Las palabras, en el cine de Dan Sallitt, desbordan todo. La pantalla se llena de diálogos, los intercambios asfixian el plano. La omnipresencia de la palabra hace, sin embargo, que importen los silencios. En este cine de diálogos interminables lo que no se dice es lo que cala más hondo.
Detrás de la aparente banalidad de las palabras, de los incómodos lugares comunes que intercambian los personajes, algo se gesta. Ahí se revelan las tragedias cotidianas de lo que no nos atrevemos a nombrar, el ethos que siempre se muestra sin decirse, los miedos contemporáneos al fracaso, el deseo y el amor frustrado.
El cine de Dan Sallitt no quiere tratar con las grandes preguntas trascendentales que formularon los grandes poetas del canon, los Tarkovskis y los Bergmans. Su cine se adhiere más a otra búsqueda formal del sujeto, de lo cotidiano, de los deseos de Rohmer, del minimalismo de Bresson, de la realidad de Eustache y la sensibilidad rigurosa de Pialat. Al mismo tiempo este cine contenido, enfocado en los personajes, humilde y de presupuestos mínimos, procede de una riqueza cinéfila incomparable.
Para poder pagar su primera película, Polly Perverse Strikes Again!, de 1986, Sallitt escribe crítica de cine. Publica donde puede, en todas partes, alrededor de Los Ángeles. La crítica dio pie, en la vida de este director, a la creación cinematográfica. A partir de la cinefilia nació una veta creativa. Y, desde entonces, Sallitt no deja de alimentar un enorme gusto por el cine proyectado, en dosis homeopáticas, con prueba y error, en sus planos minimalistas. Todavía ahora, junto a su producción cinematográfica, uno de los grandes lugares para conversar con Sallitt es su nutrida lista de películas favoritas; una lista que muestra el panorama siempre creciente de un espectador sensible que ve la historia del cine a contrapelo.
Después del estreno de su quinto largometraje, Catorce: historia de una amistad (2019), en la Berlinale me senté a platicar con Dan Sallitt. Hablamos de la manera en que construye personajes tan vivos y complejos, de las elipsis de Pialat, la escritura del absurdo y el proceso creativo de un realizador que también es un obsesivo crítico cinéfilo. A lo largo de la conversación encontré el enorme placer con el que Sallitt piensa su relación con el cine; un placer que, sin romantizar el sufrimiento creativo, se vive siempre como amor doloroso, mal correspondido, inevitable.
En una entrevista que leí hace poco hablabas del personaje de Jackie en The Unspeakable Act (2012). Un personaje que nació de manera casi orgánica, que fue el más fácil que jamás hayas escrito porque, decías, estaba en ti. Quiero preguntarte sobre el proceso de crear a Mare para Tallie Medel y ese personaje tan complejo, profundo y misterioso que es Jo en Catorce.
En este caso en particular escribí una película para las actrices que la iban a interpretar. Generalmente escribo mis películas para personas en particular. Pienso una película, la casteo y, si me gustan las personas, escribo la cinta para ellas. Me parece que siempre he creado así, incluso si algunas de esas películas nunca llegaron a hacerse. Siempre hubo esa alternancia. Esta vez también estaba escribiendo para personas en particular. Y una de las personas para las que estaba escribiendo era Tallie Medel. Por desgracia la persona para la que escribí el personaje de Jo no pudo hacer la película. Pero, en cualquier caso, estaba escribiendo para ellas, así que tenía una base sólida alrededor de sus personalidades.
La cosa curiosa de The Unspeakable Act es que Jackie me sorprendió. No tenía a nadie en mente cuando pensé en Jackie. No había considerado a Tallie ni a nadie. Nada más vino a mí. Fue un regalo del Universo…
Ciertas películas mainstream de Hollywood utilizan tropos que pueden repetirse al infinito. Los personajes aparecen como cascarones vacíos que pueden rellenarse, en distintos momentos, por distintos actores, en distintas situaciones. En tus cintas hay algo radicalmente diferente, los personajes están por encima de cualquier situación específica, son irrepetibles. Al hablar de los personajes de Dostoievski, Bajtín decía que eran tan reales, con una consciencia tan propia, que parecían ser pares del autor y del lector. En ese sentido quiero preguntarte cómo vives con personajes tan vívidos, cómo creas algo tan real mostrando, al mismo tiempo, el artificio de la ficción.
Es muy difícil responder a este tipo de preguntas, entonces sólo te voy a dar una respuesta parcial [Risas]. Hasta cierto punto, creo que este proceso empieza rechazando ciertas cosas, rechazando ciertos efectos, rechazando aceptar ciertas convenciones dramáticas. Eso es parte de mi proceso. Si dejas fuera ciertos mecanismos esperados, ciertas cuestiones dictadas por el drama, todo lo que queda no tiene otra razón de ser que tu propio capricho. Lo que queda tiene que estar ahí porque quieres que esté ahí.
