16 de agosto de 2017

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Pensamiento

Constelación al sur del viento

Beatriz Sarlo (1942-2024) fue una de las intelectuales y ensayistas latinoamericanas de mayor calado; Rafael Toriz la despide en este perfil

Rafael Toriz | miércoles, 18 de diciembre de 2024

Beatriz Sarlo (1942-2024) retratada por Alejandra López

Hasta hace no demasiado, cuando la cultura impresa jugaba un papel central en la interpretación de la realidad, orientarse a través de la crítica para hacerse una idea de la complejidad del otro –entendido como territorio, tradición o idiosincrasia, por decir algo– solía ser una herramienta tan precisa como valiosa para tratar de comprender quiénes somos y en dónde estamos; sobre todo tratándose de una arena continental compleja unida por una lengua mestiza. Entre los intelectuales abocados a dicha tarea, tan ingrata como fecunda, pocos como Beatriz Sarlo fueron tan profundos, honestos, propositivos y sólidos en sus alcances y derivas: fue una imaginación lúcida y armada hasta los dientes que no sólo amplió los campos de conocimiento que tocó, sino que alimentó desde diversos puntos de vista la tradición prácticamente extinta del intelectual latinoamericano, un eclecticismo feroz que en su caso estuvo sostenido no sólo por el oficio de su prosa sino por un andamiaje teórico impecable.

Su caso, uno de los instantes más conspicuos del ensayo en nuestra lengua a partir de la segunda mitad del siglo XX y aún en lo que va del XXI, cumple con el gesto de haber operado de manera atmosférica, a la manera de un viento benefactor que todo lo envuelve: los filos de su crítica se mantuvieron intactos no sólo por la vigencia de sus análisis y sus temas de estudio, siempre con una claridad expositiva envidiable, sino por su relación sin miedo con el equívoco frente a un presente vertiginoso y su sorprendente capacidad de trabajo (que aún está por reportarnos una suculenta sorpresa en febrero del próximo año): Beatriz Sarlo fue una presencia real para la arena pública debido a su rigor académico y destreza narrativa –de la que da cuenta un libro tan singular como Viajes. De la Amazonia a las Malvinas–, pero también por su perspectiva sociológica e histórica, haciendo de la literatura, la política y la crítica cultural sus bestias de tiro, explorando las diversas tensiones entre sí con una precisión conceptual y una mirada crítica del presente a partir del análisis tan implacable como original del pasado, tal cual se expresa en La pasión y la excepción, uno de sus ensayos más sofisticados de imaginación crítica y el segundo libro suyo que recuerdo haber leído (el primero fue Siete ensayos sobre Walter Benjamin hace apenas 20 años– mientras cubría un precario interinato para la clase de “Metodología de la crítica” en Letras Inglesas de la UNAM).

Honesta, severa y categórica, Sarlo supo encarnar las facultades que reconocía en el ensayo: “el ensayista no dice lo que ya sabe, sino que hace (muestra) lo que va sabiendo; sobre todo, indica lo que todavía no sabe. En el ensayo se dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del arquero zen, el ensayo es el trayecto más que dar en un blanco. Pero, a diferencia de la flecha, el movimiento discurre en varias direcciones, exploratorio, muchas veces incierto”. Creo que en dicha incertidumbre radican dos de sus características principales, valiosísimas debido a su escasez en el medio: la de poder decir, sin ambages, yo de eso no sé, y más aún, sacrilegio entre sacrilegios, escribir me equivoqué; actos ambos de honestidad intelectual en un gremio difícil como el de los escritores (y aún infame, como el de los académicos), que han hecho de afectos como el resentimiento uno de sus combustibles predilectos.

Otro rasgo de su personalidad, por el que siempre tuve absoluta debilidad, fue cierta actitud monacal en relación a la suntuosidades del mundo social, algo que no sólo tenía que ver con su estilo para vestir, como testimonia el océano de fotos en su papel de figura pública, sino, sobre todo, en una cuestión que encuentro directamente profiláctica: el decoro como una cuestión de estilo, gesto practicado con denuedo por el intelectual de viejo cuño rioplatense y totalmente distinto a la cultura virreinal de señoritos tan propia de lugares como México, Perú y Colombia, y que apuntala un rasgo sintomático y efectivo: esa desfachatez de construir un mismo horizonte discursivo. Esa extraña e imperiosa necesidad de aspirar a vivir en democracia.

