16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

21/11/2024

Artes visuales

José Luis Barrios

José Luis Barrios, crítico, historiador y curador, habla del estado actual de las artes visuales en México.

La Redacción | miércoles, 30 de agosto de 2017

Un cuestionario de seis preguntas, las respuestas de diversas voces: la idea es producir una imagen de la escena de las artes visuales en México, de sus fortalezas y tareas pendientes. Es momento de hacer una pausa para reflexionar desde las distintas trincheras que han hecho de la Ciudad de México uno de los principales territorios de la creación contemporánea. Se trata de esbozar un mapa atendiendo a la historia, para saber en dónde estamos parados.

Crítico, historiador y curador de formación filosófica, José Luis Barrios formó parte del grupo que animó la extinta revista Curare. Profesor en la Universidad Iberoamericana y la UNAM, ha realizado curadurías para el Museo Universitario Arte Contemporáneo, el Museo Nacional de Arte, el Museo Universitario de Artes y Ciencias, el Museo de Arte Carrillo Gil y el Laboratorio Arte Alameda, entre otros espacios. Fue curador del Pabellón de México en la 54ª Bienal de Venecia con el proyecto Cuadrado rojo, rosa imposible, de Melanie Smith. Algunos de sus libros son El cuerpo disuelto. Lo colosal y lo monstruoso (2010), Máquinas, dispositivos, agenciamientos (2015) y Lengua herida y crítica del presente (2016).

 

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Buena parte del arte producido en los noventa (sobre todo el exhibido en sedes como Temístocles 44 o La Panadería) puede incluirse en el capítulo de las búsquedas posmodernas mexicanas. A más de dos décadas de aquel momento casi mítico, ¿existen discursos equiparables en su carácter renovador, en la actualidad?

No lo creo. Primero, la idea de la posmodernidad sin duda funcionaba como una utopía reivindicadora (aunque lo ocultara bajo la consigna de la muerte de las ideologías) del entusiasmo por lo global, producido tanto por la caída del Muro de Berlín como por cierto programa de la socialdemocracia europea que deseaba insertarse en los discursos de la globalización. El mito del arte de los noventa fue el entusiasmo por la globalización. Además ese arte produjo en los márgenes una sinergia entre producción, discurso y crítica institucional que logró configurar lo que la sociología del arte llama “sistema artístico”, o si se quiere una maquinante estética deseante: canalizó los flujos de deseo y encontró un punto de quiebre en donde inscribir su potencia. A saber, la perforación del imaginario identitario y binario del arte mexicano en cualquiera de sus versiones. En este sentido, creo que la primera diferencia es de índole afectiva. Hoy por hoy la utopía de lo “global” está en crisis, lo que significa que no hay metarrelato (la posmodernidad lo era) en el cual inscribir el afecto estético del tiempo presente. Si observamos la Historia es evidente que lo que da lugar a una tendencia, movimiento o incluso estilo es que detrás existe un cierto “ímpetu” de y en los individuos y las colectividades que se disemina en regímenes de visibilidad y discursividad bien claros: pensemos en el romanticismo, las vanguardias e incluso los movimientos de la posvanguardia de la segunda mitad del siglo XX.

En el caso del arte actual en México yo no observo este ímpetu y menos aún alcanzo a ver la conjunción de elementos que permita producir un sistema estético-artístico específico. Digamos, usando una vieja fórmula, que no ha creado una masa crítica, una fuerza dislocadora del orden de la representación, y si la hay ésta no ha producido un régimen de enunciación (la tensión entre poder y saber, según Foucault). La potencia discursiva está dispersa a causa de la demanda histérica de reconocimiento de los creadores, curadores y críticos. Dicho de otra manera, la producción discursiva y material del arte de hoy en día está demasiado volcada a ganar espacios de reconocimiento y no a producirlos; quizás esta sea una de las mayores diferencias estructurales que observo.

