16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

21/11/2024

Música

El negocio de torturar poetas

Esta columna habla de la artista pop más célebre del planeta, de sus récords y su público. Ni siquiera es necesario decir su nombre

Atahualpa Espinosa | jueves, 25 de abril de 2024

Activación promocional del último álbum de Taylor Swift en Los Ángeles, a cargo de Spotify

No por haber sido predecible deja de ser intimidante: el día del lanzamiento el álbum acumuló más de 300 millones de escuchas en Spotify. Se trató, claro, de una marca histórica, que antes pertenecía a otro título de la misma artista, por cierto. Y es que todo en ese álbum, el nuevo, fue concebido para resultar enorme, incluyendo el número de pistas, que en la edición extendida son 31, a lo largo de 122 minutos de duración (una obvia artimaña para multiplicar la métrica de reproducciones). Estaba destinado a ser enorme en el aspecto comercial, pero para que sucediera el truco era presentarlo como un documento íntimo: una colección de relatos de no ficción, a veces sardónicos y a veces conmovedores. El álbum entero está hecho con un solo crédito por canción (productor, instrumentista, coautor), además del de la misma estrella. Como una cinta de bedroom pop (pensemos en Daniel Johnston antes de que lo corrompiera la tentación de los cheques con más de dos ceros), sólo que tratándose del álbum más grande de la historia. Ésa era la premisa.

Entre esas 31 canciones se encontraba la que también se convertiría en la más reproducida en un solo día en la historia de Spotify (40 millones de veces, si tomamos la palabra de la empresa). Se anticipa, no podía esperarse otra cosa, que la versión física también sea la que se venda más rápidamente en la historia y que su próxima gira sea la que recaude más utilidades. La amplitud de la lista de marcas, con relación a este álbum, que conjunten las palabras “el/la más de la historia” es, con toda probabilidad, un récord en sí mismo. La forma en que se despliega mediáticamente es un operativo para reducir ya no la crítica, sino cualquier objeción al ridículo. Sus fans han internalizado el protocolo y se suman al operativo siguiendo reglas que ni siquiera necesitan enunciar: ella es intocable. Sólo puede discutirse su obra con cierto rigor (es un eufemismo que apunta apenas un poco abajo del máximo grado de devoción) en el interior del grupo que se ha manifestado como incondicional.

Para su público, su lugar es análogo al de cualquiera de las mayores corporaciones: demasiado grande como para tomar en serio la resistencia, pero también investida de una apariencia vulnerable, que pueda blandirse ante el menor riesgo de legitimidad en la crítica: se trata de trozos de la vida privada de una mujer que ha pasado por más de lo que podemos concebir, desde el otro lado de la cerca que la separa de nosotros, dueños de vidas pequeñas y sin sobresaltos. Hay una cantidad incontable de gestos (algunos demasiado aparatosos como para recibir ese sustantivo) destinados a apuntalar esta coartada, empezando por el título y la profusión de detalles intimistas. Hay una instalación (llamarla así es estirar un poco el término), inaugurada en Los Ángeles, para coincidir con el lanzamiento del álbum, que trata de imponer esta lectura romántica de la poeta solitaria, con recursos que son casi ingenuos para el tamaño del negocio involucrado: una especie de biblioteca particular / habitación propia, ocupada en su interior por máquinas de escribir en las que recién se teclearon algunas de las líneas contenidas en estas canciones. La impresión general es la de estar ante los props usados en el trabajo final de un curso cinematográfico de preparatoria. Aunque aquí se trata de una activación patrocinada por Spotify, la plataforma que entregará la métrica para sustentar su título de la artista (de hecho, la persona) más omnipresente.

Ella no necesita siquiera hacer un gesto para echar a andar los operativos que la defienden. A estas alturas, es una maquinaria automatizada. En 2024 quisiera dar la impresión de que ha estado en el centro de la vida mediática desde siempre (y que no hay alguien en el horizonte capaz de rivalizar con ella). Esta proyección de su dominio, acentuada en su impresión de inevitable por la forma en que colecciona arquetipos (su apariencia física, su estatus como pareja de un campeón de la NFL, su incapacidad de ofender a la conciencia moral más conservadora), la arroja del dominio humano, algo que trata de compensarse con su estilo y parafernalia confesionales. Pero no hay planteamiento que aguante, sin desbordarse, la colección de hechos justa o falsamente atribuidos a ella: heroína en la lucha de lxs autores frente a los buitres empresarios (una lucha que le ha llevado a grabar de nuevo su catálogo), su campeonato como la celebridad que arroja más CO₂ a la atmósfera, el hecho de que una de cada 78 escuchas en línea en Estados Unidos, durante 2024, fueron de canciones suyas y su protagonismo en los índices económicos de cualquier geografía que toca sus giras. Esto último la coloca en un lugar parecido al de las corporaciones que tienen su poder asegurado, sólo por el hecho de que las instituciones gubernamentales están obligadas a ser su red de seguridad: “demasiado grandes para caer”.

Todo esto alimenta la percepción de que es la única persona que se acerca a encarnar lo que Timothy Morton llama un hiperobjeto: algo, una entidad, de cuya existencia no podemos dar cuenta en los términos de descripción, causalidad o delimitación que estamos acostumbrados a usar, porque los rebasa, haciendo imposible para nosotros abarcarlo. Una cosa como el clima (o el desastre climático), Internet o el universo. No hay un camino sencillo para hablar de ella, porque no existe consenso acerca de dónde empezar: la historia de su obra y de su fama es un campo minado de sobreentendidos y datos que son intocables: si se les menciona, se corre el riesgo de la obviedad (cualquier persona medianamente enterada los conoce) o de lo intrascendente (cualquier persona no enterada los encontrará estúpidos). La mayoría de las reseñas sobre este álbum nos lanza inmediatamente a una serie de bifurcaciones: antes de terminar el primer párrafo crítico sobre su obra nos tropezamos con hipervínculos que nos llevan a historias que involucran a Kanye, Ticketmaster, la revista Time, la lista de multimillonarios de Forbes o cinco de sus parejas recientes, efímeras o no tanto, pero invariablemente pertenecientes al circuito de la celebridad. Es un acto de prestidigitación que vuelve imposible ver a la cosa misma. 

Acaso su mayor mérito sea haber logrado este acto de equilibrismo durante más años, más ciclos de lanzamientos de álbumes, que cualquier otra persona en el siglo XXI. Pero no es difícil el ejercicio de imaginar a otra en su sitio (puede ocurrir el año que viene, incluso el siguiente verano). Como fenómeno mediático no destaca por excéntrico, sino por su minuciosa voluntad de lograr la normalidad. Su caso, a partes iguales, fascina por sus dimensiones y aburre por el resto de sus rasgos. Su apariencia de hiperobjeto sólo persiste mientras no se le contemple desde todos los ángulos y se constate que, sí, todo este tiempo fue bidimensional.

(No llegué a hablar de su música. Fue intencional. Muy probablemente no se notó la omisión.)

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