16 de agosto de 2017

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24/11/2024

Música

Una condena y una liberación

Las historias de Ellen O y Nina Nastasia permiten hacerse la pregunta por la incidencia de lo biográfico en la recepción de su música

Atahualpa Espinosa | jueves, 7 de marzo de 2024

Nina Nastasia retratada por Theo Stanley

Aquella tarde de enero de 2019, Ellen O’Meara y Eleanor Koenig entraron a una habitación en el decimoctavo piso del hotel Yotel, en Manhattan. Sobre un mueble, colocado en la entrada, dejaron varios billetes de 20 dólares y una breve nota, destinada al personal de limpieza: “No mires tras la cortina. Estamos muertas. Esto es para ti”. Estaban cumpliendo un pacto largamente comentado, del que su círculo amistoso al parecer ya tenía varias pistas desde meses, incluso años atrás. Al parecer la nota no fue leída, o fue mal comprendida, o fue directamente desobedecida, porque una empleada del Yotel entró y fue directamente hasta la cama, donde yacían los cadáveres. Ella fue quien avisó a la policía.

Conocida públicamente como Ellen O, la artista había publicado su último EP, The Air is Passing (2019), menos de una semana antes. La breve colección incluye una pieza final dedicada a Eleanor (antes conocida como David, se encontraba en proceso de transición de género y era integrante de la banda Cesspool). Previsiblemente, el EP ha sido escuchado, casi desde su aparición, como una serie de mensajes relacionados con la bien planeada muerte de su autora. Que esto distraiga del aspecto “estrictamente musical” de su trabajo es una cuestión tramposa: ¿cuál es la música pura, aquella que podemos escuchar sin mediaciones y no remite a nada más que a ella misma? Este EP tenía, además, inscrita una lectura que la partida de Ellen O sólo podía volver más aparente, al grado de ser inevitable: en sus anteriores álbumes cada sonido tenía una tangibilidad propia, mientras que su último trabajo daba la sensación de ingravidez.

Una razón menos oscura para acercarse a The Air is Passing es que se adelantó a (o coincidió con los inicios de) la ola de cierto híbrido de ambient y vaporwave que aún perdura, con variantes que tienen una estrecha relación con lo creado por Ellen O. Su vocación envolvente funciona al grado de que es posible escucharlo y olvidar, cada tanto, la tragedia que lo marcó. Hace poco, el sello Gold Bolus reeditó, en vinil, el que tal vez sea su álbum más conocido, Sparrows and Doves (2014). Las conexiones estilísticas con el EP final son evidentes, aunque los registros puedan ser muy dispares. En el álbum hay una lista de músicos de sesión más amplia y que toca en la mayoría de las canciones, a la manera de una banda. En lo que no pueden distanciarse es en la lectura con lupa que practicaron en ambos, en busca de pistas, quienes los escucharon a partir de su muerte. Tanto la reedición como (casi invariablemente) las reseñas de Sparrows and Doves buscan mostrar que la música de Ellen O rebasaba su tragedia. A la vez, ésta se vuelve inescapable por el mismo hecho de colocarla en posición relativa frente a su obra.

Con el suficiente escrutinio, o con el suficiente miedo al vacío de sentido, cualquier hecho puede parecer comprensible, una vez que ha sucedido. Es la ilusión de un análisis hecho en retrospectiva. Más cuando se trata de una decisión tomada por alguien que dejó atrás documentos con un retrato tan vívido de su mundo interno (la obra de Ellen O está muy inclinada a la introspección). Pero hay un triunfo inobjetable en el suicidio: su capacidad de colocarse fuera de las cadenas habituales de razonamiento y dejar tras de sí una pregunta que derrota por anticipado todo intento de responderla. También, en su radicalidad, entrega un corolario, a la manera de un espejo: toda vida individual, cualquiera, es incomprensible. Aunque haya letra y música de esa vida a nuestra disposición.

La necesidad de asimilar vida y obra, o el intento de leer esta última a imagen y semejanza de la primera, como ha hecho buena parte del público póstumo de Ellen O, puede llevar a la noción de que la cualidad de lo autobiográfico vuelve a la obra intocable ante la crítica. Algo que, por supuesto, no le hace ningún favor. Especialmente cuando ella misma posibilita varias lecturas y, en respuesta, se busca reducirla a la literalidad o a lo unívoco.

La discografía de Nina Nastasia se ha plantado a contracorriente de esta asimilación y de esta literalidad. Si buscara leer los sucesos de su vida en sus canciones, una persona incauta creería encontrar sin esfuerzo más de una correspondencia. A pesar de eso, poco pudo saberse acerca de lo que atravesaba la artista durante la primera década de este siglo, cuando publicó los álbumes que le dieron mayor celebridad y éxito crítico (John Peel se contaba entre sus admiradores). Sus letras siempre tuvieron algo de hermético, que casaba muy bien con el aire siniestro de su estilo, frecuentemente etiquetado como country gótico. A la manera de las novelas de Henry James, siempre parecía esconder lo más importante del relato. A partir de 2020 mucho de lo oculto emergió.

Kennan Gudjonsson, su esposo y representante, fue quien la empujó a asumir profesionalmente la música, a finales de los noventa. A partir de entonces, además de intervenir en el proceso creativo de sus álbumes, mantuvo con Nina Nastasia una relación que ella describe en términos desgarradores, en varios de los recuentos que dio durante la gira de su álbum Riderless Horse (2022), el primero en una docena de años. Algunas de las variables incluyen problemas mentales graves, consumo masivo de drogas y abuso emocional. Tal vez no sea indispensable entrar en detalles. La razón de que haya abandonado la música y borrado su presencia pública a partir de 2010 tiene que ver con esa historia: “No queríamos que nadie viera lo horrible que podían ser las cosas [para la pareja], así que nos aislamos”, cuenta en el comunicado de prensa de aquel álbum. En enero de 2020, justo antes de que la pandemia de covid-19 llegara a este hemisferio, ella abandonó a Gudjonsson, incapaz de tolerar más. Al día siguiente, él se suicidó.

La siguiente parte fue poco predecible, al menos para quienes creen firmemente que las tragedias tienden a encadenarse: ella lo describe como una súbita sensación de libertad que le permitió, además de una renovación psíquica, encontrarse de nuevo con su capacidad de componer e interpretar canciones. En Riderless Horse está contada buena parte de la historia, sobre la que, por primera vez, su autora es más directa. Pero, en contraste con la forma en que las letras retratan la crudeza de su matrimonio y la melancólica liberación que siguió a él, las entrevistas que dio alrededor de su lanzamiento abundan en comentarios humorísticos. Las y los entrevistadores la describen de buen humor. Para una mujer que había empezado tarde, según las estadísticas de la mayoría que decide seguir una “carrera musical” (Nina Nastasia tiene ahora 57 años), que estaba a punto de entrar al período de confinamiento colectivo mientras lidiaba con una pérdida y una historia personal que para la mayoría resultan inimaginables, el resultado provisional (el único desenlace para las personas es la muerte, una ventaja que tiene la ficción sobre nosotros) no era nada malo.

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