23/11/2024
Pensamiento
El delirio nuclear
La bomba y la energía nucleares no representan solamente riesgos físicos para la humanidad, tienen claras implicaciones políticas
Vivimos tiempos engañosos. En apariencia estamos inmersos en sociedades cada vez más seculares, pero, en realidad, abrazamos nuevos tipos de fe. Si la religión cristiana prometía la salvación a través del paraíso después de la muerte, el mundo actual ofrece su utopía a través de la tecnología. En esta ideología dominante, la energía nuclear ha vuelto a capturar el imaginario cultural. A partir de la crítica a los combustibles fósiles y una utópica transición energética para combatir la crisis climática, la fantasía del átomo como salvación para la sociedad de consumo tiene nuevos promotores. El desastre radioactivo de Chernóbil parece un mero accidente en la historia, pues –a pesar de las evidencias en contra– la versión de la energía nuclear del siglo XXI es ecologista, limpia, sustentable, verde, segura y, sobre todo, abundante.
El regreso de la propaganda a favor de la energía nuclear y el conflicto en Ucrania han resucitado el fantasma de la bomba atómica. En estos días el filme de Christopher Nolan sobre el físico teórico Robert Oppenheimer ha contribuido a esto. El famoso Proyecto Manhattan la situó no sólo como el arma que finalizaría la Segunda Guerra Mundial, sino como un nuevo factor de estabilidad global para los largos años de la Guerra Fría. Esa visión –compartida al inicio por Oppenheimer y otros científicos– no se cumplió. Lo que sí ocurrió fue el inicio de la carrera armamentista y el frenesí del gobierno de Estados Unidos por seguir experimentando con su arsenal. El resultado consistió en decenas de bombas de hidrógeno termonucleares en el atolón de Bikini, situado en el Pacífico, con repercusiones criminales para la naturaleza y los habitantes de las zonas cercanas. Estos hechos, por supuesto, no han sido llevados ante la justicia.
Hay, en la bomba atómica, un fuerte elemento místico que va más allá de la tecnología que la fabricó. La idea de un dispositivo capaz de aniquilar todo ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes. El bombardeo como engranaje principal de la llamada “guerra total” –en la que toda la población de un país es considerada blanco militar, pues es cómplice del enemigo– fue profetizado en las ficciones del siglo XIX y principios del XX. El historiador sueco Sven Lindqvist, en su libro Historia de los bombardeos (1999) –una exploración laberíntica sobre el uso de la tecnología para la muerte–, hace un prolijo repaso de las fantasías literarias sobre la guerra y las bombas que fueron muy populares en Occidente. El autor muestra un elemento fundamental que cambió, para siempre, la cara de la guerra: el uso del avión como instrumento que trascendía fronteras para aniquilar al enemigo a distancia. Novelas y cuentos de autores cuya memoria apenas se puede rastrear, y algunos otros que se han vuelto clásicos como H.G. Wells, imaginaron bombardeos devastadores en Europa décadas antes de que ocurrieran. Las mismas historias usaron el delirio de la bomba para combatir y exterminar en la ficción a los pueblos extranjeros que demonizaban como seres irracionales y, por supuesto, una amenaza para la civilización judeocristiana.
La irrupción de la bomba atómica en el siglo XX –siguiendo las fantasías de un poder absoluto imaginadas en épocas anteriores– también actualizó la dualidad del dios cristiano: en el Antiguo Testamento puede desatar su ira para castigar a la humanidad; en contraste, en el Nuevo Testamento renuncia –salvo la expulsión de los mercaderes en el templo– a la violencia, y ofrece la otra mejilla al agresor. La bomba, siendo fiel a la analogía, pacifica al hombre a través de un poder latente que, sin embargo, puede estallar en cualquier momento. En la película Oppenheimer (2023) vemos que el director intenta recrear, a través de la explosión de la bomba en Nuevo México, una experiencia mística. Por esta razón la secuencia mostrada en el filme no tiene, al menos en sus momentos más significativos, sonido. Es, justamente, una revelación que está más allá del entendimiento humano, vedada para el lenguaje verbal, y el ruido de la explosión aparece sólo después de los segundos decisivos para devolvernos una realidad inteligible. Hay, como han notado algunos críticos, una vocación estética en la imagen del hongo nuclear que niega los terribles efectos que causa.
Es curioso que la frase más famosa de Oppenheimer – “Me he convertido en la muerte, el destructor de los mundos”– sea una cita del dios Krishna en la Bhagavad-gītā, el texto sagrado del hinduismo. La ciencia, en ese instante, cede su lugar al delirio místico y a la megalomanía. En la reconstrucción fílmica de Nolan el personaje interpretado por Cillian Murphy pronuncia esas palabras mientras tiene sexo con su novia, Jean Tatlock, interpretada por la actriz Florence Pugh. La escena causó indignación en algunos sectores de la India, pues ofende un símbolo sagrado. Sin embargo, la incomodidad también podría ser fruto de la historia de ese país con la bomba atómica. Elevadas al rango de unidad nacional, las armas nucleares en la India han servido no sólo para elevar la tensión con Pakistán, su vecino, sino para construir un símbolo de cohesión identitaria en un país pluricultural sometido a un poder político cada vez más dictatorial. Criticar a la bomba –al igual que el hereje ante la fe revelada– es motivo de segregación social e, incluso, persecución, como lo ha denunciado la escritora india Arundhati Roy. Para redondear el símbolo religioso, la primera vez que el país detonó una bomba nuclear fue el 18 de mayo de 1974, día en el que se celebra el nacimiento de Buda. El gobierno bautizó el arma como “el Buda sonriente”.
El imaginario nuclear llevado a la realidad –más allá de las armas– también gobierna a través del miedo. La llamada “sociedad nuclear” que advirtió Roger Belbéoch –físico francés especializado en la aceleración de partículas– es una distopía autoritaria de facto. En su libro Chernoblues (2001), publicado en español en 2019, el científico nos previene de una civilización tecnocrática que podría eliminar, casi por completo, cualquier gestión democrática. Una ciudad dependiente de la energía nuclear deja de luchar por sus libertades, pues cualquier confrontación puede destruirlo todo, como una espada de Damocles que amenaza constantemente la vida. Entonces, a través del átomo, se deja el gobierno en manos de los expertos, los únicos calificados para conducir a la sociedad y que ejercerán una suerte de despotismo ilustrado para el bien de todos. Tenemos entonces a lo nuclear como un dios inaccesible e inestable; un dios con una corte de sabios que creen dominarlo cuando es, justamente, lo contrario.