23/11/2024
Literatura
El corazón palpitante de este universo muerto
La obra de Thomas Ligotti, maestro del cuento de terror y pensador pesimista, ofrece caminos poco transitados por la literatura contemporánea
Al salir de una función nocturna, un insomne decide tomar el atajo para ir del cine a su casa y pasa por el campus de una universidad sin nombre. La ciudad en donde esta historia ocurre tampoco tiene nombre y los terrenos de la universidad, a pesar de la hora, no están vacíos. Alguien dice al insomne que aquel misterioso profesor de apellido portugués, alguien que “parece poder revelar lo que yace en el fondo de las cosas”, está dando clases de nuevo. Este hombre, el profesor Carneiro, personaje central de “La escuela nocturna” (Grimscribe, 1991), es una conjunción de los dos tipos de horror y pesimismo que conforman la obra de Thomas Ligotti: por un lado, sus teoremas depresivos, así como su apellido, hacen pensar en Fernando Pessoa (o quizá más específicamente en Bernardo Soares, el autor del Libro del desasosiego); por el otro, los diagramas maniáticos que traza en su clase, así como los rumores elípticos sobre sus viajes misteriosos, hacen pensar en algunos personajes de Lovecraft como Nathaniel Wingate Peaslee, el profesor de economía de la Universidad de Miskatonic y protagonista de La sombra de otro tiempo, o el marinero mercante Obed Marsh, cuya historia es uno de los núcleos narrativos de La sombra sobre Innsmouth.
Los cuentos de Ligotti heredan la visión cósmica de Lovecraft y la adaptan usando herramientas de ciertas vanguardias europeas. El propio autor ha reconocido abiertamente sus deudas. Considera, por ejemplo, que la principal influencia de los primeros relatos de Canciones de un soñador muerto (1985) es Vladimir Nabokov, a quien retroactivamente convierte en un autor de horror cósmico. Éste es uno de los efectos que la obra de Ligotti produce en sus predecesores: se vuelve imposible ignorar lo cercanas que pueden ser las narraciones de Lovecraft y relatos como “Ultima Thule”, “Signos y símbolos”, “El terror” o incluso algunos pasajes de las novelas nabokovianas. Pensemos en la frase que abre Habla, memoria, en la que Nabokov describe la existencia como un breve instante de luz bordeado por dos infinitos de oscuridad, o en el prólogo de Barra siniestra, donde habla de la vida como algo sin sentido y de la muerte como una simple cuestión de estilo.
Aunque no es el más conocido, “La escuela nocturna” es uno de los cuentos que mejor destilan los rasgos autorales del primer Thomas Ligotti. La figura principal, ese científico existencialista nocturno, es uno de los tantos intérpretes del universo que abundan en el cosmos ligottiano. Como el protagonista de Cosmos, de Witold Gombrowicz, estos personajes –científicos, profesores, escritores, artistas o predicadores– se hallan en una investigación perpetua sobre la realidad. Como a Borges (autor con el que comparte la cualidad de concentrar su obra narrativa en relatos cortos), sus personajes le permiten extender teorías descabelladas y delirantes sobre la existencia sin hacerlas pasar por ideas propias. Estos cuentos funcionan como interpretaciones heterodoxas de la caverna platónica que parecen decir: “Vivimos en un mundo de ilusiones, pero éste es el mejor de los casos: realmente nadie podría soportar entender la horrorosa realidad del universo”. El mismo Ligotti adoptó una postura similar a la de sus personajes al escribir el tratado filosófico La conspiración contra la especie humana (2010).
Entre sus teorías las hay mutuamente excluyentes. La única constante es que todas muestran los peores casos concebibles, aunque acompañan la oscuridad con una risa siniestra. En algunos casos (“Las ferias de gasolinera”, “El bungalow” –relato inspirado parcialmente por unas cintas que el autor y sus compañeros de trabajo encontraban en una banca, y que eran dejadas ahí por un hombre que se grababa leyendo fragmentos de diarios locales, la obra de Sigmund Freud y libretos de las óperas de Gilbert y Sullivan, acompañándolos siempre con risas maniáticas–, “Los místicos de Muelenburg”) el Universo aparece como un tejido frágil que corre el riesgo de perder su consistencia con el menor gesto.
Sobre “El espejismo eterno” de Noctuario (1994) el autor comenta en una entrevista que es “una pieza en la que buscaba plasmar mi visión del Universo como algo inestable, algo que tiene la textura temblorosa e ilusoria de un espejismo y que sin embargo se resiste a disolverse completamente en la nada”. La escritura ligottiana intenta ser una transcripción de la textura de las pesadillas sin una búsqueda de significados. En otros relatos, como “Nethescurial” (Grimscribe), se aborda la posibilidad de una deidad suprema, similar al dios judeocristiano pero, no obstante, de una naturaleza maligna. Es claro que gran parte de la cosmovisión de Thomas Ligotti proviene, también, de ese caso extremo de pesimismo filosófico, Philip Mainländer, cuya figura alegórica del Universo como el cadáver en descomposición de un dios suicida parece haber sido concebida por el más nocturno de los personajes ligottianos.
