03/12/2024
Artes visuales
Estela de un mar en llamas
Una exposición en Lisboa pone en diálogo traducciones y ediciones mexicanas de Fernando Pessoa con esculturas de Édgar Orlaineta
En el aniversario 160 de las relaciones diplomáticas entre México y Portugal, la embajada mexicana en Lisboa ha organizado diversas actividades conmemorativas. El 21 de octubre se inauguró, en la Biblioteca Palácio Galveias, Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México. Se trata de un diálogo entre piezas de Édgar Orlaineta y ediciones mexicanas del poeta lusitano. Compartimos aquí un pasaje del prólogo al catálogo de la muestra, del curador Rafael Toriz, así como fotografías de Elena De Victoria.
En tiempos donde la elegancia verdadera y el ejercicio de estilo consisten en pasar desapercibido –soñar con desaparecer completamente es un privilegio del que no gozan ni los millonarios ni la muerte–, la figura de Fernando Pessoa brilla siempre con luz nueva, puesto que su obra y su biografía nos permiten comprender a cabalidad la complejidad de su ministerio: el único laurel a la altura de los poetas verdaderos es devenir Don Nadie (“el más grande de nosotros no es más que aquel que conoce de cerca lo hueco y lo incierto de todo”). El escritor lusitano fue esa multitud de escritores portentosos cuya única verdad tangible era aquella que lo negaba, es decir, lo liberaba de sí mismo (“puedo imaginarlo todo, porque no soy nada”, Libro del desasosiego).
Pessoa articula desde la literatura la manumisión de la muchedumbre que nos habita para experimentar la libertad, que es también una experiencia radical de la soledad. Vivir todos nuestros desarrollos posibles, así sea a través de la imaginación o de las palabras, es un camino para disolvernos en la multiplicidad que nos habita, sobrepasando los límites que pudo ver con extraordinaria lucidez Elias Canetti: “necesito personajes. Sólo puedo subsistir repartido en personajes. Soy demasiado fuerte para permitirme vivir indiviso. Temo la destrucción que podría brotar de mí” (Apuntes I).
De acuerdo con Theodor Adorno “la función de la heteronimia ordenada por la autonomía es la figura más reciente de la conciencia desgraciada, por ello no hay felicidad más grande que cuando uno no es uno mismo” (Minima moralia). En ese sentido negativo y positivo de la experiencia al mismo tiempo es posible calibrar la obra de un personaje mal conocido en vida, domiciliado en una de las más provincianas capitales europeas, en quien la tentación del fracaso pareciera ser una estrategia calculada y que no obstante supo expresar con aplomo y coraje: “tener opiniones es estar vendido a uno mismo. No tener opiniones es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta” (Poemas completos de Alberto Caeiro).
Fernando Pessoa fue ese hombre que supo disiparse para vivir en el aire y en el viento a la manera de la niebla, y por esa falta de raigambre la suya es una obra abierta que se construye de continuo a través de las diversas traducciones y ediciones en toda lengua conocida.
Fernando Pessoa fue ese hombre que supo disiparse para vivir en el aire y en el viento a la manera de la niebla, y por esa falta de raigambre –por llevar el diletantismo empedernido a una expresión altísima a través de la fecundación continua del lenguaje– la suya es una obra abierta que se construye de continuo a través de las diversas traducciones y ediciones en toda lengua conocida: llegar al continente Pessoa es ir descubriendo poco a poco las ruinas de una sensibilidad olvidada –el paganismo o, mejor dicho, el neopaganismo– que en su desastre abigarrado revela las claves para comprender el advenimiento de una civilización venidera: este presente donde somos ya un tránsito permanente de flujos, ecos, representaciones y figuraciones proyectados en la parte del cuerpo que sucede en la distancia: la encendida potestad de la mirada.
Traducir y editar a Pessoa
Al enfrentarse a la traducción y la edición de Pessoa emergen de súbito varios escollos, de los cuales la traducción resulta, en apariencia, el más sencillo de resolver. A diferencia de la pedantería de Joyce –que se ufanaba de haber legado una obra para que los críticos se entretuvieran por siglos– y las abstrusidades cansinas de Pound –que demanda extraños sortilegios y hermenéuticas extremas para sus atormentados traductores–, resulta evidente que las traducciones de Pessoa, como las de cualquier buen poeta, tienen fecha de caducidad o, más bien, mutan con la sensibilidad de la época. Por eso es necesario revisarlas de tanto en tanto para remozarlas, aquilatarlas o incluso desecharlas: no hay un Pessoa, no existe ni puede haberlo, incluso para aquellos que pretenden llegar la raíz genética de la obra o fijarlo en los límites históricos en algún instante preciso de la lengua: para visitar su galaxia, con sus sistemas solares, materia oscura, planetas y supernovas, es preciso cambiar de instrumentos, aceitando los conocidos y proponiendo nuevas soluciones, sobre todo porque traducir, en un caso como éste, se parece mucho al acto de escombrar.
