03/12/2024
Pensamiento
Catar 2022 o el fin del futbol
De cara al inicio del Mundial, conviene detenerse en las contradicciones éticas y políticas del futbol profesional manejado por la FIFA
El futbol se ha vuelto, con el paso de las décadas, un rito moderno con millones de fieles alrededor del mundo. No hablo del futbol en abstracto, sino del producto que se vende en estadios, pantallas, playeras, derechos de transmisión y mercancía promocional que llena los estantes de las tiendas cada cuatro años. Como modelo de negocio, por supuesto, no es nuevo. Desde su paulatina profesionalización a inicios del siglo XX este deporte cobró cada vez más importancia económica y política. El juego practicado por los nobles se transformó en una industria que mueve, en nuestra época, miles de millones de dólares. A pesar de su éxito es un negocio que necesita expandirse al igual que cualquier empresa multinacional del siglo XXI. De esta manera la FIFA y sus subsidiarias se han enfrascado en la búsqueda desesperada de más ganancias. Los jugadores son vistos como máquinas de rendimiento y el calendario suma cada vez más torneos para mantener al público cautivo, consumiendo una avalancha de información que llena las pantallas 24 horas al día.
Libros como Más alto, más rápido, más dinero: el libro negro del deporte, de Federico Corriente y Jorge Montero, describen cómo la competencia atlética se ha vuelto un arma propagandística y un poder que trasciende límites geográficos y regulaciones legales. Desde Mussolini en el Mundial de 1934 o la dictadura argentina en el de 1978 el evento ha impulsado el nacionalismo y legitimado a los gobiernos de los países que lo organizan. Catar 2022, sin embargo, tiene algo diferente: además de poner bajo los reflectores a la monarquía catarí, mostrará que el deporte es un medio para reproducir el capital. No estoy diciendo que la habilidad de los futbolistas en la cancha no importe ni que no se pueda crear una narrativa heroica sobre las hazañas en la cancha, pero la tradición y el escenario estable en el que se desarrollan los mundiales cambiarán para acelerar el consumo de uno de los productos más exitosos de nuestro tiempo. Si el próximo Mundial –organizado conjuntamente por México, Estados Unidos y Canadá– tendrá más equipos participantes para capitalizar tratos comerciales con más federaciones no debería extrañarnos que el evento modifique su periodicidad para celebrarlo más seguido, como ha dicho Gianni Infantino, presidente de la FIFA.
Futbol, oligopolio
Catar 2022 será también el Mundial hecho en estadios de lujo construidos por inmigrantes esclavizados (6 mil 500 murieron en las obras, según el diario The Guardian), durante el cual los valores democráticos de Occidente serán convenientemente ignorados por todos. Los medios masivos guardarán silencio sobre los derechos de las mujeres y los abusos propios de cualquier monarquía. Tampoco se hablará del espejismo que ofrece un pequeño país cuya prosperidad depende del petróleo y el gas natural. Cuando estos recursos no puedan continuar con su expansión (escenario previsto en el informe más reciente de la Agencia Internacional de la Energía), la máquina que impulsa al país entrará en un periodo de desaceleración y el desierto recuperará el terreno que le arrebató la utopía tecnológica de los jeques árabes. Los estadios con aire acondicionado, las autopistas de lujo y centros comerciales serán ruinas que examinará algún investigador futuro.
Si en el siglo XX algunas sedes mundialistas representaban las promesas del desarrollo para el entonces Tercer Mundo –el famoso desarrollo estabilizador en el caso mexicano– o países en la periferia de las potencias, ahora la vitrina son las corporaciones árabes que, tras el exotismo de los camellos y las palmeras, prosperan gracias a movimientos masivos de capitales, especulación financiera y flexibilidad fiscal. Podríamos decir que Catar funciona como una empresa que puede controlar, incluso, el tránsito de los trabajadores extranjeros que contrata retirándoles los pasaportes, como fue denunciado por Amnistía Internacional este año. A la postre, los inmigrantes representan casi el 80 por ciento de la población del país, según la ONU.
