En los ocho años en los que The Beatles conformaron su discografía, The Beatles (1968), mejor conocido como el Álbum Blanco, permanece como la fase más intrigante y retadora de John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. El impacto en la cultura popular del noveno álbum de estudio de la banda ha sido tal que incluso hoy, a 50 años de su publicación, genera discusiones. ¿Qué hace tan relevante esta producción, que en su momento fue considerada irregular y a veces fallida?
El disco incluye piezas que no pocos consideran de relleno, como “Wild Honey Pie”, “The Continuing Story of Bungallow Bill” o “Savoy Truffle”; otras de nivel bajo, por ejemplo “Birthday” y “Honey Pie”. Las constantes peleas entre sus integrantes y la falta de coherencia en aquel período alimentaron la idea de que un Álbum Blanco en una discografía era sinónimo de tropiezo mayúsculo o declive anunciado. Sin embargo, pocos se atreven con un proyecto de esta naturaleza. Se trata, quizá, de la más grande apuesta artística: exponer los vicios, puntos flacos y grandezas en igual medida. La desmesura, la afirmación de la individualidad, las ficciones que abordan lo mismo el sinsentido o el tono confesional que el cinismo o las pulsiones destructivas. Eso es el Álbum Blanco. ¿Quién se atrevería hoy a realizar este ejercicio de arrogancia y vulnerabilidad?
Es imposible recuperar la sensación de los seguidores al chocar con un bloque de estética minimalista. Como mirar un cuadro abstracto y pálido en una galería en donde predomina el color y el sinsentido, la música que envolvía aquella intrigante cubierta diseñada por Richard Hamilton reveló un cambio radical respecto a su predecesor. Por primera vez las canciones de los Beatles tenían una voluntad individual que no procedía del genio grupal. Incluso George Martin decidió abandonar las sesiones de grabación por largos períodos, dejando provisionalmente en la consola a un jovencísimo Chris Thomas, futuro productor de los Sex Pistols. Esta sensación egomaniaca, que apunta a distintos frentes, es evidente en el resultado final: sólo en 16 temas tocaron todos los integrantes, mientras que en el resto alguien toca en solitario la guitarra o tiene el cobijo de una orquesta. Si bien esto había ocurrido antes –por ejemplo McCartney acompañado de un cuarteto de cuerdas en “Yesterday”, o recurriendo a una orquesta de cámara en “Eleanor Rigby”; y también Harrison en “Within You Without You”, con una decena de músicos indios–, The Beatles llevó al grupo a una posición distinta, como células individuales que aceptaban la colaboración de los otros en casos específicos.
Introspección y caos
Un viaje a Rishikesh a principios de 1968 despertó en la banda la inspiración para componer de una manera libre y creativa, como no se veía desde sus primeros años. Esto afectó especialmente a Harrison y a Lennon, quien, luego del papel secundario que tuvo en Sgt. Pepper’s y Magical Mystery Tour –lapso en el que creó joyas como “A Day in the Life” o “I Am the Walrus”, dos de las piezas que se encuentran entre lo mejor de los Beatles–, recuperó su faceta más innovadora y prolífica. Para marcar una diferencia con el disco de 1967, Lennon llegó a afirmar: “[El Álbum Blanco] es dar una vuelta completa a Sgt. Pepper […] Para mí es mejor porque soy yo mismo”. Nadie podría dudar de ello al prestar atención a clásicos inmediatos como “I’m So Tired”, “Dear Prudence” o “Sexy Sadie”. Como dice Philip Norman en su John Lennon, había mucho en juego en aquel entonces debido a que se trataba de un “anteproyecto de ruptura”.
