“¿Sabes lo que vi en la televisión en el cuarto de mi motel a la una en punto de la mañana? ¡Filmes sobre Hitler! ¡Están mostrando películas sobre la guerra! ¡El movimiento! ¡La gente está fascinada! ¡El tiempo ha llegado! ¡Adolf Hitler está vivo!”, le explica un desquiciado Josef Mengele (interpretado por Gregory Peck en uno de los contados papeles donde fungió como antagonista) a Ezra Lieberman, un caza-nazis vienés interpretado por Laurence Olivier. Es parte de la escena climática de Los niños del Brasil (1978), la inquietante cinta dirigida por Franklin J. Schaffner que adaptó la novela homónima de Ira Levin, publicada apenas dos años antes del estreno de la película. ¿Inquietante por qué? No sólo por su estilo, que aspiraba al realismo documental de los setenta que funcionó tan bien en incontables thrillers (como la versión de El salario del miedo, de 1977, de William Friedkin) pero que también incorporó elementos de ciencia ficción o sobrenaturales (como ocurrió con El Exorcista, también de Friedkin, de 1973; o La Profecía de Richard Donner, de 1976, una cinta que, como Los niños del Brasil, incorporó narrativas paranoicas y de conspiración). En algunos sentidos, esta cinta de Schaffner fue un coletazo del cine de una década, pero no así su tema –el relato extraño vinculado a los horrores de la Segunda Guerra Mundial– cuya genealogía, obviamente, se rastrea hasta mediados del siglo pasado, y que hoy sigue gozando de popularidad. Así, Los niños del Brasil, que cumple cuarenta años de estrenarse, es inquietante por doble partida: revivió algunas fantasías del imaginario marginal, “maldito”, pulp o abiertamente morboso, para llevarlo al gran público.
La trama de la cinta es conocida: un científico loco o sádico (¡inspirado en el Mengele histórico!) ha escapado de sus perseguidores a Sudamérica (tanto a Brasil como a Paraguay) y ha ideado la forma de clonar a Hitler para revivir al Tercer Reich. Pero es conocida, también, porque se trata de un temor –el retorno del nacional-socialismo– que ha sido explotado múltiples veces en el cine popular, y de distintas formas. El tropo del retorno del Tercer Reich a través de ciencia ficción también vertebró cintas de Serie B como The Madmen of Mandoras (1963, aunque es más conocida su versión extendida para la televisión, de 1968, They Saved Hitler’s Brain), o The Frozen Dead (1966), sobre criminales de guerra que fueron congelados con el objetivo de revivir la “gloria nazi”. Aunque Mandoras es ficticia, se trata de una república bananera, una supuesta pero exótica isla tropical (también Los niños del Brasil cojea ideológicamente al exotizar a los habitantes de Paraguay y Brasil). Debe apuntarse que a pesar de sus semejanzas, las cintas de los sesenta se vieron constreñidas por un tópico de la época: la cabeza sin cuerpo (o el cerebro sin cráneo en algunas versiones) que vive en un laboratorio, como se vio en El cerebro que no quería morir (Joseph Green, 1962), una extraña película sobre un científico loco que sostiene con vida la cabeza de su novia, mientras le busca otro cuerpo.
También Los niños del Brasil lleva la marca de su época: como El Exorcista y La Profecía (y la rompedora El bebé de Rosemary, de 1968, también basada en una novela de Levin) promueve la posibilidad de niños malditos, condenados o malignos. Es, en ese sentido, una cinta de aire anticonceptivo. Y aunque tomó su factura más en serio que las cintas de serie B de los sesenta, no dejó –por ello– de ser fársica. En algunos sentidos es un relato espejo a las narrativas de la “cabeza en una botella”: el problema no es la materia (el cuerpo de Hitler se ha duplicado exitosamente, en distintos niños alrededor del globo), sino la ideología. Los cuerpos, como órganos, parecen poder trasplantarse incluso a través del tiempo; ¿pero puede ocurrir lo mismo con la ideología? Aquí vuelve a sonar el eco del discurso furibundo y enloquecido de Mengele, quien fracasa en la cinta. En ese sentido, Los niños del Brasil es una cinta optimista (los pequeños Hitlers no son más que niñitos malcriados, antipáticos y ridículos) y que daría pie a una discusión más o menos interesante sobre ética (como el problema del “bebé Hitler”, que tantas columnas de opinión engendró).
Pero tal vez, como vemos en nuestra época (¡incluso si volteamos a ver al Brasil contemporáneo!), la cinta fue demasiado optimista. Por un lado, se pasa por alto que las ideologías son más bien fáciles de replicar o revivir. Y, me temo, el Mengele ficticio tiene un punto: nos fascina la representación del nazi en la cultura popular. Ya sea como un villano caricaturesco (como se vio en los ochenta en cintas de acción como las primeras tres entregas de la marca Indiana Jones) o como un amenazante pero viejo pasado de moda (como el criminal de guerra Szell de Marathon Man, de 1976, curiosamente interpretado por Laurence Olivier). Se cree, erróneamente, que lo ridículo no puede ser peligroso. Una hipótesis: del villano de caricatura y de la ideología en supuesta decadencia, necesariamente surge un monstruo: el zombi nazi. Aunque hubo, en tiempos de la Segunda Guerra, cintas que exploraron a esa creatura (como King of the Zombies, de Jean Yarbrough, de 1941), su popularidad contemporánea tiene algo de abrumador: se le ha visto en videojuegos, en juegos de mesa, pero también en películas de acción de distribución más o menos marginal (como la noruega Dead Snow y su secuela; la británica Outpost, y su secuela…), o central como vemos ahora en cartelera, con Operación Overlord (de Julius Avery, producida por J.J. Abrams). Muchas de estas películas son infantiles, “tan malas que son divertidas”, imposibles de ver o palomeras. Pero la gente está fascinada.