16 de agosto de 2017

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30/01/2025

Música

La fábrica de contenido gratuito

¿De qué es síntoma la sobreproducción de música para su consumo en plataformas de streaming? Atahualpa Espinosa ensaya respuestas

Atahualpa Espinosa | miércoles, 29 de enero de 2025

Fotografía de Erwi en Unsplash

A finales del año pasado varios medios retomaron los resultados de un (supuesto) estudio, según el cual en un día promedio de 2024 se publicó más música que durante todo el año 1989. El dato fue casi automáticamente interpretado con optimismo, como señal del saludable estado del “ecosistema” (o cualquier otro eufemismo para aludir a un entorno de producción). La fábrica de música entrega cuentas que hacen salivar a sus dueños. ¿Cómo puede ser esto, si los obreros reciben la remuneración proporcionalmente más baja en la historia de la música?

De inicio es necesario tomar con cautela ese cálculo, considerando que la fuente fue Will Page, quien alguna vez tuvo el puesto de economista en jefe de Spotify. Más si resulta útil para sustentar el discurso de las discográficas trasnacionales y las mayores plataformas de streaming, quienes repiten, cada vez que tienen ocasión, que nunca ha sido tan barato hacer música y que las oportunidades de “monetizarla” son más accesibles que nunca: la competencia por la atención puede redundar en ganancias impredecibles, invirtiendo muy poco. Esto, por supuesto, sirve de coartada implícita para justificar que las plataformas paguen cada vez menos por la música con la que se enriquecen sus ejecutivos y sus accionistas. Incluso que no paguen en absoluto, como hace Spotify con más del 80% de la música que pone el sitio a disposición de sus usuaries.

Sea o no exacta esa proporción monumental, es indiscutible que los lanzamientos discográficos se suceden a un ritmo vertiginoso. Que esto sea un hecho positivo depende de lo que espera cada persona, como escucha o como integrante de la cadena industrial de este ramo (y de si se piensa la música, en primer término, como una industria y sus aspectos estéticos se consideran algo incidental). Las razones tal vez no sean tan distintas de las que dan los multimillonarios del sector digital (aunque menos magnificadas): la popularización de herramientas más accesibles para hacer música y la multiplicación de canales, en entornos digitales, para publicarla a bajo costo. Se espera, además, que esta frecuencia se acelere, a medida que se desarrollen programas y aplicaciones que faciliten, aun más, los procesos para la creación de piezas.

Durante unas semanas tensas se especuló que la amenaza de desaparición que pendía sobre TikTok en el territorio estadounidense afectaría de forma irreparable la economía de este entorno, especialmente los ingresos de artistas emergentes. Se decía que la facilidad con que se podían difundir las canciones en esa aplicación, que cuenta con alrededor de 170 millones de personas usuarias en ese país, había hecho de ella una plataforma insustituible para que aquéllas llegaran a su público, eliminando la mediación de representantes y empresas, con la posibilidad siempre latente de viralizarse y entregar a sus autorxs a los brazos de las multinacionales y sus contratos millonarios. Este cuento de hadas de la movilidad social se disuelve al contrastarlo con las evidencias documentadas de las altas cifras que cobran influencers por incluir ciertas canciones en sus videos, en una modalidad de campaña publicitaria que es análoga a la infame payola. Como siempre, las mayores oportunidades económicas estaban del lado de quienes ya contaban con recursos, en primer lugar.

Como se sabe, la desaparición de esta red social en territorio estadounidense fue conjurada (de acuerdo con las apariencias, debido a un acuerdo con el presidente entrante), y el mercado musical, supuestamente, respiró tranquilo, aunque las condiciones materiales de la mayoría de quienes hacen la música permanezcan igual, de una forma u otra. De hecho algunas de las alternativas que se habían planteado al hueco económico que habría dejado aquel cese de operaciones apuntaban a trazar canales de exposición similares a los perdidos, a partir de la fuga de usuaries a otras plataformas ya existentes. Esta limitación de alcances se extiende a la de organizaciones emergentes de músicos independientes (sobre todo en países de alto ingreso promedio), en apariencia opuestas a los modelos de explotación de las plataformas pero con un programa que apunta al reformismo de bajo impacto: poco más que exigir que las empresas del sector digital paguen mayores tarifas, en vez de poner la mira en la construcción de estructuras autónomas como, por ejemplo, plataformas gestionadas de forma colectiva.