Pessoa demanda de continuo un ir poniendo en limpio, calibrando materiales y ensayando nuevas tentativas, tanto conceptuales como idiomáticas. En ese sentido su proyecto literario entronca con el de otro políglota radical, que vuelve la cuestión de la traducción tanto una pregunta filosófica como un principio crítico y creativo: me refiero al checo transterrado en Brasil Vilém Flusser, quien procuraba “penetrar las estructuras de varias lenguas hasta un núcleo muy general y despersonalizado para poder, desde un núcleo pobre, articular mi libertad” (Língua e Realidade).
A tono con los tiempos que corren, Fernando Pessoa puede ser leído, por derecho propio, como un artista conceptual, que dejó al cuidado del criterio ajeno –llámese editor pero, lejos de cualquier facilismo coyuntural, también curador– el destino de sus materiales inconclusos. Y es que su trabajo, ya sea leído como una gran novela inacabada, una despersonalización dramática en ficciones que escriben ficciones (conscientes de sus alcances filosóficos) o un diálogo entre espectros convocados por la ouija de un orate lucidísimo, siempre estará un pasó más allá de limitaciones humanas y genéricas: Pessoa escribió una obra destinada a ejercerse en su virtualidad, a ser construida forzosamente en colectivo, con visiones cruzadas, contradictorias, paradójicas pero siempre complementarias: se trata de una canto encendido que se derrama alucinado sobre el misterio insondable de nuestra consciencia planetaria: gracias al desconocido permanente que fue para sí mismo, precio que debió pagar como hombre de su época, nosotros podemos tener una idea respecto a quiénes somos.
Fernando Pessoa puede ser leído, por derecho propio, como un artista conceptual, que dejó al cuidado del criterio ajeno —llámese editor pero, lejos de cualquier facilismo coyuntural, también curador— el destino de sus materiales inconclusos.
Por lo demás, y puestos a especular, ¿qué pensaría Pessoa de la catarata de versiones que ha suscitado su obra en un lugar como México? No podemos saberlo, pero debemos tener presente sus ideas al respecto de las traducciones entre lenguas tan cercanas como el español y el portugués; pienso en concreto en un ensayo firmado por Fernando Pessoa ortónimo titulado “El arte de traducir poesía”, que conviene citar en extenso:
No sé si alguien alguna vez ha escrito una Historia de la(s) traducción(es). Debería ser un largo, pero interesantísimo libro. Como una Historia de plagios, otra posible obra maestra que espera a un autor real, rebosaría de lecciones literarias. Hay una razón por la cual una cosa lleva a la otra: una traducción es sólo un plagio en nombre del autor. Una Historia de parodias completaría la serie, ya que una traducción es una parodia seria en otro idioma […] El único interés en las traducciones es cuando son difíciles, es decir, ya sea de un idioma a otro muy diferente o de un poema muy complicado a un idioma estrechamente relacionado. No es divertido traducir entre, digamos, el español y el portugués. Cualquier persona que pueda leer un idioma puede leer automáticamente el otro, por lo que parece que tampoco tiene sentido traducir. Pero traducir Shakespeare uno de los idiomas latinos sería una tarea emocionante. [Galaxia de un hombre solo]
Fernando Pessoa a la luz de Édgar Orlaineta
La singularidad de la muestra que ahora presentamos, como parte de las celebraciones por el 160 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y Portugal, consiste en que se plantea como un diálogo posible y abierto con la obra del artista mexicano Édgar Orlaineta (Ciudad de México, 1972), lector atento del poeta que es además uno de los artistas conceptuales más interesantes y sólidos del presente.
Esta muestra de Orlaineta, uno de los contados artistas contemporáneos con un lenguaje íntimo reconocible y por ello universal –lo que recuerda los albores de la especie en el momento de la aurora, vestigios de civilizaciones paralelas que semejan arquetipos orientales, Venus rotundas, escrituras del ritmo y la cadencia: aquellas primeras trazas volumétricas de cuando las palabras se cargaban con los brazos–, es singular por varios flancos, luego de décadas ensayando las formas modernistas, reconocibles y biomorfas que le han provisto las huellas digitales por las que transitamos los páramos de su obra, desplegada menos como un cuerpo y más como galaxia: las esculturas de Orlaineta no tienen otra funcionalidad que poner en jaque la idea misma de función, liberando a los objetos de la tiranía del sentido para ofrecerlas, infinitas, en su suavidad como potencia. De ahí que sus piezas recuerden la gramática de la heteronimia, al proponer un tema con variaciones a partir de la experimentación manual con la materia.
