25/12/2024
Literatura
Inviernos personales
Roberto Abad repasa tres célebres cuentos navideños, todos ellos decimonónicos, en los que la temporada adquiere tintes no siempre alegres
Recuerdo que, más que miedo, me provocó risa pensar que podrían visitarme tres espectros durante la Navidad. Había visto la historia de Dickens en una de sus versiones de caricatura, obligado por una tía que –con el aval de mi madre– se aferraba a la idea de que me haría bien. Entonces yo era medio envidioso y rezongón, y al terminar la película supuse que debía sentirme mal. En la mente enlisté otros hechos que podrían echarme en cara mis propios fantasmas del pasado, presente y futuro, en caso de recibir su visita. Sin duda gastar en las maquinitas de la tienda el dinero destinado para las tortillas. Luego estaba no rezar o no tanto como me lo pedían. Y, tal vez, ver mucha tele. Pero ¿en serio me parecía tanto a Scrooge?
Años después, cuando volví a encontrarme con ese personaje, ya sin intermediarios y en su versión original, Canción de Navidad (1843), me percaté de que, antes de ser un relato moral, se trataba de un relato fantástico, en ocasiones de miedo; algo de lo que ni yo ni mi tía pudimos percatarnos en su momento. Y eso me fascinó, hallar un cruce entre una temporada que resulta altamente colorida y emocional y una serie de elementos sobrenaturales típicos del terror.
La historia del cuento navideño tiene raíces antiguas; hubo autores que coquetearon con el género, mas no con su espíritu. Como Hoffmann, que publicó en 1815 “La aventura de la noche de San Silvestre”. Sin embargo, quien terminaría de fundar una tradición literaria y casi inventaría una forma de leer el invierno fue Dickens. La Navidad se convirtió en un rito creador muy suyo. Además de escribir historias navideñas promovió números especiales en revistas, invitó a otros autores a participar y aun intentó reunir en un solo volumen sus cuentos, pero la muerte lo alcanzó primero. A pesar de esto, su entusiasmo fue fundamental para sentar las bases de una búsqueda literaria que, como sucede con temas como el doble, no se agota y parece renovarse, al menos parcialmente, en cada generación de escritores.
Prueba de ello soy yo, que estoy aquí escribiendo de eso.
Vaya, estoy lejos de parecerme a un viejo egoísta decimonónico, pero sí me he encontrado con tres fantasmas que marcaron mi manera de ver la Navidad. Y es que uno se encuentra con ellos inevitablemente. El relato de Charles Dickens del que hablé al principio es ya universal, no me resultaría extraño que las nuevas generaciones lo conozcan a través de historias de Instagram o tiktoks. Quizás el hallazgo de los otros que mencionaré exija un ligero esfuerzo, tampoco demasiado; vamos, son clásicos y, como decía Monterroso, lo bueno de leer clásicos es que son baratos y están en todas partes.
Alejándose del cerco aleccionador y lindando con la especulación científica, Guy de Maupassant te hace sentir en “Cuento de Navidad” (1882) la oralidad a la que convoca, casi de modo inevitable, la temporada decembrina, cuando en la cena se acude a una síntesis del año, se cuenta lo más asombroso o lo más desafortunado. En este texto un doctor, ante la pregunta de un escucha invisible en la narración, empieza a contar un recuerdo de Navidad. “Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena”. En un pueblo sepultado por una nevada, donde ronda el miedo, se espera un suceso extraordinario. De pronto, un herrero que sale por pan una noche se encuentra con un huevo en la nieve, tibio aún. Al llevarlo a casa se lo ofrece de cena a su esposa. Ella, con sospechas, accede y enseguida experimenta espasmos y convulsiones. Pasa días postrada en cama. El doctor le receta calmantes, pero termina por afirmar que la mujer ha perdido el juicio. ¿Por cenar un huevo? La noticia corre y pronto el pueblo concluye: “la mujer del herrero está endemoniada”. Caray. Llega la Navidad y el doctor y el cura llevan a la mujer a la iglesia, donde se desarrolla la última escena. Este cuento ha ido adquiriendo nuevas interpretaciones con el tiempo. En varias antologías se alude a la creencia científica que existía en aquella época sobre la relación entre la histeria y el útero. El huevo abandonado, símbolo de fecundidad, se convierte en vehículo del diablo. La ciencia y la religión buscan una alternativa. ¿Puede leerse en clave de terror, aún?
En un registro distinto, Chéjov publica “Vanka” (1886) en La Gaceta de San Petersburgo, un cuento que se escribió como crítica a la sociedad europea contra el maltrato que los niños sufrían en el siglo XIX –gesto que comparte con Dickens, que también hacía historias en las que se refleja la marginalidad infantil–, y que además podría estar entre los cuentos más tristes de esta tradición (junto a “La niña de los fósforos”, de Hans Christian Andersen). Con maestría, Chéjov narra la historia de un niño de 9 años, cansado de vivir en la casa de un zapatero, donde fue enviado cuando se quedó huérfano, para aprender el oficio. Entonces decide enviarle una carta a su abuelo en Nochebuena, rogándole que lo lleve con él: “Ven, querido abuelo […] Todos me pegan, tengo un hambre horrible, mi tristeza es tan grande que no se puede contar y me paso todo el tiempo llorando”.
El tono de súplica va aumentando a su vez que el niño comienza a tener reminiscencias de los días con el abuelo; se da cuenta de que era el paraíso. Pero al volver a la carta, Dios, cómo sufre el nieto: “Ayer recibí una paliza. El dueño me arrastró por los pelos hasta el patio y me azotó con el tirapiés porque me quedé dormido sin querer mientras acunaba a su hijo”. Al final, Vanka apunta la dirección: “Para el abuelo, que está en la aldea”. Y, siguiendo los consejos del carnicero, sale a dejarla al buzón más cercano. A diferencia del relato de Dickens, que hoy me divierte, esta historia abre un agujero en la boca del estómago. Es un bucle temporal en el que no hay salvación y siempre habrá sufrimiento. Quisiera decirle a Vanka que se vaya de ahí. Quisiera abrazarlo. Pero no hay reivindicación, está atrapado hasta la eternidad en ese acto de nobleza que todos los dioses ignoran. El sentimiento de injusticia me tortura, va detrás de mí, es mi verdadero fantasma, y esa es la mejor descripción gráfica del frío que uno podría sentir en Navidad.