Varios conceptos vienen a la mente tras una escucha atenta a la música de Bendik Giske, pero tal vez el más importante de ellos sea el de la fisicalidad: los sonidos de su saxofón parecen provenir, en primera instancia, de un gran esfuerzo físico. Pero a medida que uno se adentra en su cadencia descubre mayores matices tanto expresivos como técnicos: la respiración circular, que emparenta a Giske con la música de gente como Colin Stetson o Evan Parker (por mencionar sólo un par), le permite mantener el pulso del sonido y, al mismo tiempo, alcanzar nociones más trascendentales –el noruego me asegura, mientras conversamos, que puede lograr momentos de meditación mientras traza esos patrones rítmicos, esos loops analógicos presentes en casi toda su obra.
La relación con su instrumento, por otra parte, tiene un interesante carácter doble: allí donde el saxofón parece una extensión mecánica de su cuerpo, un mero dispositivo adherido a esa fisicalidad previa; si lo pensamos como un cauce de sus técnicas de respiración, puede convertirse en una extensión orgánica, una especie de pulmón externo a su cuerpo. La relación se complejiza.
Tal vez sorprenda que una de las mayores influencias para la creación de esas estructuras sea la cultura techno de Berlín, la ciudad donde vive y desarrolla su trabajo: el “suelo común”, como él mismo denomina a los ritmos electrónicos, que emparentan los cuerpos de la audiencia, que por su estridencia no permiten el desarrollo de un lenguaje que no sea el corporal, obliga a desarrollar formas de vinculación interpersonal distintas a las de la conversación. Y obliga, incluso, a politizar esas formas: aparecen entonces ideas clave en su música, como la de rendición (su grabación más reciente se titula, precisamente, Surrender). Rendirse, me comenta, suele asociarse a una debilidad, pero “si partimos de la idea de que los efectos más nocivos de la cultura patriarcal están asociados con la virilidad, el poder y la violencia”, esa rendición adquiere otro matiz.
Giske, sin embargo, afirma querer evitar que la idea de lo queer se convierta en una mera categoría donde encasillar con facilidad su estética: lo queer, asevera, “no tiene que ver sólo con la sexualidad sino con una idea más amplia: cada vez que alguien asegura haber encontrado el límite de las cosas, la visión queer busca superar ese límite, alcanzar el otro extremo y mirar desde afuera de la categoría supuestamente insuperable”. Límites a romper, o por lo menos a difuminar, entre el cuerpo y el instrumento, entre las estructuras analógicas y electrónicas, entre las concepciones de lo débil y lo fuerte, entre los cuerpos normados y los raros; la obra de Gendik dibuja esas demarcaciones tan sólo para superarlas.
Pero hay otro límite del que es interesante hablar, a propósito de su visita a México, organizada por Apart From, para participar de la inauguración de Material Art Fair: el límite tácito entre la música, las artes visuales en particular, y el espacio –arquitectónico o no– en general. ¿Cómo superarlo, si tanto sus orígenes como sus medios parecen tan distantes? Tal vez desde la noción de forma: los patrones sonoros construidos por el saxofonista son tan claros y tan potentes que pueden llegar a entenderse como plásticos e incluso inmersivos.
No es raro que Bendik Giske toque en galerías o museos, pero le pregunto, para finalizar, con qué lugar sueña para hacer sonar su música. Su respuesta es sorprendente pero, en cierto punto, sintomática: la gruta de Jeita, en Líbano, entre piedra caliza y estalactitas, “no sólo por su sonoridad, sino por su extensión; sus 9 kilómetros de longitud hace que al final del recorrido puedas quedarte sin aire”. La falta de oxígeno, ¿el límite insuperable para un saxofonista? Hoy, a partir de las 22 horas, en Galera, junto a Pharmakon (aunque también el viernes a las 19 horas en el club Yu Yu y el domingo en la fiesta Cinturón Gay Latino de Traición, a partir de las 16 horas.) es una excelente ocasión para comprobarlo.