Terence Davies había cumplido casi 45 años el día en que inició el rodaje de su primer largometraje, Voces distantes (1988), en el barrio obrero de Kensington de su Liverpool natal. En una industria como el cine, que venera la precocidad juvenil y el talento prematuro como becerros dorados, la imagen de un hombre discreto y sencillo que ya en camino a los cincuenta se interna en este medio expresivo no sólo es emotiva, también es de una integridad atípica. Como el resto de los siete largometrajes dirigidos por Davies entre 1988 y 2021, su obra tardía, de voz queda, tallada con lentitud y paciencia de orfebre, abre preguntas sobre el tiempo y la memoria: ¿en qué dirección fluyen?, ¿cuán distinto es el pasado del presente, cuando el primero parece más vivo?, ¿es el cine nuestro primer presente perpetuo, donde la memoria y el pasado están al fin disociados?
Davies nació en el cinturón industrial del norte de Reino Unido en noviembre de 1945, apenas dos meses después del armisticio de la Segunda Guerra Mundial. Entre la reconstrucción lenta de la posguerra y la severidad tradicional de las familias católicas obreras, frecuentaba las enormes salas populares de una pantalla, butacas por millares, matinés y programas dobles para asomarse a una ventana vitalmente distinta a la grisura calcinada y brumosa de posguerra: el Hollywood inocente y lúdico de los cuarenta y cincuenta. Doris Day, Cary Grant, Rita Hayworth, Fred Astaire, Gene Tierney, Joan Crawford, Anne Baxter, Judy Garland. La lista de títulos que envió al sondeo global de Sight and Sound el año pasado, compuesta en su mayoría por clásicos industriales de los cincuenta, muestra la persistencia de esa devoción cultivada desde que vio, a los siete, Cantando bajo la lluvia (1952) en un cine popular de Liverpool.
El díptico formado por Voces distantes y El largo día acaba (1992) exigen descubrirse o revisitarse como uno de los brotes más peculiares, sensibles y valientes de un debutante en el plúmbeo y solemne cine británico que a finales de los ochenta, entre crisis económicas y la sombra del thatcherismo, ofrecía un menú de dos únicos tiempos: los anacronismos de cera ofrecidos por James Ivory e Ismail Merchant o el vociferante realismo militante de los entonces jóvenes socialistas Ken Loach o Mike Leigh. Ni una ni otra eran tradiciones estrictamente fílmicas, sino la extensión natural de tradiciones literarias de largo arraigo en el imaginario británico. En medio, en esa tierra de nadie casi desierta que ha sido siempre el cine de vanguardia británico, despuntaban Derek Jarman y Peter Greenaway, de un saludable vandalismo conceptual cuya densidad intelectual, no obstante, los mantenía atrincherados frente al gusto popular.
Terence Davies pertenecía a una generación británica demasiado joven para recordar la guerra en carne propia y demasiado mayor para sumarse a la ola punk treinta años posterior. Su infancia fue la misma resaca posbélica y postimperial en la que crecieron Martin Amis, Lennon y McCartney, Salman Rushdie o Roger Waters. Davies sería tan iconoclasta como los mencionados, pero su revolución callada y discreta, íntima, a contrapelo del cine británico de su tiempo, no parece contemporánea de Abbey Road (1969) sino un eco fantasmal de otro tiempo casi olvidado.
En medio de todo, durante los años setenta, Davies filmó por vía libre un tríptico de mediometrajes de los que casi cuatro décadas después emana una vida interior y una emoción mayor a la de muchos de sus contemporáneos: Children (1976), Madonna and Child (1980) y Death and Transfiguration (1983), agrupadas después como The Terence Davies Trilogy (1984), son ejercicios milagrosos en donde la infancia y el pasado personal son evocados no como fantasmas nostálgicos sino como presencias vivas, palpables. Ya Richard Brody señaló en The New Yorker que Davies ha sido incomprendido como un cineasta que vive en el pasado, cuando es el pasado el que habita en él como un presente continuo, pues su mirada creativa no está puesta en la añoranza de lo perdido sino en la enigmática distancia que separa a quienes fuimos de quienes somos hoy, al recordar.
En su filmografía, de sólo nueve largometrajes y cuatro cortos en casi medio siglo, Terence Davies no situó ninguna película en el presente ni el futuro. Todas son meditaciones parcialmente ficticias sobre pasados propios o ajenos, disfrazadas bajo el código de la biopic –de Emily Dickinson (Una pasión discreta, 2016) o Siegfried Sasoon (Benediction, 2021)–, respetuosas adaptaciones literarias –La casa de la alegría (2000), La biblia de neón (1995) o Canción del atardecer (2011), a partir de Edith Warthon, John Kennedy Toole y Lewis Grassic Gibbon, respectivamente– o versiones teatrales como The Deep Blue Sea (2011) –sobre la pieza de Terence Rattigan. Quizá fue este aparente academicismo del cineasta que se retrae y oculta detrás de formas tradicionales, “prestadas” de otros soportes, lo que generó en la crítica el prejuicio de un cineasta solemne y de elegancia manierista, distanciado de los sensibles experimentos autorales de su etapa inicial.
Volver a su filmografía basta para sacudir este malentendido. Un melodrama de Terence Davies, de los mayores a los discretos, termina siempre por ser una reescritura apasionada y lúcida de los temas que ocuparon a su autor. Como aquel lugar común sobre Flaubert, el del autor invisible pero omnipresente en su creación, el cine de Davies a partir de La biblia de neón fue el ejercicio virtuoso de un autor hábil para camuflarse detrás de la devoción –bien aprendida por Almodóvar– por sus actrices y personajes femeninos: las mujeres con rostro de Gena Rowlands, Gillian Anderson, Cynthia Nixon, Rachel Weisz. De todas ellas y sus incandescentes trabajos bajo su guía Davies podría decir “Madame Bovary soy yo”. Y, en efecto, lo era.