Antes de que el negocio del futbol monopólico caiga por sus propias contradicciones se enfrentará a distintas crisis propias del capitalismo actual. Vimos un adelanto del futuro próximo con la rebelión protagonizada por doce clubes europeos el año pasado. Encabezados por el Real Madrid, exigieron una suerte de pase vitalicio a la Champions League, la competencia más importante a nivel de equipos. La lucha por el poder y el dinero estaba por destruir la meritocracia que legitima el futbol: ahora los equipos ganarían su lugar en la competencia por sus finanzas y no por el esfuerzo en la cancha. El cuento de hadas en el que un equipo modesto puede derrotar a uno de los gigantes sería destruido. Es un mito, por supuesto, porque los clubes de futbol funcionan como un bien aceitado oligopolio en el que los participantes con pocos recursos siempre quedan fuera de la gloria de los primeros lugares. Sin embargo, la pérdida del mito desmoronaría aún más la fe de los fanáticos explotados por cadenas privadas de televisión y plataformas de streaming.
Final de juego
La idea del futbol como deporte popular, al menos el autorizado por la FIFA, es una ilusión que se resquebraja cada vez más. También la idea de “juego”, es decir, el aspecto lúdico que asociamos al deporte, es una fantasía: los futbolistas –como afirmó este año un directivo de la liga mexicana– deben cumplir su papel 24 horas todos los días de la semana. Obreros de lujo, vendedores de tiempo completo, son exhibidos en programas especializados si deciden asistir a un concierto antes de un partido importante. El trabajador que sigue fervientemente a sus ídolos se suma a esta crítica, pues también sacrifica sus fines de semana en el segundo empleo al que recurre para no quedar en el desamparo.
En la versión más reciente de la final de la Champions League, llevada a cabo en el Stade de France en mayo de este año, cientos o –según algunos medios– miles de personas se aglomeraron afuera del estadio al no tener un boleto o contar con uno falso. Ante el caos, apareció la policía y escenas de violencia que no fueron transmitidas al público ni a los adinerados asistentes que esperaban el inicio del juego en sus palcos de lujo. El futbol no es ni será ajeno a las tensiones sociales por venir. Los aficionados serán segregados aún más del deporte que antes veían en las tribunas y buscarán –como ha sucedido antaño– la revancha en las calles. Veremos, de esta forma, eventos deportivos llevados a cabo tras murallas hipervigiladas, escenarios convertidos en campos de control policial para el asistente común o paraíso momentáneo para el miembro de la élite. Incluso los conflictos militares que brotan en el mundo serán escenarios comunes en las competencias: este año, rebeldes hutíes de Yemen lanzaron misiles mientras se desarrollaban las prácticas del Gran Premio de Arabia Saudita. Como era previsible, la carrera continuó: era más importante no defraudar a los patrocinadores y, sobre todo, mostrar la imagen de que una refinería en llamas –propiedad de la petrolera saudí Aramco, productora del 10 por ciento del petróleo mundial– no iba a detener el Gran Premio.
Catar 2022 ofrecerá, quizás, uno de los últimos espectáculos en los que el futbol tendrá una pálida semejanza con el deporte que inició a finales del siglo XIX y se desarrolló en el XX. El futbol resistirá en sus fundamentos, pero habrá entregado gran parte de su esencia. Cuando quede, al fin, un cascarón vacío, quizá nos demos cuenta de que el espectáculo está en las calles, en jugar de verdad con la pelota lejos de la práctica cronometrada, medida, estandarizada y vendida en cada uno de sus aspectos. Tal vez, en un escenario futuro, recuperaremos el futbol como generador de cultura. Lewis Hyde, ensayista y poeta estadounidense, refiere en su libro clásico El don. El espíritu creativo frente al mercantilismo que la plenitud artística sólo puede suceder cuando se comparten nuestros talentos y habilidades sin pensar en una retribución económica. Lo mejor del futbol –como participantes o espectadores– ocurre cuando hacemos a un lado los intereses que lo vacían de sentido.