Algo opuesto pasó con McCartney. A pesar de su “autoritarismo de director de escuela” –como afirma Norman en su biografía–, que le daba gran protagonismo, su talento solista se vio un tanto opacado por la cantidad de aportes de Lennon y las deslumbrantes composiciones de Harrison “While My Guitar Gently Weeps” y “Long, Long, Long”. A esto hay que sumarle los conflictos que provocó con todos sus compañeros. No obstante, sería injusto decir que el material del bajista fue menor, desechable o, peor aún, blando, ya que ahí están dos de las aportaciones más estridentes y polémicas de toda su trayectoria como beatle: “Why Don’t We Do It in the Road?” y “Helter Skelter”. Esta última ha generado un culto que sigue causando fascinación y horror: desde U2, Oasis y Aerosmith hasta Siouxsie and the Banshees, Soundgarden y Rob Zombie, todos han buscado capturar la energía cruda que los Beatles generaron tras pensarla como la canción más ruidosa de 1968. Su papel como arreglista es indudable.
Lennon podía jugar el papel de compositor dulce que a menudo (y a veces con mala fe) se asociaba a McCartney. Muestra de ello es la pieza de cuna “Good Night”, cantada por Ringo, que evoca las baladas hollywoodenses de los años 50. O incluso llevar una canción pop a sus extremos, como ocurre en “Dear Prudence”, en donde se aprovechan las posibilidades de las armonías indias para hacer una canción con una nota predominante y dar con ello un efecto de movimiento inusitado. Algo similar ocurre con “Julia” y sus arpegios melancólicos que devienen tensos.
Lo político en lo personal
Tal vez la música no influye en quienes toman las decisiones, pero hace algo mejor: puede anticipar los escenarios y cambios sociales. La desolación de Vietnam se acrecienta con “The End” de fondo, la crisis prethatcheriana se dimensiona con el enojo de “Anarchy in the UK”, y las revueltas estudiantiles tienen su autocrítica en “Revolution” y “Revolution 9”. Ahora bien, lograr que un conjunto de canciones de un mismo artista sean parte del Zeitgeist de una época es una labor que compleja. El Álbum Blanco lo hizo en diversas formas, todas concernientes a la violencia y la desilusión. Así lo expresó una crítica en el Sunday Times británico en su tiempo: “Musicalmente hay belleza, horror, sorpresa, caos, orden. Eso es el mundo, y eso es de lo que se tratan los Beatles”.
Para Charles Manson, por ejemplo, escuchar la placa doble era una especie de Biblia con mensajes ocultos que solo él y los Beatles entendían en una correspondencia mística. “Piggies” de Harrison y “Helter Skelter” de McCartney, pensaba aquel loco, vaticinaban el caos de una guerra racial futura de grandes proporciones, un nuevo apocalipsis en el que Manson sería una especie de San Juan posmoderno. La historia resultante es sabida, lo que también acrecentó la marca negra del disco blanco. Al describir “Helter Skelter” en el ensayo incluido en la edición del 50 aniversario de The Beatles, John Harris apunta: “Parece […] una puesta en escena muy oportuna de anarquía apenas controlada, entregada con una intensidad que muy pocos grupos de rock alcanzaron”.
Con su atípica cubierta pálida sin mayores detalles que el nombre de la banda en relieve, la influencia de este primer disco homónimo de los Beatles puede comprobarse a través de la cantidad de artefactos culturales y sucesos históricos que ha motivado. El primero que viene a la mente es el libro de la periodista Joan Didion, The White Album (1979). En el fondo, el disco doble de John, Paul, George y Ringo se ha colocado también como un aviso prematuro del fin de un verano del amor que se extendió del 67 al 70; comparte, sin saberlo, el tono desilusionado del libro de Didion y la idea de que en algún momento la noción de futuro pasó de ser algo lleno de posibilidades y aventuras a algo inmediato y angustiante.
El Álbum Blanco puede entenderse como un termómetro artístico de las transformaciones aceleradas que se vivían al final de una década determinante para la vida contemporánea, y en particular de un año decisivo como 1968. Justo un 22 de noviembre, pero un lustro antes, habían publicado With The Beatles en un clima de sensaciones utópicas, positivas, que estaba fuera de las discusiones agitadas de años posteriores. Los cortes mop de los liverpulianos pronto evolucionaron a las cabelleras largas y una actitud liberal a tono con la conciencia política que las juventudes abrazarían en oposición al establishment representado por tipos como el primer ministro Harold Wilson o Richard Nixon.
