El universo se expande, se sabe desde hace casi un siglo: los cuerpos y estructuras que lo habitan se alejan entre sí, dejando un vacío cada vez más vasto entre ellos. Hasta hace unos años la pregunta era si esta expansión comenzaría a desacelerarse en algún punto, para luego detenerse y derivar en una contracción (hacia un colapso que le llevaría a un estado de densidad infinita, parecido al que puede haber existido antes del Big Bang) o si el alejamiento crecería indefinidamente, con la materia cada vez más lejana y la energía dispersa hasta desaparecer. Hoy todo indica que la respuesta es lo segundo: en nuestro universo no existe suficiente masa que pueda evitar, con su fuerza gravitatoria, una expansión hacia la nada. Al cosmos le espera una muerte por silenciamiento, más lenta de lo que podemos concebir y, hasta donde puede saberse, sin final (como Gorostiza habría querido): un silencio que se ahondará hacia niveles cada vez mayores de ausencia. Un poco anticlimático, tal vez.
En el entorno de varios de los géneros dominantes de la música (rock, pop, hip hop, reguetón) se instaló desde hace décadas la noción de que la desaparición estruendosa durante la juventud tiene mayor atractivo dramático que la decadencia gradual: “It’s better to burn out than to fade away”. Al menos desde la perspectiva comercial, la vejez suele considerarse indigna en un músico, prueba de que no entregó todo a su público y su obra. Es uno de los ámbitos más notorios donde los ideales del Romanticismo permanecen, casi intactos.
Tedi López Mills, en el ensayo “Aviones”, desmenuza el dogma de la superioridad que tiene una muerte instantánea sobre una agonía larga y dolorosa. Una muerte sin dolor, dice, está separada de la vida, nos deja al otro lado de un muro, sin la posibilidad de aproximarnos a comprender el fin y a incorporar sus significados a lo que queda de nuestra vida (a lo que ésta ha sido). De otra forma, en el caso de la agonía, “uno sigue en el mundo, de manera cada vez más incómoda, consciente de que va a morir”. Mientras tanto la memoria continúa funcionando, ya sea como proyector o como fuente de invenciones y, “por más que el material esté dañado, se fabrica otra experiencia”, una forma de vida que toma elementos de la muerte tanto como de la vida previa. En cambio, la muerte instantánea “significa un rotundo vacío. La persona muerta se lleva consigo el transcurso de la muerte”. Esta discusión, dice López Mills, es inútil, porque contrapone ambas formas de morir como si hubiera una moralidad inherente a cada una de ellas, aunque no sean producto de una decisión, salvo en el caso del suicidio.
En la entrega pasada hablaba del álbum 12, en el que Ryūichi Sakamoto parece encontrarse más afín que nunca a la introspección. Aunque ésta se había manifestado en buena parte de su música, sobre todo durante las últimas dos décadas, cada sección de 12 suena plenamente a la incorporación de los significados de la muerte, como diría López Mills. En la amplia duración del álbum parece estar menos representado el sonido que el silencio (y el silencio, claro, puede ser un elemento musical). Sakamoto morirá pronto, aunque ese “pronto” sigue un tanto indefinido. Tiene programado presentarse en un festival que sucederá el próximo julio, aunque no sobrevivirá a su cáncer, que se encuentra en fase metastásica. En 2014 dio a conocer el diagnóstico, cuando la enfermedad se encontraba en su garganta. La convalecencia duró unos años y luego remitió, aunque en 2022 anunció que había reaparecido, esta vez en el recto. Desde 2014 ha publicado música cada vez más discreta y más ominosa, solamente apta para la escucha meditativa.
Nunca ha sido inusual que la música se refiera a la muerte. Los últimos diez años han visto el lanzamiento de álbumes de alto perfil que hacen de ella su tema casi único. Casi cualquiera tiene a la mano el recuerdo de los últimos que publicaron en vida David Bowie o Leonard Cohen, en los que asumían públicamente su mortalidad y la proximidad del final. La diferencia es que Sakamoto parte de esa condición, la de la casi-muerte, no (sólo) para elaborar un discurso sino para darle a su música la forma que más se parezca a ella, trazando en el silencio, como espacio negativo, el camino a la propia desaparición.
El enorme saxofonista Pharoah Sanders, fallecido hace unos meses, siguió una ruta parecida, aunque en el carril de quien escucha. En una de las últimas entrevistas que dio, a los 79 años de edad, contaba que había dejado de interesarse por la música (aunque mantenía el entusiasmo por dar conciertos). En aquella conversación no quedaba claro si sus respuestas lacónicas eran muestras de humor infantil o aforismos iluminados. Cuando el entrevistador le preguntó si aún tenía pendiente algún logro artístico, dijo: “En este punto, ni siquiera sé quién soy”. Luego da pie a suponer que aprendió una o dos cosas acerca del silencio de John Coltrane, quien por entonces (alrededor de 1965) era líder de la banda en la que tocaba y que, en la descripción de Sanders, se conducía más como ministro religioso que como músico. Coltrane rara vez hablaba, a menos que se le planteara una pregunta directa y él (Sanders) jamás le preguntó algo sobre música. El par era bastante callado y, en la entrevista, atribuye a eso su buena relación.
