Cine/TV
¿El mundo que merecemos?
La clave ha estado siempre en los créditos iniciales: las siluetas de los actores son habitadas por carreteras, paisajes industriales, plantaciones, vistas aéreas de la ciudad, construcciones, vegetación, luces de neón… El entorno desplegándose en la frente de los individuos, como si moldeara sus pensamientos, como si definiera su estado anímico. El espectador de True […]
La clave ha estado siempre en los créditos iniciales: las siluetas de los actores son habitadas por carreteras, paisajes industriales, plantaciones, vistas aéreas de la ciudad, construcciones, vegetación, luces de neón… El entorno desplegándose en la frente de los individuos, como si moldeara sus pensamientos, como si definiera su estado anímico. El espectador de True Detective (HBO) sabe que los primeros planos tendrán siempre un contrapunto: la vista panorámica del territorio, la tierra surcada por los proyectos de los hombres.
La naturaleza del noir es esencialmente ambiental: en una suerte de negación de la relación figura-fondo postulada por la Gestalt, el detective descubre que integra el paisaje físico y moral que parecía servirle de decorado. Timothy Morton, el teórico de la ecología oscura, ha encontrado en el género una manera de pensar los dilemas planteados por el calentamiento global: «El protagonista del noir descubre que está atrapado en una historia que se ha acercado a él o a ella sigilosamente por la espalda, como la Historia o la Naturaleza. La política ecológica tiene una forma noir. Comenzamos pensando que podemos “salvar” algo llamado “el mundo”, “allá”, pero terminamos dándonos cuenta de que estamos implicados». En la segunda temporada de True Detective, Nic Pizzolatto no sólo ha profundizado en las características ambientales del neonoir, ya presentes en la primera –y superior– entrega, sino que ha vuelto más evidente su posición crítica: el capital pudre la política y el aire, la sociedad y el suelo, el individuo y el agua.
Atrás quedaron Rust Cohle, Marty Hart y la amistad forjada en los pantanos de Luisiana: en la segunda True Detective, ambientada en un condado de Los Ángeles en el que la alegría ha sido desterrada, Pizzolatto ha optado por un relato de ánimo coral, con cuatro personajes que buscan, dentro y fuera de la ley, la trama oculta tras el asesinato de Ben Caspere, administrador municipal de Vinci (trasunto de Vernon, California). Pizzolatto no es David Simon, y ocho episodios le han resultado insuficientes para construir un cuarteto de creaturas con el mismo peso narrativo. El oficial Paul Woodrugh (Taylor Kitsch) atraviesa la historia como un fantasma, mientras el detective Ray Velcoro (Colin Farrell), con su ansia de redención, se convierte en la única figura que vemos crecer ante nuestros ojos. Completan el reparto principal el mafioso Frank Semyon (Vince Vaughn), siempre listo para el diálogo filosofante («Tenemos el mundo que merecemos», un eco de la letra de “Nevermind”, la canción de Leonard Cohen que acompaña los créditos iniciales: «There is no need / That this survive»), y la sargento Ani Bezzerides (Rachel McAdams), que entona la conclusión del relato («Merecemos un mundo mejor»).
Aunque carece de la consistencia tonal de la primera temporada (dirigida íntegramente por Cary Joji Fukunaga), la segunda entrega de True Detective se sostiene, sobre todo, en la convicción de su estilo (con la fotografía de Nigel Bluck como garante): el primer capítulo es modélico en ese sentido, con un final que nos recuerda el arrojo de Pizzolatto a la hora de imaginar soluciones formales y la presencia insoslayable de T-Bone Burnett, que añade otra estatura a la escena con la sorprendente versión que Nick Cave y Warren Ellis realizaron de “All the Gold in California”, la canción de Larry Gatlin. Con deudas repartidas entre Michael Mann y David Lynch, la capacidad de la serie para crear ambientes sigue intacta: los personajes parecen respirar un aire enrarecido, una especie de soplo venenoso que convierte a todos en cómplices de un crimen mayor: la aniquilación del mundo que habitamos.