20/12/2024
Literatura
La edición hecha en casa
En esta conversación con Eric Schierloh sobre el sello Barba de Abejas se esboza una política de la edición artesanal e independiente
Fundada hace catorce años por el traductor argentino Eric Schierloh, Barba de Abejas es un sello “artesanal y hogareño” que inició publicando textos literarios (Henry David Thoreau, William Carlos Williams, Matsuo Bashō, Theodore Enslin, Gertrude Stein) y que con el paso del tiempo se fue expandiendo a la publicación de ensayos sobre cultura editorial (Valeria Mata, Jan Tschichold, Mario Muchnik, Jane Grabhorn, Marie Carré Phelps, Ulises Carrión, Felipe Ehrenberg) y escritos sobre arte (Werner Herzog, Sol LeWitt, Nam June Paik, John Baldessari). Hoy cuenta con más de 120 títulos, en tiradas de cincuenta ejemplares hechos a mano en su taller de City Bell, una pequeña ciudad de La Plata.
Además de editar y traducir, Schierloh fabrica algunas de sus herramientas de publicación, es profesor de secundaria y ha escrito los libros M y La mera tierra (por los que obtuvo el Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes de Argentina en 2018 y 2014, respectivamente), al igual que un destacado Manual de edición artesanal, entre otros. En esta conversación nos comparte su mirada sobre la potencia de la autogestión y el trabajo con las manos, así como los gestos micropolíticos y las estrategias culturales, que formulan en conjunto un desplazamiento, cada vez más crítico y radical, del sistema industrial de publicación. La primera parte, a cargo de Iván García, se realizó en 2016 y se mantenía inédita, mientras que la segunda, ya en colaboración con Vania Rocha, se hizo en 2024.
¿Qué tiene que ver la apicultura con Barba de Abejas?
Mi madre fue apicultora durante algunos años, así que de algún modo ese universo completamente extraño me es familiar. Hay en común la lentitud orgánica del proyecto, el trabajo multidisciplinario solitario y hasta la ecología, ya que tras un tiraje inicial muy pequeño se continúa imprimiendo por demanda.
Tu proyecto es marcadamente personal. No sólo editas, traduces y prologas, también imprimes, diseñas, ilustras, encuadernas y distribuyes. Tu trabajo habla de ti, pero me gustaría que contaras un poco más.
Desde hace quince años escribo y publico en pequeñas editoriales independientes. Me gusta el ciclismo rural y todo lo relacionado con la carpintería (esto incluso me ha servido a la hora de fabricar algunas máquinas para ayudar en la encuadernación artesanal, como es el caso de una perforadora de papel de seis agujas; es una versión beta a la que ya le estoy pensando una mejora, un modelo más evolucionado, a palanca), la pesca y de tanto en tanto tocar algo de música. Para Barba de Abejas comencé también a dibujar y hacer grabado. Dedico, sobre todo, mucho tiempo a estar en casa con mi familia, a cocinar y a partir la leña para el invierno. Mantengo algunas pocas horas de clase en una escuela secundaria, aunque me temo que pronto dejaré eso también para dedicarme de lleno a la publicación manufacturada.
Los lugares son importantes en tu trabajo y en tu vida, desde los bosques de Maine y Walden hasta Bavio y Villaguay. Vives y editas en City Bell, un lugar casi desconocido. ¿Qué podrías contar de esa ciudad?
City Bell es una ciudad pequeña en el partido de La Plata, a unos 20 kilómetros de la ciudad del mismo nombre y que es capital de la provincia de Buenos Aires. Vinimos a vivir acá con mis padres y hermanos hace veinticinco años, por lo que llevo la mayor parte de mi vida en este lugar, donde además formé mi propia familia; todos vivimos, estudiamos y trabajamos acá, y en un cuarto muy pequeño de la casa familiar es donde está el taller de la editorial. City Bell ha cambiado bastante en los últimos diez años, aunque sigue siendo tranquilo la mayor parte del tiempo, sobre todo en las afueras.
“Cuando estoy en el campo cercano, en Oliden o Bavio o Gómez, pueblitos que quedan a un par de horas en bicicleta de mi casa y que implican campo abierto y caminos de tierra solitarios, me encuentro con cosas que luego intento retomar en la escritura.”
