16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

10/01/2025

Pensamiento

Hacia un arte impersonal

En un tiempo donde las artes se orientan a la autoexpresión, conviene recordar a los creadores que se conciben como vehículos de lo múltiple

Juan Francisco Herrerías | jueves, 9 de enero de 2025

Paul Cézanne, ‘Naturaleza muerta con manzanas’ (1895-98)

Maurice Blanchot se preguntaba si Paul Cézanne sacrificó su vida a la pintura, si ni siquiera fue capaz de enterrar a su madre por no desperdiciar un par de horas de luz para pintar, tan solo por expresarse a sí mismo. ¿No sería bastante contradictoria esa obstinación que devasta a la persona de la que debía ser una expresión? En realidad, lo que obsesionaba a Cézanne, advierte Blanchot, era investigar el secreto que había en la pintura, lo importante en la ecuación no era él sino el cuadro. Cézanne funcionaba apenas como un motor, un disparador de la dinámica de los materiales; en su caso, parece que los cuadros se han pintado a sí mismos. Ocurre lo contrario de una expresión personal: es un hundimiento en otra cosa, la disolución del yo en una actividad, lo que Blanchot llamaba la “exigencia de la obra” y que requiere algún tipo de pérdida, una ofrenda, de quien la obedece.

Hay una diferencia entre un proceso en que se está forzando a los materiales a decir algo y otro en que son ellos los que parecen decidir por dónde ir, en que apenas hace falta sostenerlos con el suave tacto que precisa una ouija. Es esta afinación lo que T.S. Eliot consideraba el desarrollo de un artista, “un sacrificio de sí mismo, una continua extinción de la personalidad”. Se empieza a pensar en términos de historia del arte, de lo que puede llegar a hacerse con lo heredado, con los materiales y las técnicas de las que se dispone. La obra se vuelve una respuesta a otras obras, al potencial del medio y el objeto, y no la transmisión de nuestra biografía. Ya Jung explicaba que las dificultades en la vida de los artistas provienen de que sean a la vez tanto seres humanos con una historia propia como un proceso creativo impersonal.

En el pasaje de Blanchot se puede percibir el desdén por cierta idea popular del arte o del trabajo del artista, como si para él la expresión personal fuera un asunto amateur, rudimentario (para Jung, neurótico). Se podría responder que el arte del yo también es una exploración transformadora y que lleva a lugares desconocidos; justamente Proust, salvo porque en él sucede algo más complicado. Si bien tiene momentos de vanidad o egocentrismo, en la gran mayoría de su obra la atención está vertida en los otros, son ellos los que aparecen en fiestas, los que tienen dramas, son ellos los que hablan. Incluso sus propias emociones, al pasar por su análisis, se convierten en objetos autónomos, su ser en una mera colección de agregados a la manera budista. A lo largo de su búsqueda el yo desaparece y lo que queda es la escritura.

Desde luego estamos citando a varones blancos del Norte global. Así como en el ámbito de la filosofía las epistemologías del Sur han cargado contra el pensamiento septentrional que se considera a sí mismo el portador de lo universal, del pensamiento como tal, quizá la tendencia actual a las escrituras del yo ha sido una respuesta a la pretensión del artista blanco, a su atrevimiento de representar y hablar por cualquiera. Estamos lejos ahora del ideal novelesco del siglo XIX en que la tarea de un escritor era hacer un panorama completo de su sociedad. Raro sería un autor contemporáneo que tuviera esa ambición, pero esto se debe quizá menos al rechazo del realismo y del ideal de la representación ‒que sigue siendo pujante‒, menos a la constatación de una realidad fragmentaria e inapresable, y mucho más a la discusión sobre quién tiene el derecho de hablar sobre quiénes y sobre qué temas.

De cualquier modo, la escritura impersonal no es una prerrogativa sino algo que se logra o no, que se alcanza o se pierde, una habilidad que puede desarrollarse o atrofiarse. Si una ficción en apariencia autobiográfica puede ser en realidad sobre otras personas, ser empática y desinteresada, en donde el yo es solo un puesto de observación, un hilo narrativo, también una obra con diversos personajes y voces puede ser tan solo la expresión de las opiniones y prejuicios del autor, la tentación del juez y creador.

En la literatura de lo múltiple no deja de haber, sin embargo, al menos en sus mejores casos, una promesa de comunidad abierta. Simone Weil y Rachel Bespaloff coincidían en señalar que una de las características más extraordinarias de La Ilíada (como luego de Los Persas) es el hecho de que no exprese solamente compasión por los suyos sino también por los extranjeros, que sea capaz de sentir y transmitir el dolor ante la destrucción de los otros, que su mirada se pose por igual en todas las personas involucradas en la catástrofe.

Si Eliot entiende la extinción de la personalidad como una sintonía con la historia del arte y Blanchot como una sumisión ante la exigencia objetiva de la obra, John Keats la define en términos casi actorales, como una curiosidad irrefrenable por los demás al punto de despreciar la propia persona. Lo que llamaba capacidad negativa le parecía el rasgo fundamental en un escritor, convertirse en un ser vacío, sin identidad, un espejo limpio que pudiera reflejar cualquier cosa, un camaleón. La empatía total, es decir, la suspensión de la moral, la renuncia a juzgar. La escritura auténticamente múltiple funciona en oposición a la novela de tesis, a la ficción con mensaje, no trata de imponerle ninguna moraleja al lector, su único mensaje es la conmoción ante el mundo.

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