Más adelante Sanders afirma algo que, para quienes miramos a los gigantes musicales desde el lado de lo mundano, resulta difícil de creer: nunca estuvo satisfecho con su forma de tocar, nunca hubo un momento en que sintiera que había logrado crear lo que deseaba, más allá de unas pocas notas encadenadas. Su incapacidad de sentir la obra propia como algo definitivo parece haberse extendido, años más tarde, al resto de la música: ante la pregunta por lo que había estado escuchando aquellos días, una pregunta insistente, que se refrasea varias veces (no parecía lógico en alguien que había dedicado toda su vida adulta a la música), él se limita a reiterar: “No he estado escuchando a nadie ni a nada”. Al menos había abandonado la escucha en el sentido que le daba el entrevistador: “Escucho el chapoteo de las olas, los trenes que se acercan, un avión cuando despega”. Pharoah Sanders murió dos años después.
Hay otros casos de músicos que han recorrido el camino del silencio en su obra, atravesando lentas esclusas a la manera de Sakamoto. Uno que resulta inevitable mencionar es el de Éliane Radigue, que lleva cerca de cinco décadas componiendo música que recuerda (cada vez más), en su forma, al sunyata, una noción que se halla presente en algunas vertientes del budismo y del hinduísmo, la cual (en términos sumamente laxos, con toda probabilidad imprecisos) podría sintetizarse como el vacío indiferenciado que es fundamento y del cual emergen las formas definidas de lo que conocemos. Y sí, esa indagación sonora comenzó alrededor de la misma época en que Radigue se convirtió al budismo.
En años recientes se han publicado varias grabaciones de su serie Occam (hasta la fecha el sitio de Discogs enlista seis), con el tema manifiesto de los cuerpos de agua: océanos en los primeros volúmenes y deltas en los más recientes. Radigue cumplió 91 años hace poco y, aunque fuera sólo por ese hecho, este conjunto parece una obra definitiva. Para contribuir a esa sospecha tenemos, además de la edad de su autora, la vastedad de la obra en sí, hablando menos de duración que del espacio interior que su sonido invoca en cada minuto (y eso tomando en cuenta que ya acumula cerca de diez horas). Si la quietud expansiva, frecuentemente extática, de estas piezas refleja o no la proximidad de la muerte de Radigue puede ser un asunto tangencial, a menos que se recuerde que, en varias formas del budismo, esa desaparición (transformación) es inseparable de la vida, así como su fundamento.
El silencio tuvo un papel central en los últimos tres discos que grabó Mark Hollis, líder de la banda Talk Talk. Ese silencio es notorio especialmente en los últimos dos minutos de su álbum solista, y con ellos cerró definitivamente su obra grabada (salvo por alguna canción suelta para cierta serie, casi olvidada). Con cada año que pasó sin publicar nueva música, el peso específico de esos dos minutos de silencio fue mayor. Después se volvieron más desconcertantes y definitivos a partir de su muerte, en 2019. Como cuenta Nick Zanca en un artículo sobre esa trilogía (más voluntaria de lo que habría parecido al momento de culminarse), nada en ese silencio, ya fuera el que permeaba varias secciones de sus piezas o esos dos minutos finales del Mark Hollis, puede haber sido casual: es conocida la forma extrema de perfeccionismo que practicaba su autor, una práctica de ensayos exhaustivos y sesiones en las que se repetían los mismos pasajes, hasta la tortura para todos los músicos involucrados, en la búsqueda del balance imposible entre la precisión y la espontaneidad. Tanto en ese álbum solista, como en Laughing Stock y Spirit of Eden, hondos silencios emergen cada tanto, como abismos, a veces con más fuerza que los instrumentos. Una declaración de Mark Hollis que Zanca cita: “Prefiero escuchar una nota en vez de dos, y prefiero escuchar silencio en vez de una nota”.
Hollis dio forma en el estudio a la canción “Westward Bound”, en colaboración con el guitarrista Dominic Miller, a lo largo de varios meses. Miller recuerda ese tiempo como hecho más de pausas que de lo que se entendería propiamente como trabajo de composición: “La mayor parte del tiempo lo pasábamos en medio del silencio, sin que ninguno de los dos supiera con cuál acorde continuar […] Ese silencio y los espacios vacíos terminaron por volverse parte de nuestra relación musical”. Luego ese silencio, o acaso uno distinto, se grabó al final de “A New Jerusalem”, la última canción del disco. Dos minutos enteros que se fusionaron con el siguiente silencio, el que mantuvo como artista Mark Hollis durante los 21 años siguientes. Esa desaparición, obviamente deliberada, debe leerse como algo más que el gesto de un jubilado reticente al público o con una sensación de suficiencia crónica. Aquel silencio es parte de su obra. Mejor dicho, es una obra en sentido pleno.