Las piezas que aquí acontecen revelan un conocimiento, pero sobre todo un contacto íntimo, con los oficios manuales, donde prima sobre la forma y el fondo la materia sensible que transforma la intuición en una lengua: los límites de su mundo, entre la levedad y la gracia, son los elementos de una sintaxis que se resuelve en el reconocimiento con los otros: materialista y consciencia actuante, Orlaineta nos recuerda con sus diversos arquetipos que la especie piensa porque tiene manos.
Los límites de su mundo, entre la levedad y la gracia, son los elementos de una sintaxis que se resuelve en el reconocimiento con los otros: materialista y consciencia actuante, Édgar Orlaineta nos recuerda con sus diversos arquetipos que la especie piensa porque tiene manos.
La muestra presenta también una especie de portales, los tokonomas, elementos de decoración típicos de la cultura japonesa que aparecen como discretos espacios empotrados sobre el muro en los que puede exhibirse un pergamino, una flor o una pintura. En el caso de esta muestra son más bien haikus en tercera dimensión. Estos elementos apuntalan la idea de que toda sugerencia de paisaje es menos su propia apariencia y más la posibilidad de implantar claraboyas artificiales con vistas a discretas a paisajes fuera del tiempo y del lugar: heterotopías heteronímicas.
Nutrida y variada como es la muestra, acaso sea en el resplandor de la madera donde mejor se exprese la condición dúctil y flexible de su maniobra (tallada, quebrada o retorcida, nada como la madera ante la servidumbre de la mano). Consciente de la fuerza primitiva con la que se hicieron las primeras efigies, morteros, superficies y pistilos, más que un profeta de una civilización venidera o un gramático remoto en soliloquio con su oficio, sus composiciones sintonizan con el oriente y el silencio a la manera de Tanizaki en su Elogio de la sombra, pero también con extraños retablos paganos contemporáneos: con las cajas como elegías de Joseph Cornell y los collages en madera de Luis Wells, señalando que no hay nada descartable ni un afuera para una obra que es movimiento, interioridad y sugerencia.
Pero la relación de Orlaineta con Pessoa también es profundamente literaria, como podemos colegir del texto que se incluye en este libro: “tal vez Caeiro (Fernando Pessoa) encontró en esta visión la necesidad de aceptar el mundo tal cual es, sin la necesidad de interpretarlo, solo vivirlo y tomar lo que está dado. Es posible que la emoción de todo escritor, de todo artista, radique en eso: en la contemplación del espectáculo de la realidad, en ejercer los sentidos al máximo, en existir, en sentir”. Y remata más adelante, en una sugerente lectura que empata a Pessoa con la sensibilidad objetivista y despojada de un americano extraordinario y singular: “cuando pienso en la poesía de Caeiro y en la de otros como William Carlos Williams me doy cuenta de que no se trata solo de contemplar la realidad como un ‘fenómeno’, sino también de nombrarla como un ‘logos’. Tal vez el acto poético no sea sólo la conciencia de la realidad, sino esa insistencia en compartirla, en nombrarla, en asir lo inasible, pero dado”.
A la manera de las manos que hablan sin precisar de la boca, las creaturas de Orlaineta y su lenguaje aparecen como la sombra delicada de un sonido.
Estela de un mar en llamas
Para circunscribir con una imagen certera esta ofrenda, que es también un testimonio del entendimiento más profundo que pueden tener dos países a partir de algo tan evanescente y tan profundo como la poesía que se expresa en el poema –eso que Luis Cardoza y Aragón supo definir como la única prueba concreta de nuestra existencia en la tierra–, pensé en la estela encendida que deja un barco fantasma, multiplicando el eco y las hazañas de su trayecto en aquellos espíritus sensibles lo mismo al canto que al silencio de las sirenas, capaces de leer en la marea el fuego que incendia una misma angustia gestada en el mismo océano: nuestra relación con el lenguaje, que da forma al entramado del mundo, salvo al instante infinito de la percepción.
Por ello marineros de un mismo naufragio, en medio de esta estela que se diluye en el oleaje y guiados por la luz de unos astros indiferentes a los que hemos hecho nuestros para proveernos un sentido, con esta estela de un mar en llamas acortamos la distancia de un Atlántico aparente, a partir de un diálogo fecundo y permanente que nos ilumina en la zozobra.