Casi todas las reseñas del último filme de Claire Denis coinciden en que poco o nada de los Fragmentos de un discurso amoroso (1977), de Roland Barthes, quedó en él, una afirmación que podría pasar por cierta si no se tuviera conciencia de que sus películas siempre estuvieron marcadas por recorridos “hacia algo” que nunca se aprehende o se consigue del todo: la armonía entre cuerpo y pasión interior, por ejemplo, en Beau Travail (1999), o entre cuerpo y deseo, en Trouble every day (2001)o entre cuerpo y pulsión, en la extraordinaria Los canallas (2013), sólo como ejemplos de esa falla, de ese apartamiento crucial entre un presunto objetivo y los resultados imprevisibles de su búsqueda. Vale decir, entonces, que Denis no intenta adaptar a Barthes, sino utilizarlo como pretexto para la exploración lírica de esa realidad en la que el personaje de Isabelle (Juliette Binoche), una artísta plástica en la madurez de su vida, empieza a tomar conciencia de que se está quedando sola. Hay estaciones sentimentales en el tránsito hacia esa toma de conciencia, principalmente un banquero y un actor que aparecen como alternativas posibles, aunque efímeras, a esa soledad, pero el impulso inicial del film, puesto en marcha por esa escena íntima e “interrumpida” del comienzo, los va dejando atrás así como el texto de Barthes avanzaba enhebrando figuras, accesos, acepciones sentimentales. Un bello sol interior (2017) es una comedia triste sobre la imposibilidad del encuentro definitivo entre seres, una película muy conversada en la que, paradójicamente, los personajes tienen tremendas dificultades para descifrarse entre ellos, como si hablaran idiomas diferentes o su íntima desazón oficiara como un aparato de traducción descompuesto, desajustado, que mezclara giros y expresiones incompatibles apelando a una gramática absurda que deja ver la realidad pero no comprenderla. Esto es muy nuevo en el cine de Denis, no sólo porque, hasta aquí, sus películas habían sido tremendamente físicas, sino, y principalmente, porque sus mejores momentos consistían en conexiones mudas y salvajes con una memoria carnal que resistía los límites de la piel. Tal vez por eso, y sólo hacia el final, cuando Isabelle visita a esa mezcla de vidente y operador amoroso –en una escena que recupera el peso de la palabra hablada en el cine de una manera que hacía tiempo, mucho tiempo no se veía por aquí– la dimensión de la fe ocupa de una vez por todas el espacio que el metraje anterior había ofrecido a la escasa probabilidad de una verdad objetiva, y la película entera se cierra como lo que fue desde el principio, aunque esa intención, como en toda película que confía en el espectador, no haya sido nunca adelantada con trucos: un teorema stendhaliano sobre el peligro de una idealización abstracta del amor que, en el mejor de los casos, lleva directamente al fracaso o, como aquí, en esta película construída como un largo camino de Swann, replica en todos sus personajes el modelo de una conciencia triste del mundo. Haciendo pasar ese camino por Barthes, Claire Denis ha hecho una película conceptual, acaso el primer film sobre un amor verdaderamente platónico de la historia del cine. Un cuento melancólico y hermoso sobre una mujer enamorada de una idea que no puede encontrar en la realidad.