en 1898, “y no tengo ninguna objeción hacia eso, excepto que no es cierto”.

Ganadora del premio a mejor guion en la sección Horizontes del pasado Festival de Venecia, Blanquita es una ficción alimentada por lo real –o viceversa– que absorbe códigos visuales del terror, el drama judicial, el thriller psicológico y el noir para contar una historia que, al inspirarse en testimonios periodísticos y procesos penales, camina de puntillas sobre navajas al conducir al espectador a su laberinto de verdades parciales, memorias difusas y motivos ocultos. Como en una variación alterada de Rashomon (1950), Fernando Guzzoni acierta al escondernos cualquier imagen gráfica o explotativa para dejarnos solos frente al testimonio oral de lo que Blanquita y los demás afirman que es verdad. Así, la posverdad aparece no como un espejismo de certidumbre sino como lo que es: un pantano turbio de retóricas en donde los hechos comprobables siempre importan menos que la reacción emocional e inmediata que provocan. El fantasma de Twain despierta de nuevo: “Nunca le digas la verdad a alguien que no la merezca”.

Fernando Guzzoni

Fotograma de Blanquita (2022), de Fernando Guzzoni

No hay en Blanquita artificios narrativos que intrinquen lo que ya es complejo. Su narración es directa y cronológica, clara en su punto de vista y despojada de trucos emocionales, más allá de uno o dos flashbacks. Pero el diablo está en los detalles, y las mejores decisiones de Guzzoni como guionista y director deben intuirse entre líneas. Los presuntos agresores y el ruido mediático del escándalo apenas aparecen en el fondo, fuera de foco, sin que tergiversen nuestra relación con los dos protagonistas. Sólo en el último plano y el último minuto de la película ocurre un golpe de efecto fugaz, extraordinario, que pone a juicio la neutralidad pasiva del espectador.

El segundo gran aliado de Fernando Guzzoni es el fotógrafo Benjamín Echazarreta (Una mujer fantástica, 2017; Gloria, 2013). Evade la salida fácil de jugar al falso documental y encierra a los personajes en secuencias sobrias, de pulso lento y hervidas a fuego lento, dominadas por neblinas difusas y colores desgastados. Quien tenga cierto interés en el cine chileno reciente reconocerá por momentos aromas de El club (Pablo Larraín, 2015), 1976 (Manuela Martelli, 2022) o Una mujer fantástica (Sebastián Lelio). La banda sonora de Chloé Thévenin impregna la atmósfera, pero sin condicionar emociones o juicios. En un tiempo audiovisual dominado por los recursos pavlovianos del cine hecho para streaming, una apuesta como ésta, que confía en la habilidad y la paciencia del espectador para pelar por sí mismo las capas de la cebolla, es aire fresco.

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