Como tantos otros relatos de viaje desde Homero, ya en el primer paso de 20,000 especies de abejas (2023) sentimos el movimiento de quien, aún estando de pie, se desplaza sin remedio. Estamos en Bayona, un poblado en el lado francés del País Vasco. Una familia –madre llegando a los cuarenta, tres hijos entre infantes y adolescentes– toma el tren para cruzar esa curiosa región de Euskadi en la que hay que atravesar varias fronteras para llegar al otro lado del mismo lugar: Guipúzcoa, en la mitad española de los territorios vascos. La tribu de madre y cachorros va de visita al pueblo de los abuelos maternos, aunque ninguno de los viajantes desborda entusiasmo. Las razones tardan algo en llegar, pero el observador atento las intuye rápidamente.
Con delicadeza y seguridad, en ese tránsito inicial entre regiones, idiomas, identidades, geografías y lazos se dibuja el panorama completo del primer largometraje de la cineasta Estibaliz Urresola Solaguren, un cuento rural de verano sobre una familia de crisálidas humanas en plena metamorfosis y alumbramiento, enmarcada en una región en la cual todo sucede al ritmo de la naturaleza y sus ciclos, ni más pronto ni más tarde. En el centro de la colmena, como guía de nuestra mirada, está Cocó (Sofía Otero, Oso de Plata en el 73º Festival de Berlín), de ocho años, que adopta ese seudónimo neutro para dejar atrás el nombre de chico que le fue asignado –Aitor–, pero sin llegar a decirle a los mayores que en realidad preferiría ser llamada Lucía. Lo que otros toman por rebelión, capricho o travesura es para ella un descubrimiento constante en donde la alegría y el miedo son indisociables. Cuando Lucía se llamaba Aitor, todos a su alrededor le tomaban por chico haciéndole incomodar; ahora que sabe que su nombre es Lucía los incómodos son los demás. Ella es más libre que antes, aunque intuye que hay un precio a pagar por ese aire en los pulmones.
Su madre, Ane (Patricia López Arnaiz), atraviesa otro tipo de metamorfosis: no sabe si separarse del padre de los chicos, Gorka (Martxelo Rubio), y mientras tanto se refugia en casa de su madre, Lita (Itziar Lazkano), y su padre difunto, un artista plástico que tenía en casa su taller, ahora arrumbado por una mezcla de trebejos, polvo y una serie inédita: un conjunto escultórico de sílfides –cuya figura femenina, mezcla de levedad y fortaleza, la abuela se ha resistido a vender– que ejerce una fascinación callada sobre la madre. Para abrir las ventanas de su vida y dejar entrar aires distintos a los de la maternidad y el matrimonio, Ane decidió seguir los pasos paternos –no exenta de conflicto interno, por supuesto– y presentarse a una oposición como profesora de arte, retomando el anhelo de una vida creativa.
Además de la abuela, en el pueblo está la tía Lourdes (Ane Gabarain), una apicultora libre y soltera que vive en una loma alta rodeada de colmenas de abejas de las cuales parece haber extraído todas las enseñanzas necesarias para vivir. Esta sabiduría rural, sencilla y transparente, se convierte en el puente principal de Cocó, quien inesperadamente se sabe comprendida por Lourdes, quien la inicia en la crianza de abejas dirigiéndose a ella con pronombres femeninos. En casa la situación es menos plácida: la abuela Lita insta a Ane a cortarle el pelo “como los chicos”, a no consentirle todo y a corregir a las vecinas cuando asumen a Cocó como niña. Para Ane, el tránsito de Aitor a Cocó y de Cocó a Lucía se convierte en una extensión de su propia liberación vital, pues su entorno no parece dispuesto a aceptar que su libertad creativa como artista pueda coexistir con las obligaciones contraídas como madre de tres.
Como un juego infantil susurrado en voz baja, 20,000 especies de abejas renuncia a la exposición militante y a la denuncia frontal que cabría esperar de una protagonista como Aitor / Cocó / Lucía. El género y la gestación de una identidad en la infancia funcionan como punto de partida para explorar la libertad individual y la cohesión social en un entorno más amplio. En lugar de eso, nos invita a adoptar su mirada y habitar su percepción del mundo natural. La identidad, en el guion escrito por la propia directora, implica un desenvolvimiento más profundo que la ropa, lo sexoafectivo o lo biológico. Cocó, en su camino hacia Lucía, está buscando un lugar en el mundo, construyéndose a sí misma, cada vez más consciente de que su identidad implicará, en algún punto, contraponerse a la mirada ajena y desafiarla, incluso si ella no busca el enfrentamiento sino, simplemente, existir.
Urresola, que se expande por primera vez del cortometraje al formato largo, sabe que necesita cómplices para moldear el tono, el tempo y el hábitat necesarios para que sus mujeres respiren y se desarrollen en libertad. La fotógrafa catalana Gina Ferrer y el montajista vasco Raúl Barreras entienden el pulso, el latido del relato. Entienden también que Cocó, el fascinante corazón de la colmena, es un centro de gravedad que atrae hacia sí las miradas, las emociones y al resto de personajes para hacerles girar en su órbita. El caso de Sofía Otero, su balance impecable entre intuición, técnica y sentido del juego –los tres ingredientes de toda actuación memorable, que en ella parecen congénitos– recuerda en varios momentos a la Ana Torrent que, más o menos a la misma edad, miraba de frente a la cámara con los ojos como abismo en El espíritu de la colmena (1973).
Sería sencillo señalar a Urresola por buscar emparentarse con cierto cine de factura reciente, naturalismo intimista, autoría femenina y aplauso efusivo en festivales –como Verano 1993 (2017) o Alcarrás (2022), de Carla Simón; Pequeña mamá (2021) o Tomboy (2011), de Céline Sciamma, y Tótem (2023), de Lila Avilés, entre otras–, pero también simplista. Más allá de inscribirse a la fuerza en esa especie de nouvelle vague de introspecciones de infancia y sororidad, 20,000 especies de abejas es, como su título sugiere, una variante particular, plena de personalidad, en medio de una colmena rebosante de vida. Ganadora de tres premios Goya entre un total de quince nominaciones, además de las estatuillas principales en Málaga y los premios Gaudí, Forqué y Feroz durante el año pasado, la ópera prima de Estibaliz Urresola Solaguren forma parte de la 75ª Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional, en la Ciudad de México.