En suma, si la pregunta es si la práctica y la producción artística actuales en México se inscriben en un marco discursivo y estético que las defina, reitero que no. Creo que el resurgimiento de la teoría crítica y de la teoría pos y decolonial, incluso la reinvención del género y la crítica estético-económica de la precarización de la vida, han sido francamente instrumentalizados por los regímenes económicos-políticos hegemónicos del arte, que en México conocen tres grandes ámbitos: la institución pública (los museos de arte contemporáneo), el coleccionismo y las fundaciones. Quizás esto no pueda ser de otra manera, pero lo que queda claro es que estos discursos no están pensando la condición crítica del arte. No basta con hacer crítica del poder; el arte en México tendría que estarse preguntando por sus condiciones críticas de posibilidad de producción. En el momento en que los grandes problemas de la sociedad mexicana son tocados por el arte (violencia, migración, narcotráfico, impunidad, corrupción, perversión del poder) se dibujan una paradoja y una aporía que debería estar observando. ¿No es síntoma de esta instrumentalización el marketing de González Iñárritu, que vende cine como instalación virtual sobre el problema de la migración, a manera de espectáculo (Horkheimer dixit).

 

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La entrada del nuevo milenio estuvo marcada por la inserción del arte mexicano contemporáneo en la globalidad, acentuada por el surgimiento del mercado correspondiente (pensemos en la apertura de Kurimanzutto en 1999). El país cuenta hoy con decenas de galerías de arte contemporáneo (con presencia nacional e internacional) y tres ferias anuales (Zona Maco, Salón Acme y Material Art Fair). La consolidación de este mercado ¿se refleja en la producción y la circulación del arte en México? ¿Qué tipo de balance existe entre ambas fuerzas? En el mismo sentido: ¿a qué acuerdos han llegado el capital privado y los museos y espacios públicos?

Desde luego que hay una colusión, si se quiere “involuntaria”, entre política y mercado. En el caso de México se observó desde la gestión de Sari Bermúdez en lo que no hace mucho tiempo era el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Si hacemos un poco de memoria, en ese momento se producía un discurso bastante ambiguo, el cual operaba a partir de tres nociones básicas: la ciudadanización de la cultura, las industrias culturales y la Secretaría de Cultura. Tal como suelen funcionar estos “significantes”, que de tanto usarse llegan a ser vacíos, detrás de estas tres nociones se operaba una acción político-afirmativa de corte liberal (aunque con matices conservadores) respecto a la política cultural en la que se puede leer la instrumentalización del arte en cifra de capital. Así, ciudadanización, industria cultural y Secretaría de Cultura no son más que tres formas de enunciar la administración de la producción artística a modo: instrumentalización seudo democrática de la creación, masificación del gusto vía el mercado (ferias y coleccionismo) y centralización de la política cultural, lo que sin duda ha permitido acotar a canales claramente manejables para la producción y el discurso del arte en nuestros días. El poder es suficientemente hábil, al menos hasta ahora, para producir una relación compleja de la demanda donde política y mercado son los marcos invisibles sobre los que se produce el discurso y la creación, a tal punto que lo que logra administrar son las formas mismas de producción artística. No es una pregunta que deba hacerse la economía o la política, sino el arte, que está demasiado preocupado por ver cómo inserta su simulacro de singularidad en las fanstasmagorías del mercado y la política global.

Lo podríamos formular de la siguiente manera: no es que no haya producción artística y crítica, lo que se ha logrado administrar, jerarquizar y fragmentar son las esferas de efectividad de las diversas prácticas creativas y discursivas del arte. La instrumentalización tiene que ver con algo que puede parecer fácil, pero no lo es: ¿cómo se distribuye la relación tiempo/fuerza de trabajo en la cadena productiva del arte en México hoy? Presas, como lo anotaba en mi respuesta anterior, de la demanda histérica de reconocimiento, el arte ha clausurado la condición misma de creación que lo definió desde siempre –y asumo el carácter maximalista de esta afirmación–: el gasto improductivo, el pensamiento inútil y el dispendio del tiempo. Es evidente que ha cambiado la relación entre política y mercado, lo que no es tan evidente es que este cambio está relacionado con el modo específico en que el capitalismo global produce la superplusvalía del deseo, es decir, se vuelca a la subjetividad como objeto de deseo de sí misma: un cierto narcisismo imaginario que opera como administración del deseo en la medida en que promete reconocimiento.

