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Literatura

La comunidad solitaria

Un ensayo de Guillermo Núñez Jáuregui sobre los clubes de lectura, su sentido comunitario y la relación tensa con la crítica literaria

Guillermo Núñez Jáuregui | lunes, 3 de julio de 2023

Fotografía de Alexis Brown en Unsplash

Las conversaciones sobre literatura son constantes. Las hay minuciosas, en la academia y otras instituciones. Algunas son deshonestas, especialmente si tienen un ojo en las ventas y la autopromoción. Otras participan, ambivalentes, del descontento que caracteriza a cierto espíritu crítico, pero también del entusiasmo ante la novedad o el redescubrimiento. Revistas, suplementos culturales, redes sociales, radio, televisión, YouTube: estos medios amplifican y condicionan la conversación.

Extrañamente, con todo y el vértigo (las conversaciones sobre literatura son simultáneas y parecen infinitas), los interesados –y a veces los implicados– entran y salen de estos intercambios sin mayor problema. A pesar de las fricciones, y del desánimo por lo mucho que no merece nuestra atención, aunque lo pida, esta conversación goza de buena salud: siempre habrá con quien profundizar en lo que nos interesa. Al menos esa ha sido mi experiencia (sin descontar el placer de hacer crítica sobre la broza).

A veces, especialmente cuando comenzamos a interesarnos en la literatura (en la juventud, digamos, pero no exclusivamente), pareciera como si no fuéramos a encontrar interlocutores. Pero es algo que llega con el tiempo –pues es lo que exige afinar el oído y el gusto. Lo increíble de este proceso es que, aunque podamos volvernos esnobs, nunca (o eso espero) logra cerrarse la puerta de la curiosidad que nos predispone y empuja a encontrar obras sorprendentes, capaces de ponernos en jaque (sea en el presente o en el pasado de la disciplina).

Encuentro de cómplices

Una de las formas en que la conversación literaria ha estado presente en mi vida, desde mis años de estudiante universitario, han sido los clubes de lectura. Hay de muchos tipos. Algunos son auspiciados por librerías o editoriales, como un servicio de suscripción a un público más o menos cautivo. Esta misma fórmula ha sido replicada por medios masivos como revistas, periódicos, canales de YouTube o incluso la televisión (el comercialmente exitoso club de Oprah existe desde 1996). Nunca he participado en un club de ese tipo y no puedo decir gran cosa sobre ellos, excepto que se encuentran en el espectro contrario del que me interesa: son masivos, a menudo sospechosamente comerciales, y se posicionan a partir de alguna forma dudosa de autoridad.

Recuerdo con emoción, en cambio, cuando un profesor invitó a algunos de sus alumnos a charlar, en una terraza en Coyoacán, sobre un libro de Flaubert. No disfruté el libro (La educación sentimental) pero sí la conversación: ¡era posible decir en voz alta que no se había disfrutado un libro de Flaubert! Después vinieron las tardes en las que me reuní con algunos amigos para charlar sobre un libro de Daniel Sada (que nos gustó) y otro de Frédéric Beigbeder (que no tanto). Duró muy poco, ese club, pero de él se desprendió otro que sigue reuniéndose, esporádicamente, a través de Zoom y WhatsApp.

Durante un par de años, en el espacio cultural Casa Tomada, personas de distintas latitudes, edades y profesiones atendieron la convocatoria a un nuevo club. Intentamos mantener el equilibrio entre editoriales y autores, y charlamos con editores, escritores y lectores de todo tipo. Posteriormente hicimos otro en La Murciélaga (donde me desempeño como librero), ahí para charlar sobre clásicos (Ulises, La señora DallowayGuerra y paz, hasta ahora). Muchos asisten por un libro en particular, otros se mantienen constantes en la conversación. El club me interesa como cofradía, comunidad, encuentro de cómplices.

No sé aún cuál es el carácter de los clubes de lectura que he organizado, pero los orienta la duda. Como moderador propongo el título –especialmente en el que organicé desde la librería La Murciélaga–, sugiero textos de apoyo e invito a prestar atención a la forma de la obra y su comunicación con temas o subtextos (tics de crítico literario), pero estoy más interesado en los ritmos propios que adquieren las lecturas entre los participantes, en escuchar las impresiones y las experiencias. Siempre me llevo sorpresas.

Fantaseo con un club de lectura dedicado sólo a los libros escritos por un autor en una lengua distinta a la materna; otro en el que se discuta la comida que aparece en ciertas obras; uno más en el que la gente se reúna en el transporte público; otro en el que sólo se traten obras sobre el alcohol; uno más en el que las impresiones sean dibujadas, en lugar de charladas. ¿Un club en el que se cocine de acuerdo al tema discutido? ¿Otro que sólo se celebre de madrugada, discutiendo obras de horror o crimen? ¿Uno más en el que sólo se lea a autores odiados, con el exclusivo propósito de hablar mal de ellos? Me encantaría.

Terapéutica del club

No me engaño, volví a los clubes de lectura cuando disminuyó mi interés, por distintas razones, en otro tipo de conversación literaria: la crítica. Especialmente la acotada a la reseña. Aún me interesa la crítica literaria, pero en un sentido amplio. Extraño el brío, la necesidad de comentar libros nuevos (o recién impresos o pergeñados, que no es lo mismo), la constancia de publicar en revistas y sitios electrónicos, pero hoy no tengo el incentivo para hacerlo.

En ese sentido, los clubes llegaron como un amable cambio de ritmo. Incluso, me temo, como un bálsamo psíquico. Se ha señalado que los clubes de lectura –con su poder para crear comunidades y complicidades– viven un gran momento, ante los tiempos inciertos que vivimos, al menos desde 2020 (Elle Hunt escribió al respecto en The Guardian). ¿Poseen un componente escapista, como si fuéramos invitados del príncipe Próspero de Poe? ¿Intercambiamos relatos y comentarios culteranos como los muchachos del Decamerón? Puede ser.

Viene a la mente uno de los episodios más famosos de La dimensión desconocida, “Tiempo suficiente al fin” (1959), adaptación de un relato de Lynn Venable. Un hombre ama la lectura pero no tiene tiempo ni interlocutores, hasta que un desastre nuclear lo deja solo. La moraleja parece burda (“cuidado con lo que deseas”), pero más interesante es la puesta en escena de la contradicción que encierra el acto de leer. Se trata de una actividad al mismo tiempo solitaria y comunitaria. Leer a solas no tiene sentido si no tenemos con quién compartir nuestras impresiones.

He notado que en los clubes de lectura es difícil expresar ciertas opiniones si no están mediadas por el humor o el respeto por las otras personas. Tal vez es lo que me resulta terapéutico, pero también peligroso: noto que procuro no tuitear ciertas cosas, me cuido de evitar polémicas. No siempre logro la prudencia pero temo, al mismo tiempo, ser demasiado prudente.

Afortunadamente se siguen publicando libros pésimos que, a diferencia de la comida sin refrigerar, no se echarán a perder pronto. Cuando las editoriales amenazan con triturarlos, ¡quienes los cometieron tienen el descaro de salvarlos! Así que, mientras se nos pasa el deseo de ser consolados, podemos dormir tranquilos: llegado el momento, podremos leerlos y discutirlos, si hiciera falta.

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