Presente de las Artes en México aspira a producir una instantánea que permita rastrear algunos rasgos salientes del arte de los últimos tiempos; nuestra selección consta de 12 artistas que están cambiando las formas expresivas y reorientando la discusión.
Para hablar de La Bruja de Texcoco hay un primer factor a enfrentar: el personaje mismo. Y es que son pocos los casos en nuestro país, como el de La Bruja en 2018, de una gran cobertura mediática realizada a un artista que estrictamente no había publicado siquiera una obra en forma. La música emergió el año pasado en diversos medios, anunciando lo que a la postre se convertiría en su primer álbum, De brujas, peteneras y chachalacas, y un documental, La Bruja de Texcoco, estrenado en la Muestra Internacional de Cine con Perspectiva de Género de este año. El personaje imperaba y es fácil entender por qué: un hombre de grandes dimensiones, barbado, vestido de huipil istmeño y tacones, con un arpa entre las manos. Los medios, además, se encargaron de repetir el mito de origen del personaje, contado por él mismo: en una fiesta en Texcoco, hace casi una década, un chamán le ordenó sanar a su hija que convulsionaba. Él no sabía cómo proceder pero su canto, obviamente, la sanó. Etcétera. El personaje, decíamos, es un factor a enfrentar porque puede obnubilar el acercamiento crítico a su música: esa mezcla violenta de códigos, cara a la cultura del travestismo, lo acerca peligrosamente a una folclorización burda, lista para exportarse. De brujas, peteneras y chachalacas, sin embargo, es un trabajo sólido, que incluso puede ayudar a discutir un tema de mayor calado: una revisión profunda y urgente de las tradiciones musicales mexicanas que no implique una folclorización frívola, casi mercantil (à la Lila Downs), o una actualización o fusión que presuponga que tratamos con una estética atrasada. ¿Dónde se coloca la obra de La Bruja de Texcoco ante estas preguntas? En un borde interesante: la música desarrolla una estética que, aunque caiga en ciertos lugares comunes, le permite proponer un imaginario.
La voz de La Bruja, por otra parte, contribuye en gran parte a mantener ese tono particular del álbum: expresivo y al mismo tiempo opaco, como si no quisiera develar del todo un enigma.
De brujas, peteneras y chachalacas se desarrolla con una parsimonia notable (los temas no bajan de los seis minutos de duración); por momentos bella, por momentos oscura. No hay intentos de mostrar una novedad arbitraria o una puesta al día de tradiciones como las del son istmeño o de ritmos menos conocidos como la folía portuguesa, sino un cuidado paciente de sus materiales que, paradójicamente, hace que aparezcan sorpresas y luces por todo el camino. Tal vez el mejor ejemplo sea su “Suite Aquelarre”, donde la folía se difumina lentamente hacia texturas de instrumentos precolombinos –como lo hubieran hecho en los ochenta Luis Pérez Ixoneztli o Jorge Reyes– hasta encontrarse con un clavicordio que confirma el barroquismo, ¡que no fusión!, de la propuesta –hay que poner atención, igualmente, a la belleza de una canción como “Nahual Papalotl”, tal vez uno de los picos más altos de la música mexicana de este año. La voz de La Bruja, por otra parte, contribuye en gran parte a mantener ese tono particular del álbum: expresivo y al mismo tiempo opaco, como si no quisiera develar del todo un enigma. Se me ocurre ahora que el personaje puede funcionar como el vehículo base para el afianzamiento de ese imaginario; será interesante ver cómo se desarrolla en años posteriores una carrera que, al menos de inicio, ha tenido los focos y confirma su calidad con De brujas, peteneras y chachalacas.