16/04/2025
Literatura
El sartrecillo valiente
Escritor realista, las obras iniciales de Mario Vargas Llosa (1936-2025) significaron una renovación de la narrativa en castellano
En noviembre-diciembre de 2007, la portada del número 57 de La Tempestad planteaba: “¿Qué nos queda del Boom latinoamericano? Cabrera Infante, Cortázar, Donoso, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa”. Se trató de poner en balance la obra de estos seis escritores, en un momento en el que su influencia había declinado. Para hablar sobre la obra narrativa del peruano Mario Vargas Llosa pedimos un ensayo a la escritora y traductora Patricia de Souza (1964-2019), que entonces vivía en México. Con la muerte del Nobel el 13 de abril, nos parece pertinente traer a nuestras páginas digitales esta lectura de su compatriota.

Mario Vargas Llosa retratado por Felix Clay
Un día leí por primera vez un texto de Mario Vargas Llosa, Los cachorros (1967). Recuerdo el impacto: fulminante. Nunca había imaginado un relato como ése, no sabía que podía escribirse con tanta libertad y tanta frescura. Ahí estaba ese texto corto en el que el personaje principal, Pichula Cuéllar, era castrado por un perro; ahí estaba la violencia, que muchos han interpretado como metáfora de la castración de una generación y que, en mi lectura, se revelaba como una libertad conquistada. El autor había creado un mundo con sus propios signos, había plantado su espada y liberado el idioma de sus resabios coloniales.
Digo “liberado el idioma” porque, de todos los autores del Boom, Vargas Llosa fue el primero en lograr imponerle al lenguaje un aliento personal, irreverente, indómito, local y al mismo tiempo cosmopolita en la forma de tratar la novela. No había pensado en esto hasta el instante en que releí La ciudad y los perros (1963) y La casa verde (1965). El manejo de los idiolectos y de las formas canónicas de la novela –la escena, el diálogo, la narración continua o la fragmentación (olvidaba La guerra del fin del mundo, de 1981)– es sorprendente. Se da voz a una serie de personajes típicos de la sociedad peruana, sobre todo habitantes de la provincia, porque Vargas Llosa es un autor realista aunque despojado de costumbrismo, un autor que entendió muy pronto que la creación tiene una deuda consigo misma, más allá de su simetría con la realidad.
Mario Vargas Llosa es un autor realista aunque despojado de costumbrismo, un autor que entendió muy pronto que la creación tiene una deuda consigo misma, más allá de su simetría con la realidad.
Para Mario Vargas Llosa la ficción no se halla solamente en la cabeza del autor. Recuerdo haber leído (u oído) que la primera vez que vio La Casa Verde pensó que era un lugar de ficción; como buen antropólogo, decidió, desde los escombros, escribir la novela. El espacio geográfico es el lugar que el autor elige para dar vida y acción a una historia; si bien trata su prosa con vocación de cirujano, concibe la historia en el sentido clásico del término, como una necesidad de la novela. Los agentes narrativos deben ser suficientemente sólidos como para lograr dar al lector la impresión de imago de la realidad. No puede evitarse la comparación con José María Arguedas o con Carlos Eduardo Zavaleta, que buscaron producir un efecto realista utilizando la historia de Perú. Vargas Llosa, sin embargo, atraviesa las fronteras, sus novelas son transculturales pese a su apego a lo local. Un ejemplo es La guerra del fin del mundo, que hace pensar en Salambó de Flaubert: construir con la imaginación una realidad totalmente ficticia. Es una novela técnicamente impecable, pero carece de la fuerza encarnada de las primeras obras de su autor.
Vargas Llosa define la novela como una narración que produce un efecto casi óptico de la realidad en el lector. Sus novelas buscan sobre todo eso. Al ser leídas trascienden la perspectiva formal de su autor porque, por más contador de historias que sea (El hablador, de 1987, es una idea que le fascinó: el hombre que habla y habla para no pensar, un poco como Sherezade, que cuenta historias para que no le corten la cabeza), por más herencia que tenga de la novela de caballerías, actúa como descubridor de huellas, de marcas del pasado; escarba y proyecta una nueva versión de la realidad.
Recuerdo la primera vez que lo vi, en Madrid. Había imaginado a alguien más formal; para mi sorpresa me encontré con una persona que hablaba de su primera fase como lector de Sartre, que se había pasado al bando de los camusianos, los que piensan que Meursault, el personaje de El extranjero, resume el drama del hombre moderno, su ausencia como sujeto, su pérdida de fe en sí mismo, lo que el existencialismo llamó contingencia. Ahora me impresiona el epígrafe de Sartre en La ciudad y los perros, una desmitificación del individuo moderno, pero no se puede decir que los personajes de Vargas Llosa sean cínicos o desencantados: poseen, en un sentido crítico, las características del hombre de esa época. Como es flaubertiano, sus novelas no son alegorías –como podría ser El hombre sin atributos de Musil– sino reconstrucciones. Para él cuenta el detalle, el más mínimo, con el fin de lograr que sus textos posean la fuerza de la realidad.
En sus primeras novelas la velocidad de la escritura es impactante: persigue, muestra, nunca oculta, siempre desnuda. Sus libros giran en torno a la misma obsesión: el desarraigo del hombre moderno.
