23/11/2024
Literatura
Los dos fuegos
Un ensayo de Josemaría Camacho sobre los fuegos ocultos en la escritura de ficción, a partir de la lectura de Scholem, Agamben y Piglia
Gershom Scholem, filólogo historiador muy cercano a Walter Benjamin, cita al final de su libro Las grandes tendencias de la mística judía (1941) una historia que ejemplifica la relación entre el misterio y las historias o los relatos. Cuenta que cuando un gran místico debía resolver una tarea difícil iba a un determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aquello que quería se hacía realidad. Cuando el gran místico de la siguiente generación debió resolver el mismo problema –continúa relatando Scholem– se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las palabras”, y todo ocurrió según sus deseos. Después, cuando el gran místico de la siguiente generación se encontró en la misma situación que sus antecesores fue al bosque y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no sabemos pronunciar las oraciones, pero conocemos el lugar en el bosque, y eso debe ser suficiente”. Y, en efecto, fue suficiente. Por último, cuando el gran místico de la cuarta generación se encontró ante el mismo problema permaneció sentado en el trono de su castillo y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar en el bosque, pero de todo esto podemos contar la historia”. Y, una vez más, eso fue suficiente.
Este relato sobre la mística y el misterio es, a su vez, misterioso. Dice Giorgio Agamben en El fuego y el relato (2014) que puede ser leído en primera instancia como una gran alegoría de la historia de la humanidad y de la literatura, de su relación con el misterio. Nos dice cómo la humanidad, a lo largo de la historia, se ha alejado poco a poco de las fuentes del misterio y ha perdido poco a poco el recuerdo de aquello que la tradición le había enseñado sobre el fuego, el lugar y la fórmula, es decir, ha perdido su contacto con lo divino. Lo que ha quedado de ese misterio es la literatura, y eso puede ser suficiente. Pero Agamben se pregunta: “¿qué significa ese puede ser suficiente?”
Suficiente para qué, valdría cuestionarse en todo caso. Cabe la posibilidad de interpretar que esa “pérdida del fuego, del lugar y de la fórmula” se refiere a una especie de progreso de la humanidad con respecto a los metarrelatos religiosos, a una secularización del misticismo. Al decir “de todo esto podemos hacer una historia” Agamben propone que el relato es precisamente la historia de la pérdida del fuego, del lugar y de la oración, los tres elementos clave del misticismo. La literatura –concluye– es la memoria de la pérdida del fuego.
Al decir “de todo esto podemos hacer una historia” Agamben propone que el relato es precisamente la historia de la pérdida del fuego, del lugar y de la oración, los tres elementos clave del misticismo.
Filólogos y filósofos de la talla de Károly Kerényi o Reinhold Merkelbach –afirma Agamben– coinciden en que la literatura deriva de los misterios religiosos paganos. Sin embargo en ella el misterio ha sido separado del sentido mítico y religioso, aunque su estructura y sus mecanismos siguen ahí. La novela es, digamos, la pérdida y la conmemoración del misterio mítico al mismo tiempo.
Lo más interesante del ensayo de Agamben sobre este tema es que llega a una paradójica conclusión. Reflexiona lo siguiente: al misterio sólo se puede acceder a partir de una historia o relato. No obstante, al escuchar (o leer) el relato, cuando la historia hace explícito lo secreto, el misterio desaparece. “La historia es aquello donde el misterio ha extinguido y ocultado sus fuegos”. Pensemos por un momento, por ejemplo, en los grandes misterios de la religión católica. Que Dios sea uno y trino a la vez, pieza fundamental del dogma, es un misterio precisamente porque no hay una historia que lo pueda explicar. Jesús y su vida pública, en cambio, no constituyen misterios en sí mismos porque se han vuelto ya historias.
El escritor, desde este punto de vista, tiene también una tarea paradójica. Si desea generar un misterio, es decir, una fuente inefable y oscura de verdades universales, tendrá que hacerlo a partir de la generación de una historia. Deberá entregarse en cuerpo y alma a la creación de esa historia, de esos personajes, de esas vicisitudes, sin pensar ni por un momento en el misterio que está construyendo. Solo así podrá acceder a algunos destellos de él. Destellos que estarán sugeridos con la historia, pero no explícitos en ella, sino que permanecerán ocultos.
En este sentido, la literatura puede ser la puerta de acceso al misterio, pero no es ella el misterio en sí misma. Es, más bien, una llave a lo que intuimos, pero no podemos conocer; a lo que nos mueve, pero nos es velado; a lo que nos atrae como una fuerza invisible justamente porque no podemos comprenderlo. Es una evocación implícita a lo misterioso (universal, inmutable) a partir del relato explícito de la vida de personajes particulares, contingentes. Es una idea que Aristóteles esboza en su Poética: cuando diferencia a la literatura de la historia, dice que ésta versa sobre lo particular (lo que en realidad sucedió) mientras que la tragedia (la literatura) versa sobre lo universal, sobre la naturaleza de los seres humanos, en tanto que narra lo que podría haber sucedido.
La literatura puede ser la puerta de acceso al misterio, pero no es ella el misterio en sí misma. Es, más bien, una llave a lo que intuimos, pero no podemos conocer; a lo que nos mueve, pero nos es velado.
