Todas las familias felices son iguales, pero las que habitan las casas de Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego se odian, se amargan y se arrancan carne a dentelladas cada una a su manera. El matrimonio apolillado de El diablo entre las piernas (2019) podrá ser un trago de vinagre, pero es también una visita que se hace a una familia conocida de años atrás: son los hermanos hormonales –ya marchitos– de El castillo de la pureza (1972), los amantes corrosivos –ahora corroídos– de Profundo carmesí (1996) o los erotómanos hastiados y pobres de Así es la vida (1999) o Las razones del corazón (2011).
Son todos ellos en una visión de futuro con olor a vejez y naftalina, colchas húmedas y loción Siete Machos, hastiados uno del otro, saludándose de idiota y puta en lugar de buenos días. Es un futuro en el cual todas las historias del amour fou ripsteiniano tuvieran que pasar más de un año entero confinados, digamos, por una pandemia global o algo peor, como vivir con quien se odia.
En un rango que va del incesto a la humillación, a Ripstein y Garciadiego les ha tomado 35 años y unas 15 películas conjuntas clasificar un catálogo de parafilias mexicanas que no serían atractivas para nadie si no se parecieran tanto a nuestros deseos inconfesos. El encuentro de sus universos fue tardío: Ripstein ya había dirigido quince ficciones y aún más documentales cuando colaboró por primera vez con Garciadiego en El imperio de la fortuna (1985), pero el brebaje surgido de esa mezcla produce uno de los aromas más extraños, potentes e identificables del cine de habla hispana. Buena parte de ese olor emana de la conocida prosodia artesanal de los diálogos de Garciadiego. Nadie habla como sus personajes, en esa jerga lépera y lírica en la que se encuentran Góngora y Tepito y se mientan pinchesmadres en verso medido.
El diablo entre las piernas arremete en las recámaras de uno de los últimos tabúes sexuales de Occidente: la vida sexual en la tercera edad, que es observada sin ternura y no es dignificada por compromiso. Sus protagonistas son un matrimonio que alguna vez fue de clase media (Sylvia Pasquel y Alejandro Suárez, en hirviente mutación de sus personajes televisivos) y que fracasó por partida triple en sus aspiraciones de juventud: él como médico, ella como madre, ambos como pareja.
Si algo conservan de todo aquello es la libido, pero durmiendo ahora en cuartos separados. Han llegado a despreciarse lo suficiente para que reprocharse sus deseos sea menos humillante que satisfacerlos. La suya es una crónica de rencores enmohecidos por los años que a duras penas logran expiarse por vía de una amante peluquera (Patricia Reyes Spíndola, en poder pleno) y una pareja de baile en un salón de tango (Daniel Giménez Cacho, mal aprovechado). En medio, los observa una nínfula sigilosa con babero de empleada doméstica (Greta Cervantes, en dominio de un registro por demás complicado).
Por encima de correcciones o adhesión a causas, la navaja usada por Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego para esta biopsia de la violencias domésticas y revancha mutua es la que suelen tener más a la mano: la incomodidad. El diablo entre las piernas, más que un cuento de sumisión, engaño o poder entre víctima y victimario, se parece a un incendio de humillaciones privadas que, en varios giros, terminan por dar a los personajes, y al espectador, más placer que el placer mismo.
Según la cita conocida de Cicerón (“De haber tenido tiempo, habría escrito una carta más corta”), Ripstein suele justificar su uso del tiempo cinematográfico diciendo que no tiene tiempo para ser breve. En ese sentido, El diablo entre las piernas, con 150 minutos, continúa el camino de sus dos películas anteriores –Las razones del corazón y La calle de la amargura (2015)–, fotografiadas por Alejandro Cantú en un blanco y negro digital, de planos medios o abiertos, en tiempos aletargados en planos secuencia que tienen el ritmo de respiración de un moribundo.
Más que vanguardia o ruptura, en esas decisiones visuales existe una reverencia al melodrama clásico de parejas en desgracia: Rossellini, Visconti, Gavaldón. Pero ahí cuando los maestros del drama íntimo sacan las cámaras a las calles, como las del Milán de Rocco y sus hermanos o el Distrito Federal de En la palma de tu mano, el método de Ripstein para indagar el alma de sus personajes es la asfixia: los contiene entre paredes lúgubres, les cierra las puertas, cubre las ventanas y se sienta a observar sus soledades patéticas.
La larga duración es justificada por el relato, pues una de las liberaciones más positivas que el cine digital aportó al cine de Arturo Ripstein es que renunció a hacer películas sin fallas, esféricas, acabadas. El diablo entre las piernas no es una película perfecta sino una película viva y voluptuosa que por fortuna se estrena en salas, pues los placeres incorrectos que provoca ameritan contraerse como se contraen el despecho, el mal de amores o la sífilis: a oscuras, a puerta cerrada y sin contarle a nadie cómo fue.