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CANNES: SEGUNDO CORTE
No es difícil reconocer –Truffaut dixit– una cierta tendencia en el cine programado en el Palacio de Festivales de Cannes. La sección central exhibe, este año, seis cintas de autores consagrados antes por el propio certamen, escritas y filmadas en inglés, sin que sea ésta la lengua materna del país de producción: Michel Franco (Chronic, […]
No es difícil reconocer –Truffaut dixit– una cierta tendencia en el cine programado en el Palacio de Festivales de Cannes. La sección central exhibe, este año, seis cintas de autores consagrados antes por el propio certamen, escritas y filmadas en inglés, sin que sea ésta la lengua materna del país de producción: Michel Franco (Chronic, en imagen), Denis Villeneuve (Sicario), Paolo Sorrentino (Youth), Giorgos Lanthimos (The Lobster) Joachim Trier (Louder Than Bombs) y Matteo Garrone (Tale of Tales).
Bajo esquemas de co-producción transcontinental, tripartita o producto de exilios creativos voluntarios, esta camada de cine sin nacionalidad estricta, es uno de los síntomas más interesantes de la oferta actual de La Croisette; atrás parecen haber quedado los años en los que Cannes avanzaba día a día como un trasunto fílmico de las olimpiadas, con auténticas delegaciones culturales apoyando la presencia de filmes con marcada identidad nacional. Hace un par de días en la sala de la Quincena de Realizadores, ese estupendo cronista de la España obrera que es Fernando León de Aranoa presentó A Perfect Day, una tragicomedia en escenarios bosnios, protagonizada por Tim Robbins, Benicio del Toro y Olga Kurylenko.
Una Cierta Mirada, el segundo programa en importancia que también se programa en el Palacio –aunque en salas colindantes a la principal y sin alfombras rojas– parece concentrar a cinematografías periféricas ferozmente autóctonas como Serbia, Islandia, India, Rumanía, Irán, Tailandia, Filipinas o Etiopía. Es comprensible que los reflectores busquen, por mero instinto, aquello que tiene una vocación comunicativa más abierta hacia el gran público. Pero la distancia entre miradas locales (como la de Weerasethakul) y globales (como el filme en inglés de Sorrentino) es más clara que en ediciones precedentes: en Cannes aún existe la periferia.
En cuanto a la propia Francia, no son menores las tensiones creativas al interior de la industria, derivadas de su efervescente multiculturalismo y de una generación de cineastas francófonos migrantes que en esta década alcanzaron plena madurez. Uno de sus miembros más jóvenes, Elie Wajeman, inauguró la Semana de la Crítica con Les anarchistes, un drama de época sobre los gérmenes del anarquismo europeo; protagonizan Tahar Rahim y Adèle Exarchopoulos, otro par de muestras del fértil caldo creativo de la inmigración francófona.
Cannes llega a la mitad aún sin sorpresas mayúsculas, pero con perspectivas mejor definidas. Carol, de Todd Haynes (quizá el último de los cineastas estrictamente clásicos de Norteamérica), agrupa el consenso más sólido hasta el momento sobre las posibilidad de alzarse con la Palma de oro; en la otra punta, The Sea of Trees de Gus Van Sant concentró rechazos a mansalva. Pero no es menos cierto que, por tradición, el jurado se impone a sí mismo un claustro que impide el contacto con reseñas, críticas, etc. Es pronto para lanzar juicios al vapor, y algo de margen queda para lo inesperado.