Cuando leía estas ideas del libro de Agamben no pude sino relacionarlo con la teoría del iceberg de Hemingway en manos de Ricardo Piglia. En sus Tesis sobre el cuento (1986) Piglia sostiene que un cuento (uno bueno, claro) siempre cuenta dos historias: el relato visible esconde un relato secreto –dice– narrado de un modo elíptico y fragmentario en sus intersticios. Añade que ese segundo relato, el secreto, no por ser secreto depende de la interpretación de cada lector, sino que es unívoco, aunque enigmático. El enigma consiste en la estrategia de cómo se cuenta.
La teoría del iceberg de Hemingway, referida por el propio Piglia, es la primera síntesis de ese proceso de escritura literaria: lo más importante nunca se cuenta. Esto podría ser, si lo relacionamos con las reflexiones de Scholem y Agamben, que lo más importante de un cuento permanece como un misterio, en la oscuridad. No deja de ser lo más importante por estar oculto, al contrario, está oculto por esa razón. Y al estar separado de la historia particular de los personajes, mediante el velo del misterio, tiene la oportunidad de acceder al ámbito de lo universal.
Dice más adelante Piglia que “el cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta”. Esta búsqueda por desvelar lo oculto, sin embargo, no siempre se hace de manera completamente consciente. Kafka menciona en su diario que “en el primer momento, todo cuento es ridículo […] solo hay que esperar a que se vislumbre, en ese comienzo indeciso, su invisible pero inevitable final”. El lector comprende al final de la lectura –sostiene Piglia– que la historia que ha intentado descifrar es falsa y que hay otra trama, silenciosa y secreta, que le estaba destinada. Borges es un claro ejemplo de creador de cuentos con este dispositivo de revelación. Los cuentos de Borges tienen la estructura de un oráculo: hay alguien que está ahí para recibir un relato, pero solo al final comprende que esa historia es la suya y que define su destino.
Es lo que me parece lo más interesante de las tesis de Piglia. La revelación no es sólo para los personajes, sino principalmente para el lector. Una revelación no explícita de algo que permanecía oculto antes de leer un texto: eso es la Literatura. Una manera de acceder al misterio sin pretender que la historia misma sea misteriosa. Y aquí me gustaría añadir que, más allá de lo que dicen Piglia y Agamben, la gran literatura es también una revelación de verdades para el autor.
Los cuentos de Borges tienen la estructura de un oráculo: hay alguien que está ahí para recibir un relato, pero solo al final comprende que esa historia es la suya y que define su destino.
En efecto, como lo sugiere Kafka, el autor suele comenzar sus historias teniendo alguna idea de lo que quiere decir. Teniendo, además, una idea más profunda de lo que no quiere decir, sino sugerir o apuntar. Estas ideas, sin embargo, operan a un nivel puramente consciente del autor. Borges sabe perfectamente lo que está contando y lo que está omitiendo. Hemingway incluso teoriza sobre esa dinámica del autor. Lo que ni uno ni otro entrevé, al final, es que hay una tercera historia en todo buen texto literario. Se trata de una nueva historia oculta, como la segunda de Piglia, pero no sólo a los ojos del lector sino también a los del autor.
Se trata de la pulsión inconsciente. Los impulsos invisibles que llevan a un autor o a una autora a elegir un tema y una historia para contarlo, un río subterráneo que es inadvertido por todos los que participan en la creación de una obra: escritores, editores, lectores. En este caso podemos seguir hablando de un misterio a la manera de Scholem, solo que este misterio se hospeda en el interior de la persona que origina el relato y está velado también para ella.
Imagino a un viejo autor, exitoso, laureado por ser el origen de historias particularísimas que, después de un largo y placentero proceso de digestión intelectual y emocional por parte de sus lectores, se desvelan como historias universales, fatídicas, de gran carácter didáctico sobre la naturaleza humana. Él está en su lecho de muerte, viviendo sus últimas horas cuando, después de un sueño pesado inducido por múltiples medicamentos, entiende (y siente que entiende) el tema de lo que realmente quiso hablar con todas esas historias ficticias, la verdad oculta de su existencia. Sonríe al hacerlo porque sabe que, con ese único gesto epistemológico, ha encontrado su lugar en el universo. Es un poco tarde para el autor que imagino, pero creo que siempre será tarde para todos los autores y autoras del mundo, aun imposible para la mayor parte de ellos.
Escribir Literatura es todo esto, creo. Contar una historia que en realidad devela otra que en realidad devela el misterio propio de la persona que la cuenta. Escribir literatura es hacer consciente un hábito, un actuar, el origen de una angustia. Encontrarse a partir del relato con el fuego interno. Contemplarlo, aunque sea solo una vez, fugazmente, y sonreír. En definitiva, apagar el fuego con ayuda del relato y, al mismo tiempo, mantener vivo el relato gracias a la existencia perenne del fuego, del misterio. Hacer consciente nuestra situación existencial al momento de escribir, buscar atisbos del misterio a partir de la historia que creemos estar contando cuando escribimos. Esa tercera historia, al igual que la segunda, mantiene vivo el enigma de la literatura y nos ayuda a apagar ese segundo fuego, al acercarnos a comprenderlo, que es el misterio de quiénes somos nosotros, los autores.