16 de agosto de 2017

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21/11/2024

Artes escénicas

Juan y Julia nunca supieron cómo

La versión de Juan Carlos Franco dirigida por Daniel Giménez Cacho permite releer productivamente ‘La señorita Julia’ de August Strindberg

Viera Khovliáguina | domingo, 30 de junio de 2024

Escena de la obra ‘Juan y Julia nunca supieron cómo’. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Es un monstruo, dice August Strindberg, y mata a Julia. Las transmasculinidades no son favorecidas en los desenlaces de los viejos rancios del siglo XIX. Strindberg las llama mujeres a medias. Hizo un gran esfuerzo de observación para estudiarlas, según su costumbre de “predicador laico que ofrece las ideas de su tiempo en forma popular”. Estas fueron sus conclusiones: “La mujer a medias es un tipo de mujer que se abre paso a codazos, que se vende ahora por el poder, medallas, condecoraciones, diplomas, como antes lo hacía por el dinero, lo que denota una cierta degeneración”.

Podemos deducir que éste es un listado de cosas de hombres y que, en su opinión, que una mujer se incline por estos intereses es una aberración. Continúa Strindberg: “No es una buena especie, pues se va a extinguir, pero desgraciadamente transmite su miseria a la siguiente generación; y los hombres degenerados eligen inconscientemente entre ellas, de manera que se reproducen, dando a luz seres de sexo incierto a los que la vida martiriza”. Qué barbaridad. Continúa: “Afortunadamente sucumben, bien sea por grave desavenencia con la realidad, bien por la desenfrenada irrupción de los instintos reprimidos, bien por la frustración de las esperanzas de alcanzar el nivel del hombre”. Esta afirmación, menos los juicios, escondía verdades. Strindberg describió entre líneas y a grandes rasgos las opresiones comunes del patriarcado y aseveró lo difícil que es salir de él, sin consciencia de ello. Algo se le escapó al ojo del observador máximo: su terror de mirar a una mujer a su colosal altura.

El dramaturgo se estudiaba a sí mismo y a quienes lo rodeaban para hacer de sus vidas una obra de arte. Tomaba de sus convivencias lo necesario para construir personajes para la escena. Los doblaba muy bien para que encajaran en sus propias búsquedas. En el caso de la señorita Julia, Strindberg tradujo parte de la vida y el desenlace de su amiga Victoria Benedictsson. “El tipo [de personaje] es trágico y nos ofrece el espectáculo de una desesperada lucha contra la naturaleza, trágico como una herencia del romanticismo, que ahora está dilapidando hacia el naturalismo, que sólo busca la felicidad; y la felicidad no es de estas especies [las mujeres a medias], sino de las fuertes y sanas”, declara en su prefacio a La señorita Julia, concluido diecinueve días después del suicidio de Benedictsson.

Victoria Benedictsson / Ernst Ahlgren

Benedictsson y Strindberg frecuentaban los mismos círculos literarios en Copenhague. Eran amigos y tenían largas conversaciones sobre los métodos naturalistas. Ambos se hospedaban con frecuencia en sendos cuartos del Hotel Leopold. Una noche Strindberg fue despertado por un amigo en común; acudió al dramaturgo por ayuda, pues Benedictsson yacía inconsciente en su cuarto luego de un intento fallido de suicidio con morfina. El amigo anónimo más tarde relató que, al recibir la noticia, Strindberg lo escuchó “con una expresión que quedó grabada en mi memoria: la mirada de un caníbal sombrío e implacable, sin el más mínimo rastro de compasión humana”. Los hombres auxiliaron a Benedictsson, quien volvió en sí y sobrevivió un rato más, durante el cual sumó a su obra un libro de cuentos que fue aclamado por la crítica, como sucedía regularmente.

