Hace treinta y cinco años, durante el mes de marzo, se estrenó la adaptación de Francis Ford Coppola de una de las novelas juveniles de S.E. Hinton, The Outsiders (o Rebeldes, como la tradujeron al español). El mismo año, 1983, pero en octubre, llegaría a los cines el segundo filme que ayudaría a formar un díptico, Rumble Fish (o La ley de la calle), también basada en una novela homónima de la escritora originaria de Tulsa, Oklahoma. La mención geográfica no es casual pues varias de las novelas juveniles de Hinton (y muchas de ellas se adaptaron, en los ochenta, al cine) se desarrollan en las inmediaciones de Oklahoma, con algunas incursiones a Texas. En todas la tensión de clase entre jóvenes privilegiados y proletarios se representa en espacios empobrecidos (talleres mecánicos, bares de mala muerte, casas descuidadas) pero también en los lugares donde las distintas tribus urbanas (porristas, greasers o socs) se encuentran, como si se trataran de espacios más o menos neutrales (primordialmente, salas de cine, pero también merenderos) o de peligro (parques públicos y otros sitios al aire libre).
Los marcados antagonismos de juventudes norteamericanas de distintas clases ya se habían explorado en décadas anteriores, aunque filtradas por el musical: icónicamente en la dramática West Side Story (de 1961, inspirada, a su vez, en la lucha entre los Montesco y los Capuleto) o en la comedia romántica Vaselina (de 1978, una versión higiénica del musical de 1971, de Jim Jacobs y Warren Casey). Es interesante que en los ochenta la mirada cinematográfica volviera con cierta nostalgia hacia la década de los cincuenta para explorar una violencia que se tendía a explicar por los “excesos de juventud” o de pasiones descarriadas. Es el caso, claro, de la melodramática Rebeldes o la superior La ley de la calle, pero el tema estaba en otras adaptaciones de Hinton, como en Tex (1982, Tim Hunter), sobre un par de jóvenes obligados a madurar ante la muerte de sus padres; o la de 1985 (realizada por Christopher Cain) de una novela cuyo título ya adoptaba el tono admonitorio de un adulto hablándole a un joven rebelde: That Was Then… This is Now (o Eso fue entonces… esto es ahora). Fuera de La ley de la calle, el lenguaje cinematográfico de muchas de estas adaptaciones no ha envejecido bien –encontrando su equivalente en las películas para televisión hechas, por ejemplo, para el canal Hallmark.
El díptico de Ford Coppola funciona al mostrar dos costados de la psique adolescente (o de una de sus representaciones): por un lado hipersensible (en Rebeldes), y por otro con fantasías caóticas y violentas (La ley de la calle, que explota varias estrategias del cine impresionista alemán). Es interesante cómo el legado musical de West Side Story, con sus batallas campales coreografiadas, se palparía no sólo en cintas como Vaselina, sino en películas como La naranja mecánica (1971, de Stanley Kubrick) y La ley de la calle (que contó con el apoyo técnico, al menos para la batalla inicial, del coreógrafo Michael Smuin). No me gustaría profundizar o polemizar sobre el viejo tema de la estetización de la violencia (que, a propósito de La naranja mecánica, colocó al mismo Kubrick en una posición ambivalente, que fue de la autocensura a la defensa de sus decisiones estilísticas), pero sí debe llamarse la atención a la forma en que mientras algunas miradas volvían nostálgicas hacia épocas más “sencillas”, en la misma década otras comenzaban a mirar de frente a su época. En 1986 al menos dos películas exploraron, con el lenguaje del thriller, tendencias criptofascistas en la juventud norteamericana: Los centinelas (del realizador de serie B, Albert Pyun) y La hermandad de la justicia (de Charles Braverman, quien trabajó principalmente en la televisión).
Por supuesto, el cine no es un espacio neutral. En Rebeldes eso parece: Ponyboy Curtis, cuyo punto de vista adoptamos durante el filme, no es atacado por los socs sino hasta que sale del cine, en dos secuencias distintas. Pero si uno mira con más atención se percatará de que la película que Curtis ha visto, al inicio de Rebeldes, es El buscavidas (Robert Rossen, 1961), sobre un hombre que descubre los altos costos (morales) de vivir al margen de la ley. Es una lección que, en cambio, no se encuentra en la otra película que ve, ahora en compañía de una mezcla de socs y greasers, en un autocinema –un espacio, sí, más neutro y social, donde la película cómica de playa que ven es lo de menos: lo importante es ligar y la posibilidad de comprar palomitas. Es extraño pensar en S. E. Hinton, y las películas que se desprendieron de su obra, como una autora para jóvenes o “jóvenes adultos”, para adoptar la jerga mercantil contemporánea. En contraste con el tipo de productos, literarios o cinematográficos, que hoy atacan a ese público (de las intolerables cintas que siguieron la estela de Los juegos del hambre, hasta las películas que provienen del imaginario de los superhéroes), las de Hinton sobresalen por no ceder a la fantasía, al relato apocalíptico o distópico, o a la comedia romántica: filmes hechos más bien para crear “comunidades de fans” (por no hablar, abiertamente, de meros consumidores o asientos en butacas). Si pensamos en el inicio de la “carrera” de Hinton (cuya primera novela fue publicada cuando tenía dieciséis años), no debe extrañarnos que los suyos sean, en cambio, retratos empáticos de un momento histórico. Más allá de la valiosa apuesta formal de La ley de la calle (la respuesta de Coppola a las restricciones del lenguaje “clásico” de Rebeldes), estas cintas merecen volver a revisarse por su anomalía temática.