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Literatura

Cristina Rivera Garza: conversación

Xitlalitl Rodríguez Mendoza | jueves, 9 de febrero de 2017

Hace medio año la escritora Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964), artista del año de La Tempestad, visitó la Ciudad de México para promocionar su último libro de poesía, La imaginación pública (2015), publicado en la colección Práctica Mortal de la Secretaría de Cultura. ¿Quién no ha gugleado algún padecimiento, horrorizado ante las exultantes posibilidades de muerte que desfilan en el monitor? Este inquietante pero también divertido libro abre con poemas que nacen de la hipocondría de la autora y de su relación con el lenguaje de Wikipedia, de cómo ese lenguaje ha confeccionado y articulado nuevas formas de relacionarnos y de definirnos como individuos. Esta escritura la lleva a desmarcarse del yo lírico como único pilar de la poesía.

Cristina Rivera Garza, que actualmente es profesora del primer doctorado en escritura creativa en español en Estados Unidos (que se abrió en otoño pasado en la Universidad de Houston), habló sobre sus diferentes facetas y de la relación de La imaginación pública con otros de sus libros.

¿Cómo empezó esto, que veo como una especie de experimento?

La imaginación pública es una especie de performance de Los muertos indóciles (2013) y Dolerse (2011); no puedo separar los conceptos que he estado explorando en estos dos libros de los materiales con los que decidí trabajar en La imaginación pública. Los muertos indóciles es una serie de ensayos donde intento poner en comparación literaturas recientes de México, Estados Unidos y Francia y su relación con la tecnología y la muerte social que enfrentamos. En un formato, una versión, una mutación más política, esos mismos temas fueron la espina dorsal de Dolerse. Textos desde un país herido, y creo que los motivos de La imaginación pública tocan una vez más la relación con el cuerpo, el cuerpo vulnerado por la sociedad y las tecnologías digitales, el cuerpo de la escritura pero también su ausencia con relación a la violencia que vivimos en México en estos años. Y todas estas ideas y ese interés en cierto tipo de materiales no están separados de los terrenos que anduve merodeando con los libros anteriores, aunque definitivamente son una mutación, están en un soporte (si a un género le vamos a llamar soporte) bastante diferente, pero son textos que quieren agarrarse de manera muy directa y muy material a los lenguajes que nos hacen, que nos estructuran. Y uno de ellos, para cualquiera que haya recurrido a búsquedas en Internet, es el lenguaje que llamo wikipediés: independientemente de la lengua en que aparezca, el wikipediés tiene sus reglas, ritmos, contratos, ceremonias, características y repeticiones.

En la primera parte de este libro, muy hipocondriaca, mi interés está en la gran paradoja de hacer sentido de los aspectos más íntimos con el lenguaje más público que existe: hago una búsqueda poniendo “uña, dedo meñique, dolor, muerte”. En esta relación tan transparente, tan obvia pero a la vez tan rara de investigar y viajar por las partes internas de mi cuerpo, no recurro –como buena ciudadana del siglo XXI– a la religión ni a la moral ni incluso a la ley, pero sí a las farmacéuticas, las asociaciones de médicos, las compañías de tecnologías masivas, etcétera. Estas compañías y estos intereses han fundamentado este lenguaje y han transformado nuestra intimidad en extimidad, para empezar, pero nos hemos vuelto adictos a eso.

Siempre has trabajado con los cuerpos propio y social; sin embargo, La imaginación pública parece formada por un lenguaje esquizoide. No estamos acostumbrados a poéticas del cuerpo, o éstas se han invisibilizado.

Pareciera que hablar del cuerpo fuera traer el cuerpo a colación en la página. A veces es más abstracto. Una de las cosas que quería hacer con este libro era tratar de articular las maneras en las que el cuerpo se me vuelve presente y se hace legible, como entidad que está relacionada con otros cuerpos. Tengo un vínculo muy personal con el lenguaje de la medicina; para la primera novela que publiqué [Nadie me verá llorar] leí expedientes médicos, y le ponía tanta atención a los pacientes como al lenguaje de los doctores.

Hay algo de eso, de esa cosa mórbida que me sigue animando en estas lecturas de Wikipedia, a las que no sólo voy porque soy una hipocondriaca irredenta, sino porque ese lenguaje me estremece.

La imaginación pública es un libro que busca desmarcarse de cierta literatura. ¿Alguna en específico?