Las generaciones que encumbraron al Sgt. Pepper’s como la piedra de toque del movimiento psicodélico y que vieron germinar los movimientos estudiantiles y de derechos civiles se sintieron confundidas cuando Lennon (uno de sus líderes ideológicos) los increpó con una letra llena de sana ironía (anti)revolucionaria: But when you talk about destruction, don’t you know that you can count me out. Seis meses después del mayo francés y uno de la masacre estudiantil de Tlatelolco, aquel lienzo en blanco era puesto en el banquillo de las diferentes movilizaciones que no paraban de preguntarse: ¿son los supuestos líderes de izquierda la verdadera respuesta y camino a la liberación?, ¿qué posibilidades reales tiene el activismo de transformar la realidad social?, ¿pueden el arte y la imaginación colarse en las estructuras de poder? Y tal vez la más difícil: ¿puede el arte más íntimo ser tan provocador como el arte militante? Canciones como “Julia”, “Blackbird”, “Sexy Sadie” y “While My Guitar Gently Weeps” responden con introspección: sí.
Ruido blanco
Con excepción de Charles Manson, pocos escuchas pueden aseverar que realmente aprecian los ocho minutos de “Revolution 9”. Y es que no se trata de la composición más amigable del cuarteto: un montón de sonidos ensamblados como una marea caótica forman la pieza más controvertida en toda la carrera de los Beatles. Incluso en las críticas menos pesimistas de aquel tiempo se le tachaba de desperdicio: los más puristas sugerían que en lugar de esta ingente mezcolanza de sonidos aparentemente inconexos (a los que se suman frases como “it becomes naked”) se podrían haber añadido al menos tres canciones convencionales que hubieran encajado mejor en el tenor ecléctico de The Beatles.
El tiempo le ha hecho alguna justicia a esta composición en la que intervinieron Lennon (compositor principal) y en segunda instancia Yoko Ono y George Harrison. Si tomamos en cuenta el año difícil en el que se produjo, “9” se trata efectivamente de una revolución sonora y un manifiesto político musical. A 50 años de su producción, estamos desprovistos de eso que algunos llaman “espíritu del tiempo”, ya que múltiples inquietudes que en aquel momento revoloteaban se han perdido de los documentos y los registros orales y mentales de sus protagonistas. Tampoco podemos palpar el efecto inmediato que sus canciones tenían en el ciudadano promedio de 1968. Tomando en cuenta el extrañamiento que ocasiona hoy en día, es posible imaginar la impresión brutal que causó en su día.
A pesar de todo, es posible rastrear los antecedentes de “Revolution 9” a partir de la conexión que Ono tenía con el influyente movimiento Fluxus, así como las experimentaciones que McCartney y Harrison habían hecho en 1966. El primero con la paleta sonora “Carnival of Lights” (hasta ahora inédita) y el segundo con la musicalización a caballo entre los sonidos orientales y el rock del disco Wonderwall Music. Lennon, por otro lado, había perfeccionado los trucos psicodélicos y los jugueteos letrísticos que se habían traducido en no pocas críticas a partir de “Tomorrow Never Knows”, “I Am the Walrus” o “Strawberry Fields”. En el mismo Álbum Blanco pueden escucharse un par de ejemplos de ese impulso vanguardista en “Happiness Is a Warm Gun” y “Cry Baby Cry”. La primera es un pastiche de diferentes géneros que bien puede encasillarse como un proto rock progresivo; la segunda es una extensión de fantasías a la Lewis Carroll, que de tan forzadamente infantiles adoptan un toque inquietante.