La locura de las estrellas que nos miran y nos maldicen
Una de las fijaciones temáticas de la obra de Thomas Ligotti es la poca diferencia que existe realmente, según él, entre los objetos animados y los objetos inanimados. En su relato “La medusa” (Noctuario), por ejemplo, Lucian Dregler, un filósofo depresivo inspirado en E.M. Cioran, descubre, al final de su extensa búsqueda, que existe sólo como objeto y no como sujeto en el mundo. En “El sueño de un maniquí” (Canciones de un soñador muerto) un analista atiende a una persona que parece creer haberse visto (y a quien cree haber visto) en un escaparate. Los maniquíes no son copias inanimadas de las personas sino al contrario: las personas son maniquíes animados, poseídos por un delirio que les hace creer que son sujetos con identidad. De manera inversa, en cuentos como “La torre roja” (Teatro Grottesco, 2006) objetos que se pensarían inanimados, como edificios, parecen tener voluntad y agencia mientras los personajes que viven cerca de ellos parecen meras marionetas a su servicio.
Una de las maneras en las que los personajes de Ligotti manifiestan la dislocación que les produce el saberse meros objetos en un universo desolado es la forma maniática hiperestilizada y eufórica en la que se expresan. El autor de Teatro Grottesco hereda esta herramienta de Nabokov y también de Thomas Bernhard. Incluso se ha referido a muchos de los relatos contenidos en este último volumen como sus cuentos Bernhard: atmósfera desolada y técnica virtuosa. En toda la obra de Thomas Ligotti hay un asco y un odio absolutos por la existencia, la renuncia a la felicidad, producto quizá de su anhedonia, así como el odio de Bernhard era, en parte, producto de su condición de enfermo perenne. El autor ha declarado que padece pesadillas constantemente; el asco y los dolores de estómago son temas comunes en sus escritos. En una entrevista se le preguntó si tenía una musa, a lo que contestó: “Sí, las enfermedades del cuerpo y de la mente”. En sus textos podemos encontrar frases como “la pesadilla del organismo” o referencias a la existencia humana como algo “malignamente inútil”. No se considera, sin embargo, un autor maldito sino un autor didáctico, aunque no es posible saber cuánto sarcasmo hay en esta afirmación.
Las voces de aquellos que no dejan de morir
La relación de Ligotti con el género de terror es compleja. Robert Bee ha escrito que en su obra los asuntos metafísicos y los cuestionamientos sobre la naturaleza de la realidad ocupan el lugar que en otros autores tienen los hombres lobo, los vampiros, las escenas sangrientas o monstruos diversos. Lovecraft es su predecesor más claro, pero de él heredó preocupaciones cósmicas y existenciales antes que dioses primigenios (aunque en relatos como “La secta del idiota” –Canciones de un soñador muerto– hay claras referencias a los mitos de Cthulhu y Azathoth). Su relato más abiertamente en deuda con Lovecraft es “La última fiesta de Arlequín” (Grimscribe), una reescritura de La sombra sobre Innsmouth (posteriormente Michael Chabon reelaboraría ambas historias en “El Dios de risa oscura”) en la que se conservan aspectos de la trama y del profundo asco existencial del narrador y protagonista pero se dejan de lado los “profundos”, la raza anfibia alrededor de la cual gira la narración de Lovecraft.
Fuera de Lovecraft, las influencias de Thomas Ligotti dentro del género son contadas: Poe, Machen, M.R. James. Es más común que admita como influencias a autores como Bruno Schulz, en cuyos relatos dice haberse inspirado para “El ángel de la señora Rinaldi” (Noctuario), o William Burroughs, en cuyos escritos se basa “The Nightmare Network” (el único de los relatos mencionados en este informe que hasta ahora no ha sido traducido al español). Su relación con obras de otros medios, como el cine, es también compleja. En una entrevista menciona lo tremendamente estimulantes que fueron los fotogramas de El gabinete del Dr. Caligari que encontró en una revista y lo decepcionante que fue ver la película tiempo después. En sus escasas intervenciones “públicas”, casi todas entrevistas vía correo electrónico publicadas en revistas minoritarias, habla sólo sobre unas cuantas cintas a las que considera sus favoritas: La cosa del otro mundo, El exorcista, Alien. Mención aparte merece el programa televisivo Los expedientes secretos X, para el cual escribió un capítulo de manera amateur, sin intenciones ( y sin posibilidades, realmente) de filmarlo. “Crampton” no desentona con los capítulos más grotescos y oscuramente cómicos de la serie, como los escritos por Darin Morgan (“José Chung’s from Outer Space”, “Guerra de los coprófagos”, “Humbug”), aunque también los más formalmente creativos (“Prometeo posmoderno”, una reinterpretación cómica de Frankenstein en blanco y negro que incluye un cameo de Cher) y los más abiertamente grotescos (como el infame “Familia”, emitido únicamente durante la transmisión original y después completamente censurado).
Para Thomas Ligotti, como para Nabokov, la literatura es principalmente entretenimiento, aunque cabe decir que es uno sumamente sofisticado. Ciertamente no la considera una distracción al mismo nivel de una película popular, que es un tanto más banal o menos exigente en términos de apreciación. La literatura, para él, sirve como un pasatiempo entre otros mientras esperamos la muerte. Incluso ha llegado a teorizar un posible sustituto psicofarmacológico: es posible que si consumimos los químicos adecuados ya no necesitemos a la literatura como paliativo. Podríamos vegetar o, mejor y más ligottianamente, devenir objetos inanimados. Resulta difícil establecer con cuánta seriedad dice esto.