Música
Ser como Nikonov
En este texto, que formó parte del dossier “Encuentros con la ciencia” de la edición 101 de La Tempestad, se aborda el pensamiento de Oliver Sacks (1933-2015). El 19 de febrero pasado, el neurólogo británico se despidió con una carta en el New York Times donde explicó que padecía un cáncer incurable. Autor de libros […]
En este texto, que formó parte del dossier “Encuentros con la ciencia” de la edición 101 de La Tempestad, se aborda el pensamiento de Oliver Sacks (1933-2015). El 19 de febrero pasado, el neurólogo británico se despidió con una carta en el New York Times donde explicó que padecía un cáncer incurable. Autor de libros como Despertares (1973), El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985) o Alucinaciones (2012), en Musicofilia (2007) presentó un estudio de la música como experiencia a la vez destructora y liberadora. Recuperamos este ensayo a unos días de su partida.
El estudio del británico Oliver Sacks sobre distintas patologías neurológicas –como la amusia o la distimbria– podría ser el punto de partida para comprender, de forma novedosa, la relación entre la música y el cuerpo.
Todo se derrumba
La música, lamento decirlo, me afecta simplemente como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. […] El piano de cola y todos los demás instrumentos me aburren en pequeñas dosis y me torturan en dosis más grandes.
En su libro Musicofilia (2007), Oliver Sacks explora diversas patologías neurológicas relacionadas con la música. Más cercano al listado clínico que a la reflexión filosófica, el volumen permite abordar diversas experiencias límite que problematizan los vínculos que establecemos con la música. Sacks recoge la cita anterior de la autobiografía de Vladimir Nabokov, Habla, memoria, como un ejemplo de «amusia profunda» (aunque no sabe si tomarlo completamente en serio, dado el humor del escritor ruso). El neurólogo británico explica otro caso con una anécdota: «Hay muchas formas de sordera al ritmo, leve o profunda, congénita o adquirida. El Che Guevara era famoso por ser sordo al ritmo; se le podía ver bailando un mambo mientras la orquesta tocaba un tango».
Cuando escucho música en un registro agudo, sobre todo la voz de una soprano o un violín, experimento dolor. Hay una serie de rápidos pops en mis oídos que ahogan cualquier otro sonido, y es algo muy molesto. Tengo la misma sensación cuando oigo llorar a un niño.
A medida que se enlistan los casos se descubren otras formas de amusia, «todas con sus propias bases neuronales específicas», igual de sorprendentes, incluso chocantes, por poner en duda nuestra inclinación supuestamente natural a la música. «Puede existir dificultad a la hora de percibir la disonancia (el sonido discordante producido por una segunda mayor, por ejemplo), algo que normalmente reconocen –y a lo que reaccionan– incluso los niños». O expresarse como «distimbria», como en el caso del periodista Joseph Alsop, descrito por Robert Silvers: «Solía decirme que la música que yo admiraba, o de hecho cualquier música, para él era como el sonido de un carro tirado por caballos pasando sobre una calle adoquinada».
Sacks continúa: «La incapacidad para oír melodías, en la mayoría de los casos, es la consecuencia de una discriminación de tono muy pobre y de una percepción distorsionada de los tonos musicales. Pero algunas personas podrían perder la capacidad de reconocer melodías aun cuando puedan oír y discriminar perfectamente los tonos que la componen. Éste es un problema de orden superior: una «sordera al tono» o «amelodía» análoga a la pérdida de la estructura o el significado de la frase, aunque las palabras en sí mismas queden intactas». O el caso de «disarmonía» de su paciente Rachael Y.: «Oigo, pero en cierto modo oigo demasiado. Lo asimilo todo igualmente, hasta un punto que a veces supone una auténtica tortura. ¿Cómo se puede escuchar sin un sistema de filtrado?».