Sobre todo la vieja batalla contra el yo lírico, que pareciera basarse en el poder expresivo del lenguaje, algo que ya han puesto en tela de juicio, por muchas generaciones, las vanguardias y las posvanguardias. Me interesaba sobre todo que el acento recayera en la materialidad de las herramientas con las que trabajamos y circunscribirme a las tecnologías que nos hacen. Hay entonces un recorrido, una especie de documentación poética, un trabajo de producción con materiales ajenos y de postproducción con acentos en ritmos, texturas, cadencias, etcétera, que van del cuerpo propio al cuerpo del texto.

En el lenguaje de las instrucciones, que puede parecer por momentos muy árido o muy hermético, uno se ve reflejado en los padecimientos.

Espero que con humor, también. La primera vez que leí estos textos empecé con el poema “La caries” sin ninguna explicación. Era en el contexto de una universidad y esperaban algo serio. Mientras leía el poema los veía, tenían el rostro compungido, no sabían si, como era poesía, tenían que estar serios, hasta que les dije “Se pueden reír”. Hay un juego en el que esta serie de transparencias es tan obvia que se vuelve también ridícula. Me parece que alcanzar este momento, cuando se están deslizando los significados, cuando no estamos seguros, cuando tenemos que regresar y pensamos “¿Leí esto o no?”, es una labor de la poesía.

Fuiste uno de los primeros escritores mexicanos que experimentaron con la escritura digital, pero ahora pareces estar más interesada en otros recursos.

Sigo creyendo lo que decía Gertrude Stein acerca de que el reto del escritor es articularse con su contemporaneidad, no tanto en el sentido de estar a la moda sido de encontrar los ritmos internos, orgánicos, que nos hacen y estructuran. Creo que es el tipo de escritor que quiero ser, no quiero dar la espalda olímpicamente a lo que todos estamos usando. La posición del autor y del editor como autoridad ha ido en declive, así como la idea de que la literatura es un campo autónomo, separado de lo social.

Escribí Los muertos indóciles un poco con la idea de que debemos ampliar nuestro registro estético, el registro de lo que está ocurriendo, y tenemos que contar con más armas para determinar qué consideramos buena escritura o escritura relevante. Mejor tener tantas herramientas como sea posible en lugar de poner atención a los autoritarios de izquierda o a los autoritarios de derecha, que todo el tiempo están hablando del fin del mundo. Para los que vivimos el día a día hay otro tipo de temperatura en las discusiones y otro tipo de urgencias, por eso me interesa relacionar La imaginación pública con Los muertos indóciles y Dolerse, porque forman parte de una conversación más amplia.

Tu libro fue editado por la Secretaría de Cultura. ¿Qué opinas de las críticas a los escritores que publican en los sellos del Estado?

Hace un rato venía caminando por Reforma y vi una fotos de la Constitución del 17, de cómo se armó: se perdió un millón de vidas durante una década para que finalmente se incluyeran tres artículos relevantes; uno de ellos era la responsabilidad del Estado en la educación y la cultura públicas. Los recursos del Estado no pueden usarse discrecionalmente, son nuestros. Quienes rechazan la posibilidad de utilizar estos recursos, y por lo tanto apoyan al mercado como única posibilidad de dilucidar asuntos estéticos y artísticos, tienen argumentos neoliberales, lo sepan o no. Sin embargo, especialmente después de Ayotzinapa, cualquier cosa que toque el Estado debe entrar en un proceso de discusión. Pero quitarle la responsabilidad en cuestiones de educación o cultura públicas es perverso. Hay capacidad de producir espacios autónomos, en eso también debe trabajarse, pero sin por ello liberar al Estado de las responsabilidades que adquirió –y el derecho que adquirimos todos– en 1917.

¿Cómo dialoga tu poesía con tu obra ensayística, narrativa, académica?

Son soportes, yo los veo así, como variaciones y mutaciones. Aunque me gusta ver a cada nuevo libro como un proceso que inició de cero, que establece sus propias reglas, sería poco sagaz no ver que forman parte de una veta de exploración más amplia. Como te decía hace rato, me siguen interesando el cuerpo y la enfermedad como momentos de vulnerabilidad, algo en lo que estaba trabajando en 1999 cuando publiqué Nadie me verá llorar. Hay una liga que podemos vislumbrar, pero es un trabajo que ha mutado, que se expresa de maneras distintas en soportes muy distintos.

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