Juan y Julia

Cecilia Ramírez Romo como Julia, en la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Victoria Benedictsson escribía bajo el nombre de Ernst Ahlgren. No era sólo un seudónimo sino una identidad que fue encarnando con la creciente seguridad que le dieron sus letras. Benedictsson se casó a los veinte con un viudo treinta años mayor. Accedió al matrimonio porque pensó que le otorgaría más libertades que el quedarse soltera en casa de sus xadres, quienes le negaron la posibilidad de estudiar para ser pintora. No sabía que terminaría siendo madrastra de cinco hijxs y un cuerpo joven a disposición de su marido; un clásico intercambio de estabilidad económica por el uso de su cuerpo tanto para el placer como para la reproducción. Benedictsson partió su vida en dos: de día atendía sin una pizca de vocación, pero con responsabilidad, a sus seis hijxs (ella tuvo dos hijas, de las cuales sobrevivió una) y de noche escribía historias inspiradas por Charles Dickens y las enviaba a periódicos locales. Con el tiempo se ganó las alabanzas de la crítica.

En 1885 Benedictsson publicó su primera novela, Dinero, con un éxito rotundo, por lo que reveló su verdadera identidad a la prensa y adoptó definitivamente la de Ernst Ahlgren. Dejó a su marido para dedicarse por completo a la literatura. En aquellos tiempos Casa de muñecas, de su amigo Henrik Ibsen, había abierto debates acalorados sobre la mujer, su sexualidad, el matrimonio y la libertad económica. Ahlgren participaba activamente en estos diálogos y aventajó a Nora por varias zancadas. Se dice que sirvió de inspiración para Hedda Gabler. Era una figura respetada y admirada por sus colegas, quienes se referían a él como brother Ernst en sus cartas. Ahlgren, por su parte, firmaba como mother Ernst, otorgando una pista clara de su identidad de género.

La verdadera señorita Julia

En su ensayo “The Real Miss Julie”, Elisabeth Asbrink cita la descripción que hace de ellx uno de sus amigos: “una mujer cuyo exterior no revela en absoluto lo que ocurre en su interior. Él se enorgullece de ocultarlo y todo el mundo piensa que la señora Benedictsson es una persona adorable. Pero Ernst Ahlgren se ríe de todos ellos para sus adentros y los retrata en sus libros”. Similar a Strindberg en sus métodos de artista-científico, Ahlgren era obsesivo con la toma de notas y la traducción de la vida real a la literatura, aunque con una diferencia crucial: el éxito. ¿El dramaturgo le tenía envidia? Sin duda.

El 22 de julio de 1888 Benedictsson salió del Lepold a comprar una navaja de afeitar y un espejo de mano. Luego de redactar varias cartas de despedida, se rebanó la garganta y, así, concluyó su vida. La noticia de su suicidio corrió por toda Escandinavia, y los chismes sobre su histeria (diagnóstico de moda) no pararon. “Alguien se suicida”, escribe Strindberg en su prefacio, “¡Problemas de negocios!, dice el burgués. ¡Amor desgraciado!, dicen las mujeres. ¡Enfermedad!, dice el enfermo. ¡Esperanzas frustradas!, dice el fracasado. ¡Pero muy bien puede ocurrir que el motivo esté en todas partes, o en ninguna, y que el muerto haya ocultado el motivo fundamental de su acción destacando otro cualquiera que embellezca considerablemente su memoria!”. Luego procede a especular entre líneas sobre los motivos de su colega al enlistar los de la señorita Julia, entre los cuales incluye “la equivocada educación de su padre”.

Juan y Julia

Escena de la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Es curioso que el autor haya estado consciente de que Benedictsson recibió una educación tradicionalmente masculina en manos de su padre. Desde una edad temprana le enseñó a cabalgar, a pelear y a silbar. Strindberg tomó esta información y la encarnó en Julia. Pintó su educación masculina como una circunstancia monstruosa y frustrante en manos de su madre: una mujer a medias con un profundo desprecio por los hombres. Strindberg torció la vida de Benedictsson en el monstruo-Julia, dejando de lado factores importantes como su condición socioeconómica. Strindberg no podía concebir la existencia de una mujer con los mismos talentos y aspiraciones que él. La única explicación podría ser que Victoria/Julia era una especie de experimento social cuya raíz era la misandria.

