Cine/TV
LOS SOCIOS DEL DESIERTO
El Festival Internacional de Cine en el Desierto, celebrado en Hermosillo desde 2010, camina a través de dos ejes. El primero, leit motiv desde su fundación, busca abrir una mirada hacia la cinematografía de un «sur» no sólo geográfico sino cultural. Latinoamérica como territorio y promesa. El segundo, específico de la quinta edición, buscaba […]
El Festival Internacional de Cine en el Desierto, celebrado en Hermosillo desde 2010, camina a través de dos ejes. El primero, leit motiv desde su fundación, busca abrir una mirada hacia la cinematografía de un «sur» no sólo geográfico sino cultural. Latinoamérica como territorio y promesa. El segundo, específico de la quinta edición, buscaba evidenciar que los lenguajes del documental y la ficción han dejado de representar códigos puros para convertirse en herramientas para mirar la realidad. «Todo es documental», «todo es ficción», se escuchó igual cantidad de veces durante las mesas de debate, los conversatorios o los talleres organizados por el festival. Las cintas seleccionadas (por los programadores Patricia Zaval, Erick González y Fernando Álvarez Rebeil) pudieron responder afirmativamente a ambas opiniones, dependiendo de la perspectiva en turno.
Como la establecida por Ricardo Silva en su extraña obra Navajazo (en la imagen): a medio camino entre el registro etnográfico y la pornomiseria, el director tijuanense manipula los personajes para que se ajusten al encuadre, pero estos parecen desbordarlo. Silva pudo profundizar en este juego de fuerzas durante una charla con sociólogos en El Colegio de Sonora y durante una mesa junto a Till Cöster en el Museo de Arte de Sonora. El director alemán utiliza otras estrategias de registro en Gone Missing. El último viaje de Juan Viejo: Cöster protagoniza su road trip por EEUU, México y Guatemala, como una forma de desjerarquizar los roles de una producción cinematográfica. La película tiene una ligereza peculiar, sólo interrumpida por algunos personajes siniestros y algunas situaciones absurdas. Parece el espejo alegre de El regreso del muerto, del uruguayo Gustavo Gamou: un retrato crudo hasta la exasperación, tanto en su temática como en su textura, de un alcohólico, del que se desprenden momentos cómicos casi por inercia.
Un par de filmes argentinos: El escarabajo de oro de Alejo Moguillansky (en colaboración con Fia-Stina Sandlund) y La princesa de Francia de Matías Piñeiro, establecieron otro tono, más complejo, en el recorrido del festival. En el primer caso, Moguillansky construye, como si se tratara de un juego de ensamblaje, una historia que se ríe de sí misma –incluyendo al director actuando de director, precisamente– y reúne lo mismo referencias históricas y políticas, que disertaciones sobre el feminismo y el colonialismo. Moguillansky encuentra un punto en común con Piñeiro en el contrapunto de los diálogos, tan alejado del ritmo contemplativo de una cinematografía como la mexicana (ejemplificada con una obra como El palacio, de Nicolás Pereda –con quien Piñeiro impartió el Laboratorio para un cine posible–, «capaz de filmar el acto de colgar ropa y tender una cama como si se tratara de un acontecimiento estético», como ha dicho Roger Koza). La princesa de Francia eleva la apuesta hasta lo barroco: usando el teatro como señuelo, la cinta busca difuminar la narrativa por sobreabundancia.
Caso parecido al de Ché Sandoval con su película Soy mucho mejor que voh! En este caso, la suma dialógica se complejiza aún más, amén de volverse más hermética a través del slang chileno. El resultado es cómico pero violento en su base: no sólo en su significante, el ritmo exaltado de las conversaciones, sino en su significado, la violencia de género. Desde aquí podríamos tejer un hilo imaginario con la mirada de Camila José Donoso y Nicolás Videla con su cinta Naomi Campbel, que muestra la historia real (cómo decirlo con certeza a estas alturas) de una transexual de un barrio periférico de Santiago de Chile. Su búsqueda de una reasignación de sexo inspira las técnicas utilizadas en la obra: las texturas del video y del cine son paralelas a las visiones de la protagonista (“subjetiva”) y los directores (“objetiva”). Una estrategia trans que termina por impregnar los géneros cinematográficos. Propaganda, de Christopher Murray, usa otro señuelo: las campañas presidenciales de Chile en 2013. Los discursos meramente panfletarios son recubiertos por la politicidad formal del cine: cortes abruptos y planos holandeses o cenitales que enrarecen la mirada y terminan por mostrar la vaciedad del «ejercicio democrático».
Cinco días, entre el 6 y el 10 de mayo, donde se agolparon las discusiones cinematográficas en lugares inhóspitos, como los de una prisión para menores, y desde donde se propiciaron nuevas relaciones con las películas. En la inauguración, otro vínculo, de carácter geográfico, fue invocado por Ximena Vidal, agregada cultural de la embajada de Chile, el país invitado de la quinta edición del festival: la relación, simbólica si se quiere, entre los desiertos de Sonora y Atacama. Pero otros desiertos crecen, como diría el filósofo, y alcanzan los territorios sociales y culturales de Latinoamérica. Las cintas seleccionadas, con alguna excepción, así como los conversatorios y talleres que de ellas se desprendieron, no funcionaron como un mero reflejo de la crisis de la región. Lejos de la denuncia frontal, se internaron en territorios complejos, desde donde las preguntas son más interesantes. Y más útiles. Es difícil conciliar un panorama tan amplio con apenas una veintena de obras, pero la programación del festival, cuidada con detalle, pudo establecer un primer horizonte de sentido desde el cual observarnos. Y por el cual vincularnos. Imposible no pensar, para concluir, en la frase de Luis Alberto Spinetta: «Esto es un desierto, asociémonos».