16 de agosto de 2017

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23/11/2024

Literatura

La casa de muñecas embrujada

¿Y si la mecánica repetitiva de los relatos de fantasmas fuera el principio detrás de las series de televisión?, se pregunta este texto

Guillermo Núñez Jáuregui | martes, 31 de octubre de 2023

M.R. James añadió la siguiente nota al final de su relato “La casa de muñecas embrujada” (1923): “Se dirá, tal vez, y no injustamente, que esto no es más que una variación de un relato anterior mío titulado ‘El grabado’. Sólo puedo esperar que haya suficiente variación en la locación para hacer de la repetición del motivo algo tolerable”. La verdad es que “La casa de muñecas embrujada” es un relato inferior a “El grabado” (1904), pero también debe decirse que la mayor parte de los relatos de M.R. James resuenan entre sí y sólo un puñado vale la pena. Leer varios de corrido es desaconsejable, pues uno los empieza a encontrar repetitivos. Es uno de los puntos flacos del género: si uno lee suficientes cuentos de fantasmas empieza a notar –incluso en relatos escritos en distintas lenguas, procedentes de distintas regiones– rimas, insistencias, temas. Es la razón, me parece, por la que funcionan mejor cuando se leen en antologías.

Aún así, este y otros cuentos de James le llamarán especial atención a quienes, además de lectores o asiduos del género, padezcan algún tipo de coleccionismo. No sólo abundan las escenas en las que un académico o un estudioso encuentra un manuscrito olvidado en alguna abadía, también –como ocurre al inicio de “La casa de muñecas embrujada”– se consignan los momentos ya no sólo de feliz hallazgo, sino del placer de la caza obsesiva (la escena inicial se da en una tienda de anticuario, y la conocida práctica del regateo).

Inflado, demasiado largo, el cuento intenta presentar de manera novedosa la situación de la casa encantada (hay una herencia en juego). Releyéndolo, aburrido, encuentro el interés en las notas a pie (en mi edición de sus cuentos completos, preparadas por Darryl Jones). Se explica en una que el cuento fue escrito por encargo, para formar parte de la biblioteca miniatura de la casa de muñecas que se le regaló a la reina María de Teck, cónyuge de Jorge V, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial (fue construida entre 1920 y 1924, por el arquitecto Edwin Lutyens). Con electricidad y tuberías funcionales, la casa de muñecas más grande del mundo tiene algo ya no de ostentoso sino de obsceno.

Y aún así… ¿no es atractiva la idea de que en un museo se encuentra una casa de muñecas, con una biblioteca miniatura, en la que se incluye un volumen –manuscrito– sobre una casa de muñecas encantada? James fue sólo uno de los doscientos escritores a los que se les comisionó un texto para la biblioteca (Virginia Woolf se negó a participar). Y da gusto saber que, ante la tarea por encargo (ignoro si le pagaron), tuvo a bien sólo presentar una variación de un cuento que consideraba superior. Conan Doyle hizo algo similar y presentó para la minibiblioteca una especie de broma: el relato “Cómo Watson aprendió el truco”, en el que el médico intenta mostrarle a Sherlock Holmes que también él puede resolver casos, pero su método resulta completamente fallido.

Narraciones de segundo orden, realizadas por encargo, procedentes de un género que estaba irremediablemente vinculado a un mercado (como los cuentos navideños). Esa industria sigue viva, pero más como una atmósfera, la del entretenimiento. Como “El grabado”, este cuento tiene algo de cinematográfico: la casa de muñecas embrujada –como la del inicio de El legado del diablo de Ari Aster– cobra vida. A través de sus ventanas, iluminadas como si se viera un holograma, se puede atestiguar una tragedia en movimiento. Con su arquitectura gótica Strawberry Hill, la casa descansa sobre una mesa y, tras escucharse ominosamente el tañido de su diminuto campanario, quien duerme en esa habitación está condenado a ver lo que ocurre dentro de ella.

La imagen me recuerda al televidente noctámbulo, quien malgasta horas de sueño para ver La caída de la casa Usher en Netflix, una nueva entrega en la serie de miniseries que Mike Flanagan ha dedicado a casas embrujadas, aunque ello implique pisotear relatos de Poe, una novela de Shirley Jackson u otra de Henry James (de lo que ha cometido Flanagan para Netflix, yo rescataría algunos momentos de Misa de medianoche, de 2021). A propósito de adaptaciones de Poe, este ensayo de Geoffrey O’Brien sobre el ciclo de Poe de Roger Corman merece ser leído.

La casa de muñecas de James está erigida sobre una base llena de cajones. En ellos, en pequeños compartimentos, se encuentran cortinas a escala, muebles y otros objetos decorativos, que permiten cambiar los interiores de la casa al gusto de quien la posee. Estos objetos intercambiables, que dejan su huella en bases de fieltro, están ocultos, pero sabemos que están allí para que, en cualquier momento, algo viejo vuelva a presentarse como novedoso. Ya son famosas las palabras de Lucrecia Martel sobre las series, ese retroceso al arte narrativo del XIX, con su “estructura mecánica”. Vuelve aquí la imagen del cajón que se abre para revelar un compartimento secreto –como los que pueblan el escritorio del rey Carlos Alberto de Cerdeña–, como los muebles presentados en las cortinillas (muy a la Hitchcock presenta, muy a la Rod Serling) de El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro (2022), que eran especialmente deleitables.

¿Hay mucho más por pensar en relación a las series, los productos narrativos, las adaptaciones televisivas, los relatos intercambiables y las antologías como un género de la crítica? O ¿estamos, una vez más, en las aguas superficiales de la crítica cultural? En ellas chapoteó Mark Fisher, cuando escribió sobre series de segundo orden que aparecieron en la BBC (donde también se han transmitido múltiples adaptaciones de relatos de M.R. James, en su serie anual Cuentos de fantasmas para Navidad, que se transmitió a finales de los setenta, y de nuevo a partir de 2005).

Roal Dahl –a quien recientemente le hicieron la netflixeada, en una serie de cortos a cargo de Wes Anderson que subrayan lo performático de los relatos que operan como matrioshkas– conocía el terreno en el que vive el cuento de fantasmas, como algo que peligra ser adaptado, pero que también, hay que insistir, obedece fórmulas mecánicas. En la introducción a su antología Los fantasmas favoritos de Roal Dahl (1983) cuenta sencillamente cómo esa colección nació de una serie que ideó a finales de los cincuenta, pero que no pasó más allá del piloto. La experiencia, relata, se midió esencialmente en números (la cantidad de cuentos que tuvo que leer hasta dar con algunos que le parecieran buenos; los errores de cálculo financieros; el número de mujeres que escriben cuentos de fantasmas; el número de hombres; etcétera). Pero se atreve a afirmar: “Los mejores cuentos de fantasmas no tienen fantasmas en ellos. Al menos no se ve un fantasma. En su lugar sólo se ve el resultado de sus acciones”. Mesmerizado en la niebla del entretenimiento, intento poner atención a la presencia que pasa junto a mí, en cómo de pronto cae la temperatura y el nivel de la conversación. ¿Qué nombre tiene este espectro?

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