Ayer estaba hablando con alguien sobre el final de Catorce y, en particular, del momento en el que Mare se quiebra, colapsa en llanto, en el funeral. No es nada extraño que alguien se quiebre así en un funeral, lo hemos visto en muchas películas. En algún momento me puse a pensar en Imitación de la vida (1959) de Douglas Sirk, donde ocurre algo similar al final, pero quería lograr algo distinto. No quería que la película llegara a ese momento y que el llanto fuera el clímax; quería tener el contraste entre ese momento y lo que sigue. Es decir, quería retratar la idea de que tenemos que seguir con la vida. Después de este dolor tienes que alimentar a tu hija, por ejemplo. A pesar de que Mare amaba a Jo, no podía quedarse en ese lugar, tenía que seguir adelante. Al operar este cambio para juntar esos dos elementos (el desmoronamiento de Mare y el hecho de que tiene que seguir con su vida) creé algo nuevo. Si sólo hubiera llegado a ese clímax con lágrimas hubiera resultado algo muy diferente.
Cuando la hija de Jo le pide algo de comida en el funeral, después de su colapso emocional, y ella le da unos pretzels que llevaba en su mochilita y los comen sentadas frente al ataúd… me pareció tremendo. Por más doloroso que sea, la vida se impone con cosas tan banales como unos pretzels.
La vida continúa: morimos y alguien más va a necesitar comer pretzels.
Hablemos de las elipsis. Catorce, a diferencia de tus otros trabajos, transcurre durante mucho tiempo y pasan años entre los episodios. Había una cita famosa de Isabelle Huppert sobre Maurice Pialat en donde la actriz decía que él trabajaba con una cronología de afectos y no con una cronología de sucesos. Esta es una película episódica que, en la forma final del montaje, se siente como algo atravesado por la vida misma; una vida que no se cuenta en hechos sino en afectos, en momentos que se recuerdan porque se sienten. La vida pasando, pues, como los pretzels.
Es algo en lo que estaba pensando. Estaba pensando en Pialat, definitivamente. Estaba pensando, específicamente, en A nuestros amores (1983), que tiene unas transiciones muy marcadas entre períodos. Te tardas un poco, al ver esa película, en entender qué está pasando. Sientes la continuidad en ciertos momentos y luego cambian poco a poco las cosas. Creo que Pialat, en A nuestros amores particularmente, tiene mucho que ver con cómo elegí los momentos de la vida de Jo y Mare.
A nuestros amores es una película sobre una persona a la que le cuesta mucho trabajo ser feliz y, sin embargo, está feliz el 75 por ciento de la película. Se la pasa bien, tiene encuentros amorosos, se está riendo con la gente. Pialat lo sabe. Sabe que no nada más existe un contrapunto dramático en este contraste, sino que también entiende que así es la vida. Las personas no tienen el destino grabado en la cara. Usé esa sensación como una guía para crear a Jo. Porque Jo ama la vida de muchas maneras. Tiene problemas que no puede sortear pero, de cierta forma, puede pasársela mejor que Mare: es mucho más desinhibida frente al mundo.
Entonces creo que esta película, definitivamente, es la película con la que traté de entender a Pialat. Hace mucho hice una película, Honeymoon (1998), en donde traté de hacer algo cercano a Pialat. Sobre todo en la primera parte. Pero no lo logré completamente. Creo que en ese entonces no entendía todavía lo que quería hacer con Pialat y las similitudes fueron superficiales. Pero aquí sí quise llegar a hacer algo más profundo. Siento que, a lo largo de los años, he empezado a entender el espíritu de su forma de hacer cine.
La presencia y la fuerza de la presencia de Jo es algo maravilloso. Incluso cuando no está a cuadro siempre está ahí. Hasta en el momento de los pretzels, que sucede frente a su ataúd. De las personas que amamos y que perdemos, siempre queda algo, fuera de lo verbal, fuera del cuadro. ¿Cómo puedes retratar eso cinematográficamente?
Es verdad. Toda la película es sobre Jo a pesar de que Mare está en todas las escenas. Es una cuestión de perspectiva. Es una situación como de El gran Gatsby; Nick Carraway está ahí todo el tiempo, pero Gatsby es la figura imponente. Eso también es el cine. Con el cine ves el exterior de las personas. Una manera de asegurar que lo que estás creando se sienta como una película es tener algo imposible de penetrar, algo que sea pura exterioridad, algo que sólo puedes ver desde afuera. Ésa es la cualidad misma del cine. Al menos en cuanto a la forma en que retrata a las personas.