Explicar este cambio y profundizar en su crítica tiene que ver con el hecho de que hoy por hoy el arte y la precarización de la vida forman parte de la misma dialéctica de la servidumbre: a mayor precarización mayor materia de explotación artística. Una variación que, creo, encuentra su explicación en algo que Hegel ya había visto en el siglo XIX, pero que traído al presente habría que leer en función del modo en que la producción y el discurso del arte se inscriben en la precaria división social del trabajo y en la inserción del tiempo de trabajo del pensamiento crítico en la maquinaria de producción industrial de visibilidad de la que el arte es víctima y cómplice. Dicho de otro modo, en la medida en que se fragmenta la lógica del tiempo y el trabajo intelectual y artístico en función de la imagen pública que le otorga su plusvalía, la creación y el análisis funcionan de acuerdo a una finalidad, a eso me refiero con demanda histérica de reconocimiento. No sé si eso está bien o está mal, lo que sí puedo afirmar es que este aspecto del sistema de producción artística no se está pensando lo suficiente. La condición crítica del arte está en la capacidad de superar este narcisismo especular que inunda la totalidad del sistema del arte.

 

3

Hoy es posible encontrar distintas memorias o relatos (el curatorial, el artístico, el social, el institucional o el mercantil, por ejemplo) sobre el desarrollo del arte contemporáneo mexicano a partir de 1989. Sin embargo, el trabajo crítico se antoja insuficiente. Se extinguieron Curare y Poliester, desaparecieron ciertas columnas periódicas y las reseñas en revistas suelen ser inconsistentes. La aparente “muerte de la crítica de arte en México” ¿se debe a los espacios para la discusión estética (las publicaciones), a sus agentes (los críticos e historiadores) o a otros factores?

No creo que en sentido estricto haya una “muerte de la crítica del arte”, más bien hay una frivolización, al menos en su sentido mediático. La frivolidad podría tener algo sugerente si fuera capaz de asumir los juegos cortesanos que la acompañan, pero en México no sucede esto entre las rivalidades de grupúsculos, los recelos profesionales, las moralinas pequeñoburguesas y, sobre todo, la producción de vacíos discursivos de corte teórico, causados por la emergencia del mercado global del arte. Por un lado se ha frivolizado la crítica al punto de sólo tener espacio en las revistas de tendencias, en el mejor de los casos, y en la revistas para matar el tiempo de alguna línea área, en el peor. Por el otro, la urgencia de ganar visibilidad en la “escena” del arte, al tiempo que la crítica regresa a un lirismo grandilocuente o un historicismo causalista y formalista, se ha convertido en una apología de los olvidados de la historia del arte, que a través de artificios retóricos y subformulaciones pretenden hacer avanzar las condiciones de conocimiento de la crítica misma, sin darse cuenta de que la cuestión es saber cómo superar la contradicción que la crítica ha producido en términos de discurso y relato y la relación que esto guarda con ciertas producciones artísticas que apuntan en este sentido. En todo caso, sea por frivolización discursiva o por falacias conceptuales llenas de verborrea seudo téorica, lo cierto es que, en el orden conceptual y analítico, la crítica del arte en México hoy en día no se toma el tiempo de pensar las condiciones materiales, políticas, sociales e históricas en las que se produce.

En este contexto, sin duda la desaparición de revistas de largo aliento como Curare o Poliéster algo tienen que ver, pero sólo en el sentido de que son el síntoma de un proceso de dispersión de la crítica vinculado al modo en que se produjo un vacío que, de un modo u otro, todos los que estamos inmersos en el mundo del arte tenemos que ver. El asunto es que hemos creído demasiado en la “democratización” de los medios y los discursos. Esto hay que entenderlo en varios sentidos: la proliferación de espacios de enunciación que traen consigo las redes sociales en realidad ha implicado un debilitamiento del “tempo” del pensamiento y, sobre todo, ha producido una sobreoferta discursiva y oportunista, algo que también tiene que ver con el hecho que las condiciones laborales para el profesional del arte sean absolutamente precarias, pero además ha cambiado de manera muy significativa la inserción del discurso en este mercado. Para nadie es una noticia que se paga mejor un proyecto curatorial que un texto de investigación o de crítica del arte; el asunto es que no son ajenos uno del otro. Hay que haber visto lo suficiente, pero hay que haber leído mucho más.

