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Una casa sin límites

Mónica Ramón Ríos | miércoles, 26 de julio de 2017

José Donoso escribió El lugar sin límites en México y, de maneras alusivas, el segundo largometraje de Camila José Donoso, Casa Roshell, parece convocar la tragedia de la Manuela reconvertida aquí bajo la lógica del afecto, la política de género y el “boom” del cine independiente. El largometraje rodado en México conserva varias marcas de un lenguaje cinematográfico que la directora ya había explorado junto a Nicolás Videla en Naomi Campbel –la falta de límites entre el documental y la ficción, la autoría colectiva–, aunque en la película de 2017 explora más a fondo la tensión entre el lugar de la autenticidad y lo inventado, creando una marca autoral que evoca y tuerce a su padre estético.

Casa Roshell, como si estuviéramos en una pieza de teatro clásico, tiene unidad de tiempo y espacio. Se desarrolla durante una noche dentro de los límites del club regentado por Roshell, el que está ubicado en una casa que por fuera no llamaría la atención de nadie. En su interior, sin embargo, hombres acuden a transformarse en mujeres, para lo cual Roshell y su equipo proporcionan servicios y talleres, productos y consejos para encontrar la identidad femenina. Parte del encanto del club es lo que ocurre tras las cortinas, cuando empieza el espectáculo, donde otros hombres acuden a romancear con las mujeres. La acción de la película se localiza por entero en los confines del club; varias veces el afuera aparece descrito como un lugar peligroso, lugar que nos vigila y que debemos vigilar a través de videos de seguridad, único acceso visual a lo que sucede afuera. Por el contrario, el interior del club se define como un lugar seguro, en el que transitan los afectos, las redes de apoyo y la potencialidad de una existencia auténtica.

Y, sin embargo, el filme nunca muestra el interior del club de Roshell como un espacio fácil de mapear y comprender, complicando así esos límites de lo verdadero. Los encuadres cerrados, donde abundan los primeros planos y los planos medios, se complican con el uso de espejos ubicados en cada pared. En una de las secuencias, compuesta por una toma fija dividida por lo que parece ser el marco de una puerta, por ejemplo, vemos a un hombre afeitándose y preparando con pericia la piel para el maquillaje. Cuando ya hemos indagado lo suficiente en su cuerpo y sus gestos, aparece su brazo por el lado opuesto de la pantalla indicándonos que lo que hemos estado viendo no es la “verdadera” imagen, sino su reflejo. Es ahí, en esos artefactos y artificios, donde Donoso ubica el flujo afectivo entre los personajes. Las miradas, las mismas que en la tradición cinematográfica sirvieron para provocar melodramas, aquí aparecen como un espacio de liberación; se trata tanto del ser como de lo que uno parece ser, sin límites entre lo uno y el otro.

Apunto finalmente que la película traza una diferencia generacional en la política de los géneros. Roshell y las otras mujeres de su club parecen rechazar las categorías; para algunos de los hombres más jóvenes, en cambio, identificarse como homo, hetero o bisexual resulta imprescindible. En uno de los diálogos, un joven le dice a un hombre mayor que viene al club Roshell porque es bisexual; el hombre de canas por su parte contesta que él es heterosexual, porque lo único que ve en ese club son mujeres. Si acaso se trata de encontrar la identidad, la película de Donoso adopta estéticamente los parámetros de esa transexualidad subversiva, una que, bajo el maquillaje, nunca simula la voz y respeta la libertad de las amigas por sobre todas las cosas.

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