La paradoja de la proliferación masiva de la música publicada y los pagos históricamente bajos a sus autorxs puede resultar incomprensible si se piensa en los términos de la economía previa al surgimiento de los medios digitales, que han reconfigurado varias de las formas de producción y los medios para recolectar las ganancias, sin modificar los fundamentos del capitalismo y favoreciendo la concentración de la riqueza en menos manos. De hecho, como explica Ian Alan Paul en The Reticular Society (2024), esta forma de la economía, nueva aunque no tanto, representa una fase superior, acelerada, de este sistema. De acuerdo con el autor afincado en Barcelona, Internet ha provocado el surgimiento de una sociedad más conectada y, a la vez, más atomizada. Las posibilidades de comunicación y enlaces, incontables, no han resultado en una mayor capacidad de organización para las clases trabajadoras, sino en una amplificación y profundización de la vigilancia, por parte de quienes detentan los medios, que es utilizada para una optimización de los procesos y una aceleración de los procesos productivos.

El saldo de una Internet corporativa ha sido el de un mayor control de la mano de obra. La hiperconexión ha provocado, en palabras de Paul, una “separación digital y una integración en red” que fractura las oportunidades de colaboración entre pares de clase, hasta aislar a los individuos. La fragmentación alcanza incluso el ámbito interior: hay una escisión entre las distintas esferas de la subjetividad. Un mismo acto en esta red puede implicar una dimensión clientelar, una laboral y representar, a la vez, una forma de mercancía. Por eso categorizar este entorno económico como un tecnofeudalismo (un término que se escucha con demasiada frecuencia estos días) es, a la vez, impreciso e insuficiente: se trata de una forma de explotación más honda y multifactorial. The Reticular Society ayuda a comprender la multiplicidad, tan aludida, de las personas usuarias de Internet, que somos a la vez empleadas y clientes, además de que nuestra atención y tiempo en línea adquiere valor comercial.

Para quienes hacen música ésta se vuelve, bajo este esquema, “contenido” que debe producirse, a un ritmo cada vez mayor. No han sido pocas las ocasiones en que Daniel Ek, en alguna conferencia de prensa u ocasión similar, se dirige a este gremio como si estuviera integrado por sus empleades (aunque, de nuevo, la mayoría sin sueldo) y les ha instado a producir cada vez con mayor velocidad. No parece que este modelo de explotación, con dimensiones ya de por sí absurdas, vaya a dejar de profundizarse pronto, sino al contrario, atendiendo a las señales de la muy evidente alianza de las mayores cabezas del sector digital con el nuevo presidente estadounidense y fuerzas de la ultraderecha europea. La misma Spotify donó 1.7 millones de coronas suecas al festejo por la toma de posesión del hombre naranja.

Volviendo a la supuesta sobreproducción de “contenido” respecto a 1989, se trata de un escenario que depende de una definición cerrada de la música y de su publicación. Se dice que los lanzamientos discográficos en aquel año requerían, por lo general, una inversión mayor y una infraestructura más compleja para grabarlos, producirlos y distribuirlos. Pero se trata de un enfoque problemático: siempre ha sido barato hacer ciertas formas de música (debe recordarse no toda se ha hecho en estudios que deben rentarse por cientos o miles de dólares al día, ni siquiera en 1989) y las vías por las que puede salir al mundo son más variadas que las contempladas por la Asociación de Industrias de la Grabación (RIIA) estadounidense. En especial, no toda ella debe convertirse necesariamente en contenido para las megaplataformas.

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