Para decirlo pronto, la crítica de arte hoy es frívola o retórica porque tiene más que ver con el efectismo de lo inmediato y con el espectáculo mediático que produce. Esto además está estrechamente relacionado con la práctica curatorial del arte contemporáneo: la urgencia de hacer visible, responder al mercado y apostar por un golpe de suerte sin duda funciona en contra del ejercicio mismo de la lectura y la escritura que es lo propio de la crítica. Yo lo plantearía de esta manera: ¿cuántos curadores de arte contemporáneo son capaces de sostener un discurso más allá del stock de citas sancionadas por el “gusto” contemporáneo y de sus viajes de dos días por ferias, bienales y eventos internacionales de arte? ¡Warhol tenía razón! Hace falta ser frívolo en serio para producir intrigas en el arte.

 

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Luego de la generación de los grupos (No Grupo, Proceso Pentágono, Suma o Peyote y la Compañía, en los setenta) y de los colectivos surgidos en los noventa (el Taller de los Viernes, SEMEFO, Temístocles 44 o La Panadería), actualmente encontramos más iniciativas independientes de las instituciones, pero ligadas al mercado, y algunos proyectos que conservan el espíritu autónomo de fin de siglo, como Cráter Invertido y Biquini Wax en la CDMX, o Proyectos Impala en Ciudad Juárez. En paralelo, la infraestructura cultural parece adaptarse a las exigencias del turismo. ¿De qué manera se complementan los foros del estado, las sedes privadas y los proyectos autónomos o independientes?

Sólo un par de ideas complementarias. Sin duda hay un sinfín de iniciativas independientes profundamente ligadas al mercado. También es cierto que hay algunas iniciativas que conservan el “espíritu autónomo de fin de siglo”. Pero ¿basta el espíritu de fin de siglo para que estas iniciativas desestabilicen el sistema del arte en México? Creo que no. Sobre Proyectos Impala no puedo decir demasiado, me reservo mi opinión para otro momento. Desde luego tampoco voy a ejercer un juicio sumario sobre Cráter Invertido y Bikini Wax. Lo único que puedo cuestionar es si el presentismo de Cráter Invertido (es decir la fascinación por el presente social y político) es aún materia suficiente para dislocar las condiciones de producción artística y discursiva contemporáneas. Pienso que no está problematizada, en términos de poética y de artisticidad, su práctica. Digamos que Cráter Invertido está atrapado en un programa demasiado narrativo, que a mi entender no es suficiente para definir las condiciones de posibilidad crítico-estéticas y políticas del campo de acción social en el que inscriben su práctica artística. Más problemática me parece la “batería” seudo conceptual con la que Bikini Wax define su plataforma discursiva. Desde mi perspectiva, se trata de una mera formulación retórica que quiere “sorprender” a un receptor ingenuo y jugar el juego de épater le bourgeois. Si bien se podría reconocer cierta intención de emular las figuras de los espacios alternativos de los noventa y tempranos dos mil en México, el propio hashtag #TemploDeEstudiosSubcríticos, allende el batiburrillo conceptual, intenta ser una cuasi categoría y no es más que una afirmación retórica que habría que someter a sus propias condiciones de posibilidad crítico-estéticas: teoría crítica, subalternidad y arte son conceptos que hoy por hoy entran en los circuitos políticamente correctos del arte y la crítica. Por cierto, nada hay más lejano al concepto de crítica que el concepto de templo.

 

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En “Genealogía de una exposición” (Olivier Debroise y Cuauhtémoc Medina), uno de los textos introductorios del catálogo La era de la discrepancia (2007), se lee:

Como muchos de los artistas en los primeros años noventa, queríamos marcar la mayor distancia posible frente al caudillismo cultural local, y empleábamos referencias de una historia del arte internacional para comprender la creación del momento: Marcel Duchamp y Joseph Beuys, Yves Klein, Robert Smithson o Robert Morris y, muy ocasionalmente, artistas latinoamericanos como Lygia Clark o Hélio Oiticica. Nunca, en ese momento por lo menos, se aludía a los territorios abiertos desde principios de los años sesenta por Mathias Goeritz, Felipe Ehrenberg, Helen Escobedo, Alejandro Jodorowsky, Marcos Kurtycz o Ulises Carrión, aun cuando varios de estos artistas seguían produciendo, o eran maestros en escuelas de arte o talleres independientes. El vacío en la historia cultural reciente, del que éramos en cierta medida víctimas y cómplices, era un rasgo característico de la situación. Por un lado, señalaba un quiebre en la filiación de los participantes del nuevo circuito cultural. Por otro lado, se manifestaba ahí la ausencia de referentes públicos sobre el proceso artístico local, la ausencia de colecciones y/o publicaciones panorámicas, que dieran sentido a una narrativa.