Sé que te han preguntado cientos de veces sobre la relación entre tu trabajo como crítico y tu trabajo como cineasta (ese niño mimado que alguna vez describiste), pero quería hablar de un tercer elemento: la cinefilia, o el amor al cine. Creo que muchas personas tienen la apreciación común y prejuiciosa de que estos tres elementos son mutuamente excluyentes. Como si la crítica fuera el reino de la razón, mientras que la dirección está en el reino de la creación inspirada y la cinefilia en el de la pasión pasiva. ¿Qué piensas de estos tres aspectos?, ¿cómo interactúan en tu proceso creativo de escritura y realización?
Es interesante. Obviamente no creo que estas cuestiones sean excluyentes, pero entiendo a lo que se refieren las personas que así lo creen. Te sientas en un cine y es lo más fácil del mundo. Es lo más fácil del mundo sentarse a ver 600 películas al año o más. Sobre todo si no estás haciendo otras cosas, como filmar películas.
Todos los que vivimos en estas salas oscuras tenemos algo en nuestra cabeza que no está bien. Algunos se mezclan con la sociedad mejor que otros, pero todos los cinéfilos tenemos algo torcido. Las personas que pueden hacer una película, hacer ese trabajo tan difícil y estresante, necesitan mentalmente otras cosas. Es otra personalidad que la del espectador. Porque el trabajo requiere otra personalidad. El clásico cineasta es una persona a la que le gusta el caos, le gusta lidiar con lo que sea que venga, que toma todo como un reto y trata de superarlo. Son dos personalidades muy distintas.
Pero, por supuesto, no puedo entender cómo podrías amar las películas sin siquiera pensar en hacer una. Ni cómo podrías hacer películas sin amar las películas de otros. Tal vez puedes crear una película como un acto de puro ego. Y a veces parece, cuando hablas con ciertos creadores, que es el caso y que no les interesan las películas de otros. Pero yo no entiendo eso. Para mí es imposible. El resultado, al final, es que te conviertes en algo un poco esquizofrénico: la persona que ve las películas entra en la persona que hace las películas; pero la persona que hace las películas tiene que pasar por una cantidad de cosas que la persona que sólo ve películas no sufre. Vives con dos personalidades.
En ese balance ¿piensas que esa parte crítica de tu personalidad ha cambiado? ¿Razonas más tus películas ahora o las razonabas más antes?
Creo que no ha cambiado mucho. Sólo la mitad del proceso, al hacer una película, usa tu capacidad como crítico. Al principio, cuando empiezas a formar un proyecto, no la usas. Las ideas tienen que venir de alguna parte; la emoción tiene que salir de alguna parte; el sentido de lo que quieres hacer y sentir tiene que venir de otro lado. Puedes inspirarte en películas, tal vez, pero esa primera etapa en el proceso creativo pasa por encontrar algo en ti mismo y realizarlo. Esa parte del proceso no tiene mucho que ver con el quehacer crítico porque, finalmente, tienes que hacer algo.
Una vez que sacas todas estas cosas fuera de tu consciente o inconsciente, tienes que darle forma, tienes que decidir de qué manera quieres que hablen los actores, en qué lugar quieres poner la cámara para lograr tal o cual efecto. En ese momento tienes que usar tu juicio y esa parte se acerca mucho a la labor crítica. Darle forma a algo, evaluar racionalmente lo que vas a hacer, tiene mucho que ver con la crítica. En ese momento me sirve pensar cómo he evaluado el trabajo de otras personas, cómo he sentido que tal o cual plano funciona o no funciona.
¿Crees que el cine puede cambiar al mundo?
¿Puede? Creo que ya lo hizo. No sé si lo ha cambiado en el sentido de convertirlo en un lugar utópico en donde todos somos felices, pero creo que cambió al mundo de manera prácticamente inmediata. Soy un gran fan de André Bazin. Él vino mucho tiempo después de la primera oleada de representaciones cinematográficas, pero entregó gran parte de su pensamiento sobre el cine a la idea mística de la imagen como realidad. Realidad en un sentido que no le corresponde al dibujo, por ejemplo. Y eso es algo muy poderoso. Es el motor detrás del cine. Ahora todos nos tomamos selfies, todos tenemos pequeñas cámaras en el bolsillo. Entonces sí, claro que ha cambiado al mundo. Solo espero que el mundo esté aquí un ratito más… [Risas]. Que el mundo esté aquí un ratito más para que podamos seguir haciendo cine y para que podamos ver si logramos cambiar algo [Risas]. No sé si el cine tenga un rol primordial en el discurrir de las cuestiones terrenales… pero, definitivamente, el cine nos cambió.