“Revolution 9” no es sino el pináculo de esa ambición de llevar a sus límites la canción popular. Sólo que la hipérbole no se encuentra en la imaginería surrealista, los cambios de ritmo o el uso de acordes extraños, sino en la posibilidad de ponerle un sonido caótico al pulso político del 68 y salirse del tiempo y sus estructuras limitadas. A diferencia de composiciones aguerridas como “All Along the Watchtower (ya sea la versión original de Dylan o la mejorada de Hendrix) o en el “Street Fighting Man” de su competencia más cercana, los Stones, en Lennon la experiencia de la revolución se vuelve algo más cercano a una fractura caótica en el sistema de correspondencia que hasta unos meses antes significaban los Beatles. No es raro decir entonces que “Revolution 9” es tanto el sonido de la guerra mundial como de una batalla que estaba por fragmentar al cuarteto para siempre. Cualquiera que escuche alguna de las diversas versiones que orquestas han hecho de la pieza lennoniana –recomiendo particularmente la de Alarm Will Sound– notará que las similitudes con John Cage o la Sinfonía de Luciano Berio vienen más a la cabeza que cualquiera de las composiciones con Harrison o McCartney. Ello nos dice mucho del carácter individualista del Álbum Blanco y de los alcances de la música concreta en futuras composiciones pop.
El disco como evento
Más que ninguna otra producción de los Beatles, el Álbum Blanco tiene, tal vez, los mayores alcances extramusicales. Estudios políticos, filosóficos e incluso historiográficos de los 60 abordan las diversas aristas del proyecto. Quisiera detenerme, sin embargo, en su diseño sencillo y ambiguo, a cargo del artista pop Richard Hamilton. En el texto incluido en la edición del 50 aniversario (que circula en estos días) Andrew Wilson considera añadir un número de serie aplicado a cada portada en las primeras ediciones que remiten a una hoja en blanco: “Esto lo convirtió en algo diferente, individual y personal, así como cotidiano, múltiple y universal”. Una idea en apariencia sencilla y universal (la pureza del blanco, las posibilidades de la hoja en blanco) tomó un rumbo personalizado en cada pieza adquirida.
Las conexiones entre el sonido y las artes visuales habían tenido un eco polémico cuando, influido por la pintura monocromática (blanca también) de su amigo Robert Rauschenberg, John Cage escribió su composición 4’33’’ a principios de la década de los cincuenta, escandalizando al medio musical al no incluir sonidos. Más bien, lo que incomodó a las audiencias, a la crítica y a los músicos más tradicionales era que Cage buscaba provocar a través de una pieza que capturaba los sonidos ambientales y la cotidianidad más sencilla y cambiante. Las posibilidades del blanco como medio de proyección o marco o una ventana para el yo.
En años recientes un artista neoyorquino llevó a cabo un proyecto que reflexiona sobre este tema. El artista Rutherford Chang compra desde hace una década primeras ediciones del Álbum Blanco. Dice Wilson: “Para la mayoría de las copias del álbum que Chang ha recopilado la portada blanca fue una invitación a escribir y dibujar, una forma de testificar a través de estas marcas de propiedad y lealtad, protegiendo e identificándose en la portada del álbum. Esta respuesta convierte el disco en un artefacto que existe junto con el ritual de escuchar la música; no es un objeto tanto como un evento”.
Las conversaciones que The Beatles ha generado en años recientes son sobre todo positivas. En 2004 el productor Danger Mouse (famoso por “Crazy”, de su proyecto Gnarls Barkley) lanzó The Grey Album, disco que toma fragmentos de The Beatles y The Black Album (2003), de Jay-Z. El resultado es más que revelador. Más allá de las disputas políticas sobre los derechos de autor que generó, llevó los sonidos beatlescos a otros públicos, como el de hip hop. Una idea simple –la coincidencia lingüística entre un álbum blanco y otro negro– representa un ejercicio lúdico más que interesante que lleva a otra afirmación: samplear y hacer loops es otra forma de creación y apertura de diálogos con obras en teoría cerradas a la interpretación. Dividir todas las frases de batería de Ringo, el puente de “Helter Skelter” y el piano (ahora ralentizado) de «While My Guitar Gently Weeps» y convertirlos en samples, patrones y loops que conviven con la voz de Jay-Z puede parecer absurdo, pero la edición y la curaduría (porque eso es en gran medida un DJ: un curador y un editor) logran que la empresa sea coherente y posible.