Hasta llegar a la amusia total, donde «los tonos no se reconocen como tonos, y la música, por tanto, no se percibe como música». Si entendemos los casos que la neurociencia ha estudiado desde hace poco más de un siglo (Sacks ubica en 1878 la primera descripción detallada de la amusia en la literatura médica, en un artículo de Grant Allen para la revista Mind) no como la excepción –tampoco como la regla– sino como un plano de referencia desde el cual las dos esferas, música y cuerpo, pueden tejer nuevas relaciones, las patologías dejarían de ser anecdóticas para volverse ontológicas. El capítulo donde Sacks desarrolla estos casos, titulado “Todo se derrumba”, puede convertirse en el terreno iniciático de una nueva comprensión de la práctica musical.
La mano de Wittgenstein
«Hemos de considerar que el cerebro y el oído forman un solo sistema funcional, un sistema de doble sentido, con capacidad no sólo para modificar la representación de los sonidos en el córtex, sino de modular el output de la propia cóclea». Sacks comienza a construir el puente que le permita unir los conocimientos neurológicos a la experiencia perceptivo-corporal. Nietzsche ya intuía algo semejante cuando afirmaba que escuchamos música con nuestros músculos, es decir, que no tratábamos con un fenómeno tan sólo auditivo y emocional, sino también motor. El neurólogo lo explica con otra experiencia límite, aunque más estudiada: las extremidades fantasma. El fenómeno fue explicado sistemáticamente por primera vez en 1872, por el médico Silas Weir Mitchell en el libro Injuries of Nerves and Their Consequences, y el planteamiento es relativamente simple:
[La mayoría de los amputados] son capaces de desear un movimiento, y parece ser que, para sí mismos, lo ejecutan más o menos eficazmente. […] En algunos casos, los músculos que accionan la mano están totalmente ausentes; no obstante, la conciencia del movimiento y su cambio de posición son claros y definidos.
Sacks elige un caso emblemático para detallar las características del fenómeno: el del pianista Paul Wittgenstein, quien perdió el brazo durante la Primera Guerra Mundial, aunque continuó impartiendo clases y realizando conciertos hasta su muerte en Nueva York, en 1961. Una de sus ex alumnas, Erna Otten, cuenta: «Tuve numerosas oportunidades de ver lo mucho que participaba el muñón derecho cada vez que practicábamos la digitación de una nueva composición. […] A veces yo tenía que quedarme muy quieta mientras su muñón no paraba de moverse de forma agitada».
Sacks realiza un elegante contrapunto a esta historia a través de una frase del hermano del pianista, Ludwig Wittgenstein, contenida –sin aparente relación directa– en su libro Sobre la certeza: «Si sabes que aquí hay una mano, te concederemos todo lo demás».
La frase del filósofo sirve no sólo para establecer el fundamento de la “certeza” en el cuerpo orgánico, sino para superarlo, premonitoriamente, en su fase técnico-científica. Y es que los movimientos fantasma serían clave, según Sacks, en la funcionalidad de las extremidades biónicas: la ingeniería está desarrollando «extremidades artificiales tremendamente sofisticadas con “músculos” delicados, amplificaciones de los impulsos nerviosos, servomecanismos, etc., que pueden unirse a la porción aún intacta de la extremidad y permitir que los movimientos fantasma [o virtuales] se hagan reales».
Parkinson y aceleración
Existe otra vía de estrechamiento entre la música y el cuerpo propuesta en Musicofilia, acaso la más problemática. Se recuerda un aforismo de Novalis, el poeta romántico: «Toda enfermedad es un problema musical; toda cura es una solución musical», que da pie al registro de una serie de terapias como los círculos de percusión, «inestimables para gente con demencia, pues, al igual que el baile, la percusión apela a niveles subcorticales muy básicos del cerebro. […] El ritmo puede restituirnos la sensación de poseer un cuerpo». No se pretende discutir aquí, naturalmente, la efectividad de los métodos neurocientíficos analizados por Sacks. Ni siquiera el uso de un léxico funcionalista en un contexto artístico; nos parece una tarea inútil, por reiterativa. Pero sí explorar vías alternativas del vínculo supuestamente armónico, casi balsámico, entre la música y el cuerpo. En suma, quisiéramos liberar, o por lo menos problematizar, la carga curativa que se le ha impuesto al sonido, incluso en entornos no médicos o científicos. Un caso revisado in extenso en Musicofilia será nuestra guía: la música permite a los pacientes con Parkinson «regresar a la velocidad de movimiento que les era natural antes de la enfermedad». Habría una especie de desenclaustramiento, una recuperación de una «melodía cinética propia» a partir de la música, como si se tratara de una «dopamina auditiva, una prótesis para los ganglios basales dañados».
