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Cine/TV

Los ecos de Tatiana Huezo

Cuarta cinta de la directora mexicana-salvadoreña, ‘El eco’ representa una notable renovación de los documentales de observación comunitaria

Sergio Huidobro | miércoles, 8 de noviembre de 2023

Fotograma de 'El eco' (2023), de Tatiana Huezo

Durante el siglo presente, dominado por la liquidez y la mutación de lo que creíamos sólido, el cine documental atraviesa una saludable crisis de identidad que continúa transformando sus fronteras, asentadas desde siempre –o, en todo caso, desde Flaherty– en dogmas como la neutralidad, el método periodístico o el culto a la estética observacional. Hoy, incluso, la etiqueta documental parece insuficiente o anacrónica, desplazada por categorías más abiertas como no ficción. Es un síntoma de los tiempos: desechar las categorías antes estables para repensar las cosas no a partir de lo que son sino de lo que no son o dejaron de ser.

Con cuatro largometrajes producidos en poco más de una década –El lugar más pequeño (2011), Tempestad (2016), Noche de fuego (2021) y El eco (2023)–, la filmografía de Tatiana Huezo condensa una de las poéticas más consistentes, impredecibles, hábiles y deslumbrantes para pensar, desde América Latina, las naturalezas híbridas y cambiantes de lo que solíamos llamar documental. El eco, premiada este año en festivales como Berlín, Jerusalén, Chicago o Morelia, y actualmente en el programa de la 74ª Muestra Internacional de Cine, adelgaza aún más la membrana que separa a la observación del argumento para situarnos en un espacio casi milagroso: aquel en que la vida misma transcurre como un relato en el flujo natural de tiempo, igual que la lluvia, la vejez, las cosechas o el cambio estacional.

En El Eco los ciclos vitales de una comunidad de tierras altas, que apenas ronda los cien habitantes en las mesetas del norte de Puebla, avanzan al paso de la naturaleza desde tiempos ancestrales: los cultivos rotan, las lluvias llegan, el ganado alumbra crías, la neblina baja. Pero vistos en silencio y con paciencia otros factores humanos brotan y alteran las vidas aparentemente pasivas de sus habitantes: los hombres migran para trabajar, llega el rumor de una muchacha levantada por el narco en una población cercana y las niñas comienzan a hacer preguntas impensables para la generación de sus padres: “¿Tú por qué te casaste tan chica con mi papá? ¿Sí lo quieres?”.

El Eco

Fotograma de El eco (2023), de Tatiana Huezo

A pesar del paisaje inmutable y el peso de las costumbres heredadas, algo está cambiando en el interior de El Eco y Huezo –junto a su compañero y cómplice habitual, el fotógrafo Ernesto Pardo– sitúa nuestra mirada en tres niñas, Montse, Luzma y Sarahí, que observan, encarnan y absorben los cambios en su entorno a lo largo de dieciocho meses de crecimiento y maduración. Como el otro trío protagonista de Noche de fuego, ficcional pero no menos verosímil, las tres combinan las vivencias naturales del fin de la infancia con otras que no corresponden a su edad. Montse cuida con paciencia minuciosa a su abuela, Sarahí enseña en la escuela a otros estudiantes más jóvenes y Luzma asimila, a la vez, el machismo cotidiano de su padre (“Deja el plato, lavarlo es asunto de mujeres”, le dice al otro hijo) y el creciente interés por ser veterinaria. El Eco es una comunidad en la que nada, nunca, parece ocurrir por primera vez excepto para ellas; desde su mirada, todo es alumbramiento y revelación.

Testimonial o argumental, el cine de Tatiana Huezo construye microcosmos precisos, detallados e inmersivos de escasos personajes, mujeres casi todos. Aunque como cineasta encaja en ciertas tradiciones del documental observacional, en sus películas nunca encontramos la mirada pasiva y externa del etnógrafo o el reportero. En su lugar nos embriaga la rara intuición de que las historias se están contando a sí mismas, frente a nuestros ojos y oídos. Si traemos a cuenta a Gilles Deleuze y su idea de la imagen-tiempo cinematográfica podemos describir su rasgo de lenguaje más significativo: El lugar más pequeño y Tempestad, como díptico, trabajan con la imagen y el sonido como líneas paralelas que no llegan a tocarse, pero avanzan en la misma dirección, provocando explosiones silenciosas de asociación entre el ojo y el oído. Ambas funcionan como exploraciones de la voz testimonial individual como detonante de la memoria colectiva, pero despojándola de su función significante. Dicho con menos teoría, lo que vemos no ilustra lo que oímos: lo potencia y expande nuestro compromiso estético con lo que vemos y también con lo que escuchamos para encontrar sus relaciones profundas.

El eco fue cocinándose en un largo período de cuatro años que incluye un rodaje intermitente de dieciocho meses. En medio Noche de fuego fue preparada, producida y estrenada, lo que invita a pensar en un segundo díptico más involuntario, quizá, pero inseparable en ambientes, personajes y exploraciones de temas análogos, como la pubertad femenina y los núcleos matriarcales en comunidades serranas. Pero la diferencia más profunda de El eco respecto a los documentales anteriores es que –de nuevo Deleuze– el tiempo de la imagen ya no está disociado del tiempo del relato, o bien las voces narrativas no brotan del pasado (salvadoreño, mexicano) sino que imagen y tiempo se insertan, ambos, en el presente y en una misma geografía. Mientras en Tempestad el arco narrativo era el desplazamiento físico a lo largo del país, a la par que recorríamos la memoria de dos mujeres desde el pasado hasta el presente, en El eco nos situamos en un mismo paisaje para, desde ahí, sentir el paso del tiempo.

El Eco

Fotograma de El eco (2023), de Tatiana Huezo

De esta forma, lo que pasa en la pantalla se desenvuelve frente a nosotros con la naturalidad inexplicable del tiempo como río: siempre en una misma dirección, hacia adelante. En ese sentido, se trata de la película más esperanzada y luminosa de Tatiana Huezo pues, por primera vez, su núcleo emocional no está en el peso lacerante del pasado sino en el futuro imaginado por sus jóvenes protagonistas. La muerte, que en sus primeras tres películas acechaba como una bestia agazapada, reparece en El eco como un hecho natural y un rito de aprendizaje vital.

En el cine hecho en México existe una larga tradición, intermitente pero persistente, de documentales de observación comunitaria que van de lo etnográfico a la politiquería, con algunos destellos de poética y buen cine. Entre los últimos perviven Etnocidio: notas sobre el Mezquital (Paul Leduc y Roger Bartra, 1977), Juan Pérez Jolote (Archibaldo Burns, 1973) o la obra de Teófila Palafox (La vida de una familia ikoods, 1985). La irrupción de Tatiana Huezo y una película como El eco implica a la vez un diálogo y un cuestionamiento del cine de etnografías militantes, acostumbrado a presentar a sus habitantes como entes sociales y sujetos comunitarios, con escasa vida interior o dimensión humana más allá de su posición en el tejido social.

Aunque El eco sigue siendo, como todo el cine de Huezo, una exploración profundamente social y política de los entornos que habita, parece cada vez menos interesada en su dimensión ideológica y más fascinada por los seres humanos que la integran. El resultado es una película que respira con aire en los pulmones y cuyos latidos pueden percibirse debajo de la piel propia. Como muy pocos cineastas en activo, Tatiana Huezo observa las vidas individuales no como piezas de sociología ni artefactos para admirar la otredad, sino como historias vivas, miradas, secretos, dudas, silencios, gestos, memoria y descubrimientos.

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