16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

05/11/2024

Pensamiento

Contra la ruptura, la duración

Con la transgresión capturada por el mercado, ¿qué queda al arte para seguir siendo corrosivo? Acaso la reanimación de la ruina

Juan Francisco Herrerías | lunes, 4 de noviembre de 2024

Edificio en ruinas en Satkhira, Bangladesh. Fotografía de David Baker en Unsplash

Durante el ciclo de conferencias Estéticas de la dispersión, organizadas en Rosario, Argentina, entre 2009 y 2010 –aún con la crisis de 2001 en el retrovisor–, se aspiraba a replantear la función y el propósito del arte. El mundo era ya distinto, se afirmaba, y las artes debían actualizarse. En el prólogo de Franco Ingrassia al libro que reúne dichas intervenciones hay una idea fundamental: la ruptura, uno de los motores del arte en la modernidad, ha dejado de tener sentido no sólo desde la lógica misma de las disciplinas artísticas (la vieja paradoja de la tradición de la ruptura) sino también en –y por– el contexto de la sociedad de mercado.

Ingrassia explica que en los siglos XIX y XX, ante un orden social respaldado en las estructuras pesadas e inamovibles de los Estados nacionales, la idea de la ruptura, la concepción de las artes como fuerzas corrosivas, podía presumir una cierta complicidad con la emancipación. Desde el giro neoliberal, sin embargo, son las mismas instituciones estatales y supraestatales las que promueven la movilidad, la flexibilidad, la fugacidad: la dispersión. Complicado que las artes le disputen al libre mercado el rol de la transgresión, la capacidad corrosiva del segundo es mucho mayor.

Cuando se vive en la precariedad, sin seguro médico, sin casa propia, en un tejido social desgarrado, la idea de romper puede empezar a perder su atractivo y se vuelve más urgente, por el contrario, buscar de dónde agarrarse. De lo que se trata ahora, dice Ingrassia, el gesto radical contemporáneo, consiste en proponer una duración. Más que a la permanencia de la obra de arte en la historia se refiere a cómo colabora con la creación de comunidades, de vínculos, de espacios, de experiencias, como si las piezas o la práctica misma del arte, sus procedimientos, fueran sobre todo chispas, nuevos patrones para la trama de lo social.

Hay un tipo de arte que responde de manera precisa a esta necesidad. Se suele desarrollar en talleres, laboratorios, colectivas, etc., donde la dinámica grupal se convierte de hecho en la verdadera obra. El modo en que estos experimentos trabajan lo comunitario es más o menos evidente, directo, y la pregunta por la duración parece responderse en la misma medida en que el laboratorio persiste, o en que sus participantes continúan construyendo en otros lugares experiencias similares a lo largo de los años. Pero aquí, desde luego, estamos muy cerca de la frontera en que la especificidad del arte se disuelve, y las recompensas y desafíos que surgen tienen más que ver con la organización de comunidades como tal. De allí viene el encanto y la radicalidad de estas prácticas, pero también su límite.

Una interrogante distinta permanece respecto de las artes cuya relación con lo social es por lo menos mediada, refractaria. Entre las propuestas más sugerentes de Estéticas de la dispersión están las de una cineasta y un escritor. En un artículo anterior hablábamos de las ideas de Lucrecia Martel sobre el territorio, cómo la ficción organiza y ocupa el espacio. Damián Tabarovsky, por su parte, retomaba la noción de que la literatura construye una “comunidad de los que no tienen comunidad”, donde estamos, como lo ponía Goethe, al mismo tiempo en la mayor soledad y en la mayor compañía. Territorio y comunidad, una combinación fértil.

Se podría argumentar que, a fin de cuentas, lo que ha hecho siempre el arte es intentar volver habitable el mundo, y que de lo que se trata no es de encontrar una nueva función para él, sino de averiguar cómo continuar con esa tarea (hacerla durar), lo que no es nada sencillo. Justamente de esa dificultad viene la sensación de ‒al menos en ciertas artes‒ haber topado con un muro, estar en una especie de final de los tiempos en que se puede optar tan sólo entre repetir mecánicamente lo ya hecho o proponer rupturas cuya conmoción termina siendo trivial.

Cristina Campo narra un cuento de hadas antiguo: una niña parte en busca de su madre muerta. Después de un largo y arduo viaje llega finalmente al jardín del paraíso, pero la vegetación le es extrañamente familiar. Se da cuenta que se encuentra en el bosquecillo que había junto a su casa, justo el lugar donde se había perdido al inicio de su peregrinación: sentada junto a un arroyo está su madre. En la época del perpetuo presente, de la amnesia social, tal vez es el arte que reconecta con la historia, más que el que la niega, el que puede darnos un chaleco salvavidas. En vez de un arte del rompimiento, un arte de la ruina, que reúne los escombros de distintas eras para construir una casa.

Salimos, sin embargo, de la paradoja de la tradición de la ruptura tan solo para meternos a otra. ¿Cuál sería la diferencia entre un arte de la ruina y un arte meramente conservador? Difícil distinguirlos, pero quizá sucede que el segundo se conforma con utilizar formas obsoletas, rancias, tal y como le aparecen, preocupado solo por alimentar la máquina del consumo, repitiendo el mismo gesto hasta el hartazgo aunque sea un encantamiento que ha perdido su eficacia. Una actitud distinta es tomar esas formas, y otras más, y esforzarse por insuflarles nueva vida: saturar, deformar, arrojarles nuevas sustancias, mezclar, manipular, invertir, sacudirlas, hasta que finalmente logren recobrar el pulso.

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