¿Es posible distinguir una evolución en las referencias estéticas de los discursos curatoriales actuales? En otras palabras, ¿cuáles son las distancias y las aproximaciones, y de qué tipo, entre las referencias locales y las internacionales en los ejercicios curatoriales contemporáneos? (Pensemos en las participaciones mexicanas en la Bienal de Venecia, en las exposiciones blockbuster, en los espacios (públicos o privados) que privilegian la experimentación, o en las muestras que elaboran una versión de ciertos segmentos de la historia del arte mexicano, dentro y fuera de México).

La ampliación del “espectro” historiográfico del arte mexicano del siglo XX es una de las mayores diferencias y aportes que la práctica curatorial e historiográfica del arte en México ha hecho en los últimos años. A diferencia del texto de Olivier Debroise y de Cuauhtémoc Medina que refieren, e incluso a diferencia de la tesis curatorial de la exposición La era de la discrepancia, que postula un corte radical –y problemático– en torno un cierto comienzo de lo “contemporáneo” del arte en México, ya en la primera década del siglo XXI se emplazan discursos académicos y curatoriales que postulan una reelectura del arte de la llamada Generación de la Ruptura, en al menos dos direcciones: una que intenta sacar a esa generación de artistas de la discusión de lo nacional y lo internacional y otra, más importante desde mi perspectiva, que los inserta, a partir de la práctica artística misma y del discurso producido en los cincuenta y sesenta por la crítica del arte, en la historia de la posvanguardia artística latinoamericana. En este sentido el trabajo de investigación que hizo Daniel Garza Usabiaga en el Museo de Arte Moderno y su libro sobre Mathias Goeritz son fundamentales, como lo es la exposición curada por Rita Eder Desafío a la estabilidad, que se presentó en el MUAC no hace mucho. Pero más allá de los nombres, lo que sin duda hay que reconocer como un aporte que se desprende de estas revisiones historiográficas es que en ambas se configuran categorías que abren perspectivas distintas en torno a la visiones binaristas de la historia del arte en nuestro país.

 

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¿Cómo describirías el panorama editorial reciente del país? Más allá de los catálogos de exposiciones, ¿encuentras libros escritos por autores mexicanos que se sumen a la discusión acerca de la contemporaneidad de las artes?

En realidad son escasos y los que hay siguen siendo monografías de autor que no aportan demasiado a la construcción de perspectivas teóricas e historiográficas amplias. Salvo algunas excepciones, creo que la investigación histórica y teórica sobre el arte en México es raquítica, estamos en un punto donde quizás es necesario hacernos la pregunta por un nuevo comienzo del relato del arte actual en México, toda vez que las estéticas y la poéticas del llamado arte de lo noventa y dos mil llegaron a un punto sin retorno, y que ya no puede funcionar como un paradigma de la creación. Considero necesario que las nuevas generaciones de teóricos, críticos e historiadores del arte se den el tiempo de construir su propio consenso de discusión estético-política, lo cual no quiere decir construir un programa. Pienso que estas generaciones están demasiado preocupadas por lo temas que son rentables y efectivos y no por preguntas críticas que permitan negociar el espacio político del arte y sus discursos. Esto es un problema complejo que tiene que ver con el salto al vacío que se da entre la academia y la vida profesional, que ha estrechado y oprimido las condiciones materiales de posibilidad para la generación de intersticios de pensamiento. Finalmente creo que se ha debilitado de manera muy importante el sistema de apoyos financieros (privados y públicos) al trabajo de investigación de largo aliento, algo que hace casi imposible la producción editorial de proyectos de esta naturaleza.

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