Es curioso pensar que, a pesar de navegar ríos históricos tan distintos, el cine moderno y el teatro musical alcanzaron sus formas artísticas definitivas con apenas unas semanas y unos metros de diferencia, en el otoño y el invierno de 1927. En la noche del 6 de octubre de ese año el talkie pionero El cantante de jazz, de Alan Crosland, se estrenó en el Warner Theater de Times Square, Nueva York. En tanto primera cinta comercial con sonido sincrónico –reproducido desde el filme y no a través de fonógrafos adicionales– aquello era un cisma para la industria del cual emergieron al instante nuevos lenguajes y posibilidades. Ante todo, El cantante de jazz era un musical. No muy bueno, y además racista, pero eso era.
Unas diez semanas después, el 27 de diciembre, el musical Show Boat de Ziegfield y Hammerstein subió el telón en Broadway, a unas cuadras de ahí. No era, por supuesto, el primer espectáculo de teatro musical pero sí la primera pieza integral con un arco narrativo completo que, del primer al último acto, incorporaba canciones como parte del diálogo y no como números aislados. En apenas unos meses el cine cantado y el teatro ídem comenzaron un largo maridaje reforzado por el uso cada vez menos caro de la tricromía o Technicolor. Ningún otro género del Hollywood clásico define mejor las urgencias mentales de la Depresión y las posguerras: los colores chillantes, los pasos de baile imposibles, la necesidad de evadir los horrores mundanos con tal de cantar bajo la lluvia.
En realidad, al cine y al musical ya los unía algo menos honorable: desde finales del siglo XIX ambos habían sido trasplantados a la mala desde su Francia natal, haciéndoles pasar por invenciones all American cuando su gestación había sido parisina. El mito permanece desde entonces: el imaginario musical está asociado al brillo de California durante la posguerra y casi nunca con sus auténticas raíces: el vodevil, el burlesque y el cabaret de Francia y Alemania en las décadas precedentes. Aunque eso ya es asunto de historiadores, a los cinéfilos nos queda el interés de pensar al cine musical francés como una larga y fascinante subversión de aquella tradición robada.
El musical francés semeja un archipiélago escarpado que lo mismo abarca islas de la dimensión de Agnès Varda (Una canta, la otra no, 1977), Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, 1964; Las señoritas de Rochefort, 1967), Alain Resnais (Siempre la misma canción, 1997) o Jean Renoir (French Cancan, 1955) que islotes marginales de forma curiosa, como Paul Vecchiali (Femmes femmes, 1974) o Christophe Honoré (Las canciones de amor, 2007). ¿Qué hace francés al musical francés? ¿Qué lo separa, además de un océano y el idioma, de su siamés americano? Que se trata de una tradición más punzante y disruptiva, que con frecuencia utiliza la música, el baile y los colores no como masaje lúdico sino para arañar con garras más profundas.
Incluso con conciencia de la amplitud del coro detrás de ella, Annette (2021), sexto largometraje y primero en inglés en la filmografía de Leos Carax, no deja de sentirse como una anomalía afortunada o una disonancia positiva en esta historia de dos orillas: tiene a Los Ángeles como escenario y a Europa como espíritu para contar el romance descarrilado del comediante californiano Henry McHenry (Adam Driver) y la diva francesa Ann Defrasnoux (Marion Cotillard), que con sus nombres casi paródicos parecen encarnar la unión improbable de las dos orillas del cine musical: Hollywood y París.
Seleccionada para inaugurar tanto el Festival de Cannes como el de Morelia (FICM) en sus recientes ediciones pospandémicas, Annette, que recibió el premio a mejor dirección en el primero y puede verse ya en MUBI, es más una tragedia en clave musical, como serían Cabaret, Los paraguas de Cherburgo o The Wall, que un musical trágico en la vena de Bailando en la oscuridad. La diferencia está en la distancia entre forma y fondo, pues si en la de Von Trier las dos son texturas ásperas, Annette absorbe como propios los códigos del espectáculo (comedia stand-up, ópera clásica, rock de estadios o videos virales) no para suspirar por ellos à la mode de Damien Chazelle sino para corroerlos con ácido, desde dentro.
Sus protagonistas, standupero y cantante lírica, a pesar de la distancia aparente entre sus disciplinas, viven noche a noche el mismo proceso de catarsis, flagelo, narcisismo y aplausos frente a audiencias que los adoran por las razones más dispares: a él por ser corrosivo, incorrecto e impúdico –como un eco incómodo de Andy Kaufman, Lenny Bruce o Louis C.K., así como de las tragedias que envuelven a Robin Williams o Carrie Fisher–, mientras ella revela sus miedos y vacíos a través de lo sublime. Al final, él es admirado por humillarse a través del humor; ella, por camuflar sus miedos a través del bel canto.
Desde el escenario uno y otra lanzan gritos de auxilio que su público recibe como espectáculo y en consecuencia su primera hija, Annette, resulta para el público (no el de la ficción sino nosotros) una inquietante visión escénica: un títere que termina siendo explotado como estrella infantil por su padre. En ese sentido, podría ser la visión más amarga de L.A., Hollywood y su show bizz que tenemos desde Mullholland Drive (2001), pero en el fondo la historia de amor, vacío y pérdida entre Henry, Ann y Annette es sobre todo un cuento sobre la ficción y sus espejismos, así como el inquietante desdoblamiento de la psique que nos permite exponer nuestra intimidad frente a una audiencia incógnita, mientras nuestros peores secretos quedan fuera del timeline o el escenario.
Impredecible y amarga sin abandonar la pista central del espectáculo, Annette es también el primer gran musical del siglo XXI y una estimulante vuelta al ruedo para Leos Carax, quien se ocupó de desarrollar el proyecto durante buena parte de los ocho años transcurridos desde Holy Motors (2012). Aunque las rupturas con su propio trabajo son evidentes, hay una continuidad interesante en sus personajes masculinos, que suelen ser patéticos, desmoronados e inseguros, pero que esta vez no llevan la cara de Denis Lavant sino la del ultramediático Driver (también productor y cómplice del proyecto desde su gestación) para burlarse de su propio lugar en el star-system americano.