Un maestro del estoicismo

En una carta a Verner von Heidenstam, Strindberg declara que “No hay ocupación tan grosera, tan carente de sensibilidad como la del escritor. […] Como un vampiro, debe chupar la sangre de sus amigos, de sus seres más cercanos y queridos, de sí mismo. Y si no lo hace, no es un escritor”. Este pensamiento extremo derivó de la frustración literaria. Cuando el dramaturgo publicó la primera obra de su trilogía naturalista, El padre, su admirado Émile Zola le señaló que sus personajes eran demasiado abstractos para un drama naturalista. Esto calentó la sangre de Strindberg y se decidió a explorar de lleno la disciplina científica de la observación minuciosa. Se empeñó en convertirse en un maestro del estoicismo. Siguió el célebre ejemplo de Epicteto, que aconsejaba a sus discípulos distanciarse de sus sentimientos a tal grado que la muerte de una infancia produjera en ellos el mismo efecto que el rompimiento de una taza.

“Quizá llegue una época en la que alcancemos un punto de desarrollo en que seamos ya tan ilustrados, que podamos contemplar con indiferencia el brutal, cínico y despiadado espectáculo que nos ofrece la vida; un tiempo en el que podamos prescindir de estas máquinas de pensar inferiores e imprecisas, llamadas sentimientos”, declara en su ya mencionado prefacio. Pero como ocurre en la mayoría de los casos, el cacareo queda opacado por la acción. Strindberg en realidad tenía un profundo deseo de ser visto y amado; su historia personal está plagada de rechazos y engaños que él mismo avivaba en busca de experiencias estrafalarias. Tenía fama de desequilibrado y él no se ocupaba en desmentirla sino todo lo contrario: le daba rienda suelta a tal grado que falsificó evidencia de su supuesta locura. Su obsesión por romantizarla provocó que incluso los psiquiatras que consultó evitaran su presencia.

La máscara estoica de August Strindberg era tan efectiva que su máximo rival, Ibsen, adquirió un retrato suyo y lo colgó en su estudio. “Es mi enemigo mortal; debe colgar allí y observar todo lo que escribo con sus ojos dementes”, declaró el noruego en su momento. Qué par de loquillos. Strindberg pudo haberle tomado el pelo a Ibsen pero no a lxs lectores de las últimas décadas. “El discurso crítico tiende a ser más misógino que los textos que examina”, afirma la crítica Adrienne Munich, lo que resulta verdadero en el prefacio a La señorita Julia, en contraste con la obra misma. Cuando Strindberg escribía fuera de la ficción era un narrador falible; se veía a sí mismo como un vampiro calculador pero era más misógino en la teoría que en la práctica. Por más cínica que fuera su invitación a leer La señorita Julia con un lente misógino, la obra nos muestra a un personaje femenino complejo que trasciende a su autor. Julia (o Ernst) lo fascinaba y aterraba, y a pesar de que en su prefacio se burla de lxs espectadores sensibles que podrían compadecerse de ellx, se deduce del subtexto que él mismo derramó un par de lágrimas secretas de machito al escribirla.

Juan y Julia nunca supieron cómo

Hace unas semanas fui a la Sala Héctor Mendoza de la Ciudad de México a ver Juan y Julia nunca supieron cómo, una nueva versión de La señorita Julia escrita por Juan Carlos Franco y dirigida por Daniel Giménez Cacho, con elenco de la Compañía Nacional de Teatro. La obra da inicio con Cristina (Nara Pech) frente a la mesa de la cocina. Parte una cebolla con pericia, invoca un llanto sutilmente furioso y resignado al cansancio de la criada. El espacio escénico está cercado por una suerte de banqueta; es lo que separa a la audiencia de la ficción y sirve, más adelante, como podio de juegos sádicos. En primer plano una estufa y elementos complementarios. Un ciclorama con luz cálida al fondo y ciertos elementos sonoros insinúan una fiesta desbordante tras bambalinas.

Juan y Julia

Escena de la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Entra Juan (Alan Uribe Villarruel) dando zancadas seguras de macho alfa. De la primera interacción entre la pareja de sirvientes podemos deducir tres cosas: que Juan bien podría ser una mezcla de Andrew Tate y Jordan Peterson, con la costumbre de mentir y de robar; que Cristina sabe perfectamente cómo tratar a un amante aspiracional y que son cómplices en su visión de la aristocracia a la que sirven, aunque desde ángulos distintos. Inician los juegos violentos. La aparición de un símbolo fálico muy claro: un fuete negro. Otro, más fálico todavía: las botas del conde. Y el más fálico de todos: la figura erguida de ojos de halcón de la señorita Julia (Cecilia Ramírez Romo). La mujer a medias. Ellona.