Con respecto a los lugares, al paisaje digamos, sí: no conozco aún Maine ni Concord, y a Villaguay (el pueblo de mis padres, en la provincia de Entre Ríos, donde pasé muchas largas vacaciones) hace mucho que no voy. Pero cuando estoy en el campo cercano, en Oliden o Bavio o Gómez, pueblitos que quedan a un par de horas en bicicleta de mi casa y que implican campo abierto y caminos de tierra solitarios, me encuentro con cosas que luego intento retomar en la escritura. Si la ciudad se me aparece a veces como una página escrita y hasta sobrescrita, como una especie de palimpsesto, el paisaje abierto y solitario se abre como una hoja en blanco dispuesta a una escritura vital, y eso es estimulante para mí: siento que puedo leer cosas en el paisaje y disfrutar al mismo tiempo de su despojo notorio. Ahí se me ocurren muchas ideas y textos, incluso cuando voy en bicicleta a 20 kilómetros por hora, muerto de sed bajo el sol por un camino rural orlado de altos pastos, alambrados y pájaros de toda clase, escribo. Remar es otro tipo de viaje interesante, y su lentitud me permite leer todavía con más detalle todo lo que me rodea. Aprendo mucho de escritura y edición en el paisaje.
¿Ha funcionado bien el plan de tirar sólo cincuenta ejemplares de cada libro y reimprimir por demanda?
Funciona muy bien, sí. Cierta cantidad se vende en la venta anticipada que hago en redes y el resto lo compran libreros de pequeñas librerías independientes (en firme, pues no hago consignación: eso atenta contra la naturaleza de la producción manufacturada), libreros capaces de imaginarles a los libros que yo hago un lector más concreto que el que yo mismo a veces les imagino. Después van llegando otros pedidos y hay que ir a ferias y entonces los libros se van reimprimiendo de a unos pocos, con impresión hogareña y encuadernación hecha a mano, numerados y únicos, ya sea en rústica, cartoné o encuadernación entelada. No tienen ISBN, porque esa es una herramienta ligada a la distribución del libro industrial que, además, implica registro de propiedad intelectual. No me interesa.
Me decías que no sólo vas de pesca, sino que también estás escribiendo un libro sobre ese tema.
La verdad es que la mía es una pesca muy budista, digamos, más una excusa para salir al campo en soledad, al paisaje, y disfrutar de todo el ritual que conlleva la salida de pesca, especialmente las largas horas de nada hacer, meditar y observar mucho, y en ocasiones también tomar notas in situ o dibujar. Cuando ocurre que pesco, la mayoría de las veces lo que hago es devolución y ahí se termina toda la cosa; pesco mucho con señuelo, incluso, como para no matar un pez para ver si mato otro. Hay algo de una consciencia ecológica en eso que está en sintonía con la impresión artesanal por demanda. Mantengo la práctica de la pesca porque la disfruto, pero también porque me liga a la infancia, al tiempo pasado con mi padre, hermanos y algún amigo; eventualmente me proporciona alimento, sobre todo cuando pesco en kayak en el mar abierto, pero trato de que sea lo menos predatorio posible: dos pescadillas o corvinitas están más que bien para un plato hecho en casa.
¿Qué opinas del libro cartonero? Te lo pregunto, de alguna forma, con relación a las reflexiones que arrojó Edgardo Russo hace unos años en Radar, en las que considera al cartonero “una enfermedad”, “un libro mal pegoteado con engrudo” y que descuida una historia del oficio editorial en Argentina, con nombres como José Bianco o Boris Spivacow.
La llamada edición cartonera nació en Argentina en una época de crisis económica, política y social muy fuerte, y fue un fenómeno global notable de una cierta forma de publicar. Veinte años después las condiciones han cambiado mucho: se pueden conseguir mejores impresoras y materiales, y también acceder a talleres de producción editorial mucho más fácil. Yo con Barba de Abejas busqué un punto intermedio, digamos, entre el libro cartonero (donde a veces percibo la ausencia del oficio de encuadernar y hasta la depreciación de algunos materiales) y el libro-objeto o de artista. Yo quería lograr unas publicaciones cuidadas con una calidad superior a los estándares industriales, obra que soporta otra obra, sí, pero que además resultaran accesibles para los lectores y que pudieran seguir manufacturándose para poder mantener vivo el catálogo.
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Han pasado casi diez años desde que tuvimos aquella conversación. ¿Qué ha permanecido y qué ha cambiado en tu proyecto? ¿Cuáles han sido las lecciones o reveses más cruciales que distingues?
Permanece lo más importante para mí, que es el gesto editorial inicial: las ideas que ponen en movimiento y las formas que hacen posible la publicación artesanal. El espacio de taller, también, que ha ido creciendo para incorporar la producción de diversos formatos y tecnologías de impresión “obsoletas”: tipografía móvil, hot stamping, impresión matricial, impresión térmica. El año que viene será, con suerte, el año en que agregue la mimeografía una vez restaurado el Gestetner 360 que conseguí. Cambió el catálogo, que dejó de ser exclusivamente de “literatura” y se abocó al ensayo sobre publicación (edición, impresión, diseño, tipografía, etc.) y arte.