Por eso en sus primeras novelas la velocidad de la escritura es impactante: persigue, muestra, nunca oculta, siempre desnuda. Sus libros giran en torno a la misma obsesión: el desarraigo del hombre moderno. Por eso el desencanto y, a veces, la rudeza de sus personajes. En sus relatos no hay denuncia, porque no son militantes, pero son eminentemente políticos. Todo acto de verdadera escritura lo es. Es curioso porque personajes como María Cuadrado, de La guerra del fin del mundo, o la Chunga, que aparece varias veces en sus novelas, son también amargos, duros, mujeres curtidas por la mala vida, marchitas por exceso de frustración. Entiendo entonces la fascinación que sintió por Flora Tristán, la única que escapa a esa maldición: ser paria, bastarda, divorciada y soltera no le impidió salir bien parada de su apuesta. Es el modelo de mujer que quiso mostrar en El Paraíso en la otra esquina (2003), aunque no pudo evitar la identificación inmediata con su nieto Paul Gauguin.
(No sé si es posible abarcar el trabajo íntegro de Vargas Llosa, los ensayos sobre Arguedas, Hugo, Flaubert y García Márquez, puentes entre el autor y los que reconoce como acompañantes, esfuerzos por traducir una propuesta en análisis. También están algunas traducciones, como la de Un corazón bajo la sotana de Rimbaud, que me hacen pensar en el esfuerzo que significa traducir, primero, lo que dicen otros en nuestras propias palabras. En todo gran lector hay siempre un trabajo de traducción y actualización. Quizá su texto más personal y controvertido sea El pez en el agua (1993), que trata de comprender mediante la escritura una experiencia política concreta, una forma de apuesta colectiva. En cada autor hay una línea que une la vida y la creación, una línea que se traza con conflictos y contradicciones. Escribir es tomar nota de ellos, de esa parte no dicha que sin embargo ha dejado huella. En ese esfuerzo por recordar, y por hacerlo bien, se busca no borrar las huellas, el paso por el mundo, una obsesión y un pathos que se imponen tomando la forma de las voces de los personajes del texto. En el ensayo La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996) Vargas Llosa trata de comprender la propuesta indigenista como una forma de delimitación de una frontera geográfica y cultural, a la que confronta en su planteamiento más conservador: ¿cómo construir una sociedad uniforme sin crear formas de exclusión?)
Hay cierta obsesión con la forma que va de ‘Los cachorros’ a ‘Travesuras de la niña mala’, donde retoma el brío de las primeras novelas, que se distinguen de ‘La fiesta del Chivo’ o los relatos eróticos, en los cuales se instala en un clasicismo en todo distinto a la irreverencia de sus textos iniciales.
Me pregunto qué hace un autor cuando ha explorado todas las técnicas, cuando escribe sin cesar. ¿Se agota? Sucede que la necesidad de ficcionalizar se vuelve más importante que la forma. Mario Vargas Llosa lo dice en una entrevista reciente: su problema no es ya el lenguaje o la identidad de éste con la realidad, su problema es liberarse de las ficciones que lo persiguen –recuerdos y marcas de infancia–, ensancharlas aspirando a hacer de esa experiencia algo universal. El estilo del peruano es de una particularidad única, es una música que oímos unas veces con fascinación, otras como si hubiésemos escuchado ya esa canción y reconociéramos inmediatamente la melodía. Si Vargas Llosa no ha vivido un conflicto con el lenguaje desde su identidad con las cosas sí lo ha hecho con la forma; de lo contrario no entiendo esa obsesión de leer a Faulkner ¡con papel y lápiz! Hay cierta obsesión con la forma que va de Los cachorros a Travesuras de la niña mala (2006), donde retoma el brío de las primeras novelas, que se distinguen de La fiesta del Chivo (2000) o los relatos eróticos, en los cuales se instala en un clasicismo en todo distinto a la irreverencia de sus textos iniciales.
El trabajo de Vargas Llosa es la memoria viva de una población concreta que se traduce en instituciones y leyendas, en creencias y desplazamientos. La arena movediza de la identidad contemporánea es defendida por el autor peruano no como una mónada cerrada sino como elemento poroso, más lingüístico que geográfico. Los escritores a veces son como los teólogos y los fundadores de pueblos: siembran la duda, construyen utopías, por más realistas que sean. En Travesuras de la niña mala Vargas Llosa dibuja el retrato de una mujer excluida, a quien bordea una intensa vulnerabilidad; hace pagar el precio de su situación a la persona que más quiere. Como niña mala, en medio de un determinismo realista, termina mal, asume el precio de su osadía y termina sola y enferma en Sète, un pueblo del sur de Francia donde se halla el cementerio marino de Valéry. Este texto tiene una relación evidente con Emma Bovary, otra mujer que termina tan enredada en su propio deseo y tan atrapada en la frustración que termina suicidándose, pero el final de la niña mala es más cruel, sucede lentamente. ¿Es realmente mala o se trata de una visión desencantada, por realista, de las consecuencias de elegir la libertad individual? ¿Hasta qué punto se trata realmente de libertad? En todo caso yo prefiero reencontrarme con la fuerza y el brío de los primeros libros de Vargas Llosa, los que me han marcado. No por nada lo apodaban “el sartrecillo valiente”.