La química entre lxs actores devela no sólo su experiencia sino un trabajo arduo. Compromiso con sus respectivos personajes y con sus compañerxs de escena. Hay diálogo y acción abundantes. Todo el tiempo está ocurriendo algo, si no crucial cuando menos lógico y hermoso a la vista. Hay cuadros que parecen pinturas de Vermeer. La iluminación de Patricia Gutiérrez Arriaga se encarga de delinearlos y matizarlos: enfatiza, inteligente y precisa, los símbolos que ofrece el texto. Nadie se queda quietx o sin intención. El texto de Franco añade más de lo que recorta o edita al extenso diálogo de Strindberg. Tras las botas del conde escuché el monólogo radfem que escribió para Julia y luego de unos parlamentos me descubrí sonriéndole a la actriz y luego asintiendo macabramente feliz ante la idea de una sociedad habitada únicamente por mujeres. Me la vendió completamente. “Qué alegre y qué peligroso”, pensé en abstracto.

Violencia aterciopelada

La obra de Franco es, en algunos aspectos, una hipérbole de la de Strindberg. Se nutre del subtexto que éste pretende ocultar en su prefacio. Otorga a los personajes tiempo para explicarse, para ser vulnerables y para manipular en su beneficio. Con ello Franco abre más las heridas que han causado las opresiones interseccionales en los personajes, lo cual resulta incomodísimo de ver. Para la satisfacción emocional del público, éste no solo está invitado a identificarse como víctima sino también como victimario.

Juan y Julia nunca supieron cómo no es amable pero sí justa en su exposición de un problema complejo y real: nuestra maraña de opresiones. “La felicidad reside únicamente en la comparación”, dice Strindberg. Por ello es tan divertido observar a Juan y a Julia debatir, jugar y burlarse el uno del otro. Se anhelan tanto como se desprecian; presenciar esto nos acerca a la aceptación de nuestras contradicciones. Del texto podría decirse que es problemático. La creciente controversia en los enfrentamientos nos conduce a un clímax tan duro que, en mi opinión, la obra debería tener un trigger warning. Algunas reacciones del público me demostraron que este texto abre heridas no sólo en los personajes.

La dirección de Giménez Cacho se alinea con Strindberg en su obsesión por el detalle, tanto a nivel estético como en el camino simbólico que sugiere el trazo. Nos ofrece momentos emocionalmente engañosos pero al mismo tiempo claros; contrapuntea. Juan carga a Julia en brazos y, con voz suave y franca, enlista todo lo terriblemente sabroso que quiere hacerle a su cuerpo. Ella sonríe y tiene miedo y tiene ganas y expectativas. Violencia aterciopelada. La historia de amor que será por siempre un imposible.

Apuntes finales: se extiende innecesariamente el trance ritual de Cristina en la segunda parte. Su poderosísimo monólogo corre el riesgo de ser disminuido por una exageración de lo místico y lo simbólico. La responsabilidad es del texto. Ambas facetas de Cristina son interpretadas por Nara Pech con energía feroz. La segunda vez que acudí a ver la obra pude ver el escenario de frente y a más distancia; me sorprendió su imagen transformada en una deidad fúrica: la boca y el cuerpo de la moral y la aceptación de la realidad.

“La felicidad no es de estas especies [las mujeres a medias], sino de las fuertes y sanas”, dice Strindberg. ¿Quiénes son ellas? Las Cristinas que contrastan con las Julias. Somos testigos de nuevas interacciones entre ellas, muy necesarias para leer el conflicto desde más perspectivas. Compararlas, de nuevo, duele. “Para mí, la alegría de vivir reside en las duras y crueles batallas de la vida, y mi placer, en saber algo, en aprender algo”, admite Strindberg. Cristina y Julia crean un breve vínculo por medio de sus traumas, lo cual se suma a la lista de controversias. Sin embargo, se enciende cierta esperanza que La señorita Julia definitivamente no contenía. Dicho esto: la muerte de Julia con el estallido de luz que cierra la obra es precioso. La extinción de la mujer a medias. El fin de todo lo que enmarca las ideas de los viejos rancios sobre las transmasculinidades.

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