“Hoy Barba de Abejas es una editorial tipo caja de herramientas. Entre las lecciones aprendidas sigue vigente lo de mantener la escala humana del trabajo, tratando de disfrutar de todas las etapas, porque el trabajo orgánico construye algo muy especial en un contexto de trabajo alienante.”
Hoy Barba de Abejas es, en todo caso, una editorial tipo caja de herramientas. Entre las lecciones aprendidas sigue vigente lo de mantener la escala humana del trabajo, tratando de disfrutar de todas las etapas, porque el trabajo orgánico construye algo muy especial en un contexto de trabajo alienante, empleo especializado y profesionalización. Con el tiempo me di cuenta también de que hay discusiones que a pesar de costarnos tiempo y esfuerzo son cada vez más necesarias, sobre autonomía, permisos, protocolos, competencias, acceso a los bienes culturales, etc.
En varias ocasiones mencionas a Ulises Carrión y su El arte nuevo de hacer libros, al que consideras “el aleph de la edición”. ¿En qué consistiría la impronta que ha dejado en tu trabajo?
El texto de Ulises, que publiqué en 2018, inauguró en la editorial la bifurcación del catálogo que mencioné antes. Junto con el fanzine Caminar de bisonte, descansar de montaña, de Werner Herzog, se trata de los primeros pequeños formatos que aparecieron en el catálogo. Ulises es central por varias razones, aunque siempre destaco éstas: la diferencia que establece entre autores de textos y autores de libros (y que para mí fue liminal: hizo que en ese mismo año 2010 en que entré en contacto con su texto planificara montar mi propia editorial), la autogestión y democratización que hay en este tipo de producciones editoriales artísticas y también la idea de estrategia cultural asociada a la producción y distribución de la obra. Hay mucho por hacer: tanto Ulises Carrión como Felipe Ehrenberg son todavía poco conocidos en Argentina, y más aún por fuera del ámbito del libro de artista. Me interesa diseminarlos, y por eso los publico y abordo siempre en mis talleres.
A través de varios títulos, como ¿ISBN? No, gracias y otras notas antes de empezar una editorial, Encuadernar en casa, Print or Die!, Cómo robar libros y Cómo prepararse para el colapso del sistema industrial de publicación, por ejemplo, se percibe un camino radical y provocador con miras a una “desobediencia civil” –por decirlo en términos de Thoreau, autor íntimo de Barba de Abejas– en las formas de hacer libros. Has hablado también de una guerrilla glitch contra la vigilancia, el asedio, los mecanismos y modos de producción de la industria editorial. ¿Qué otros despliegues tiene todo esto más allá del campo cultural? ¿Se corresponde de algún modo con un posicionamiento ético-político en la vida del editor en un sentido amplio?
Me gusta la idea de que los textos coyunturales que escribo y traduzco sobre publicación dialoguen con Thoreau. Creo que la idea de desobediencia civil está muy presente en la edición como práctica artística, artesanal, autogestiva. Creo, de hecho, que es a raíz de eso que se dan ahí ciertos debates que son importantes para nuestra cultura de la publicación, cada vez más profesionalizada, espectacularizada y exclusiva. Es evidente que si uno autogestiona en lo editorial eso luego pasa a otros ámbitos de nuestra vida, o al revés. Es decir, la edición como práctica autogestiva en un taller de producción donde las publicaciones se hacen, literalmente, nos permite diseñar y construir una micropolítica. Me interesa que el trabajo editorial tenga esta dimensión, y me interesa que también la tenga la escritura.
En Barba de Abejas resuenan dos frases que parecerían contradictorias: “I would prefer not to” y “Do it yourself”. ¿Qué potencia habilitan en conjunto?
Más allá de la pura cita melvilliana, creo que en la falta de objeto de esa frase es donde se pueden disputar los sentidos. ¿Podemos elegir lo que no querríamos o estamos fatalmente condenados a aspirar a ciertos recorridos conocidos? Hay una respuesta posible en el decrecimiento, en la posibilidad de ir armando un proyecto pequeño que nos permita autogestionar nuestro sustento (“los modestos beneficios” de los que habla André Schiffrin), editando y publicando y distribuyendo, y ahí mantenernos, conservando ese gesto y esa dinámica, surfeando lo que venga pero con el horizonte más o menos claro. Hay otra arista política que es la de los espacios informales de formación, los talleres que sirven para abrir el juego horizontalmente, ayudando a que otros también hagan publicaciones y se integren más activamente a la comunidad. En cuanto al DIY, ¿qué decir? Para muchos es la única forma de hacerse oír y salir al ruedo, y supongo que para todos, al fin y al cabo, se trata de una fuerza, una potencia política y también una estrategia económica de supervivencia en el marco que nos toca encontrarle sentido a nuestras prácticas.