Los movimientos y percepciones de la gente con Parkinson a menudo son demasiado rápidos o demasiado lentos, aunque a veces ellos no se den cuenta. […] Pero si la música está presente, su tiempo y velocidad tienen prioridad sobre el parkinsonismo […]. La música, de hecho, resiste todos los intentos de aceleración o desaceleración, e impone su propio tempo.
En la última frase se abre un nuevo campo de fuerzas: la solución médica puede mantenerse, pero hay una energía que se desborda y que establece un discurrir propio. La música «se plantea a sí misma en sí misma»; para hablar como Deleuze y Guattari, se autopone. En ¿Qué es la filosofía?, última obra en conjunto de los autores franceses, se encuentra un sorpresivo eco de las palabras de Sacks. Y es que para definir la filosofía, deben definir también el arte y la ciencia:
El objeto de la ciencia no son conceptos, sino funciones […]. Una función es una Desaceleración. […] Reducir la velocidad es poner un límite en el caos por debajo del cual pasan todas las velocidades, al mismo tiempo que el límite forma una constante universal que no se puede superar.
El límite de la ciencia será, al mismo tiempo, el límite de la funcionalidad científica de la música. Por ello los músicos sólo han podido bordear o utilizar de pivote algunas nociones científicas y la ciencia sólo ha podido valerse de la música en un estricto marco utilitario. Fuera de éste, la música inventa formas particulares de lidiar con el tiempo o, mejor dicho, inventa sus temporalidades: «Tal vez esto sea lo propio del arte, pasar por lo finito, para volver a encontrar, volver a dar lo infinito».
Vivir por las enfermedades
Se abre un hiato entre el cuerpo y el sonido, con diversos puntos de intersección, científicos, artísticos o filosóficos. Para el arte, sin embargo, la dicotomía salud-enfermedad no puede ser un criterio de valor. O por lo menos lo que la medicina contemporánea entiende por ambos conceptos. Otra cita de ¿Qué es la filosofía? enrarecerá el escenario:
Los artistas tienen a menudo una salud precaria y demasiado frágil, pero no por culpa de sus enfermedades y de sus neurosis, sino porque han visto en la vida algo demasiado grande para cualquiera, demasiado grande para ellos, y que los ha marcado discretamente con el sello de la muerte. Pero este algo también es la fuente o el soplo que los hace vivir a través de las enfermedades de la vivencia. Lo que Nietzsche llama salud.
¿De qué salud y de qué cuerpo hablamos, entonces? ¿De qué enfermedad, de qué cura neurocientífica? ¿Cómo entender en este contexto la «alucinación Ives» (llamada así en el argot neurológico por el compositor norteamericano Charles Ives, quien solía utilizar dos o más melodías simultáneas, de carácter completamente distinto)? ¿O la frase de Lé Clezio que súbitamente se torna enigmática, casi contradictoria, pero particularmente potente: «algún día tal vez se sabrá que no había arte, sino sólo medicina»?Sacks cuenta otro caso, uno de los más sorprendentes de epilepsia musicogénica, «el de un eminente crítico musical del siglo xix, Nikonov, que sufrió su primer ataque en una representación de una ópera de Meyerbeer, El profeta. A partir de entonces se volvió más y más sensible a la música, hasta que finalmente cualquier música, por más suave que fuera, le provocaba convulsiones». ¿Estamos completamente seguros de no querer ser, ni por un instante, como Nikonov? ¿De querer vivenciar algo demasiado grande?
«Esto es muy interesante», dijo la señora C., «pero bastante académico. ¿Qué puede hacer para acabar con mis alucinaciones? ¿Tengo que vivir con ellas para siempre? ¡Es una vida horrorosa!».