Dicho rasgo resulta especialmente valioso, sobre todo, cuando se intenta construir un canon (o al menos, posibilitarlo); algo que nunca entendió la crítica literaria en México, siempre tan clasista y bien peinada. Al respecto, inquiere Sarlo en una entrevista: “muchas veces se reprocha a mis libros o artículos el gesto autoritario del que pretende establecer un canon, pero un canon no se establece por gestos autoritarios, como nadie se convierte en líder porque una mañana se miró al espejo, se peinó y se dijo ‘soy líder’. Un canon, como cualquier otra forma de organización simbólica, se establece cuando se tiene la suerte de encontrar los vínculos entre los autores que se está estudiando”.

Imbatible Medusa al momento de petrificar insolentes Perseos, podría editarse una no tan breve antología sobre la gente a la que supo poner en su lugar sin aspavientos (y que el hermoso español argentino emplaza bajo el nivelador concepto de “ubicar” desubicados).

Crítica de las que ya no quedan –y de la que ella supo ser un eslabón macizo como lo cuenta en su “Retrato a mano alzada”, sobre Ángel Rama–, hablando de su compendio de ensayos sobre Roland Barthes supo llegar, una vez más, al hueso: “[Barthes] te hace entender que la crítica literaria no tiene un modelo académico, sino que tiene un modelo intelectual y público de escritura, que es el que uno no ha abandonado nunca […] La relación con la escritura tiene que ser siempre una relación de extremo deseo, nunca administrativa”. Y esa es otra de las claves por las cuales sus libros se experimentan como algo vivo e insurrecto. Universitaria porque tal fue su ambiente natural, Beatriz Sarlo encarnó la figura del intelectual público que no se arredró frente a ninguna batalla ni oponente: muchos son los rasgos firmes y hasta odiosos de su temperamento, pero algo en lo que nadie puede disentir es que se trató de una mujer absolutamente valiente, en ristre frente a otro reconocimiento que no fuera el del oficio y el talento.

Con actitud sanamente profiláctica frente al albañal adictivo de las redes sociales, es notable el alud en Twitter (ahora X) respecto al género de la llamada necroselfie a cargo de lectores, alumnos, oportunistas y toda clase, entrañable y no, de fauna digital que salió a referir sus anécdotas personales, inventadas o bien contadas, junto con el intercambio de correos con la occisa y otras enfermedades de transmisión textual, lo que demuestra no sólo su carácter de lugar de encuentro, sino el cariño y admiración que despierta un intelectual por el que se experimenta un sentimiento profundo de identificación personal; emoción ambigua entre la proyección, el reconocimiento y la franca infatuación: hay algo del ethos colectivo que anima a reconocerse en Sarlo porque se la admira y se la respeta. Y eso es mucho más de lo que puede decirse casi de cualquier otro escritor en el planeta.

No es casual en lo absoluto que Sarlo tuviera que ver con tantísimas personas, escenas y circunstancias tan diversas, manteniendo una curiosidad a lo largo del tiempo y una agudeza frente a las preguntas más triviales, como se lee en una entrevista donde se le pregunta algo tan aparentemente banal como piedra, papel o tijera: “son las circunstancias las que definen los instrumentos. En una manifestación masiva, revolear una piedra no es un sacrilegio contra la paz social. Cortar, con un tijeretazo, la lectura de un discurso político insustancial o reiterativo, sintetizarlo críticamente, es ejercer el derecho al juicio de calidad. El papel, de todas maneras, resulta casi siempre más saludable y, a veces, intelectualmente más productivo”.

Gracias por tanto, doña Beatriz: nombre que fulgura desde anoche como una estrella más entre las gramáticas viento.

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