Toda obra de arte debe ser inquietante. Es más, podría pensarse que su valor es directamente proporcional a su poder de sacar a alguien de la quietud. De la costumbre. Una nota –un sonido– donde no se la espera, un crescendo que culmina en un pianissimo –la orquesta de “A Day in the Life” del Sgt. Pepper’s– o, ni más ni menos, la voz de David Bowie, una de las pocas grandes voces masculinas del rock –junto a la de otro transformer, Lou Reed–, en una época en la que las voces del rock eran lo más agudas posibles y en un cuerpo vestido con ropas de mujer. “El planeta Tierra es azul, y no hay nada que pueda hacer”, dice, perdido en el espacio, el Major Tom. Y la voz que lo canta, en “Space Oddity”, es inquietante. Porque no es la voz para ese cuerpo ni para esa puesta en escena; pero, sobre todo, porque no es una voz para el rock de esos años.
En una primera mirada, Bowie es alguien capaz de mimetizarse. Al fin y al cabo fue ni más ni menos que un mimo, actuando como tal junto al grupo T. Rex, del guitarrista Marc Bolan; estudió para serlo con Lindsay Kemp y llegó a tener, incluso, su propia compañía, a la que bautizó The Feathers (las plumas). Puede vérsele, como al Zelig de Woody Allen, en los finales de la psicodelia con su disco Man of Words, Man of Music (1969), que mucho después pasó a llamarse como su tema más exitoso, Space Oddity (peculiaridad del espacio, en lugar de la odisea –oddity y odissey suenan de manera similar– de Stanley Kubrick y Arthur C. Clark). Puede encontrársele en el soul, en Young Americans (1975); en el pop electrónico, en su trilogía berlinesa junto a Brian Eno –Low (1977), “Heroes” (1977) y Lodger (1979)–, o junto a Pat Metheny en la magnífica “This is not America”, compuesta para el filme The Falcon and the Snowman (1985) de John Schlesinger. Puede ser Ziggy Stardust o The Thin White Duke. Y también puede ser Bowie, que, claro está, no es Bowie sino un David Jones nacido en Brixton, un barrio londinense, en 1947, que debió cambiar su nombre debido a la fama de otro impostor, el verdadero Davy Jones que formaba parte del grupo más falso de la historia –por lo menos antes de los reality shows–: The Monkees.
Cualquiera que viera en su variedad de intereses una falta de estilo propio se estaría equivocando. Bowie trabaja siempre con el mismo tipo de matriz melódica. Una matriz que proviene, sin duda, de la vieja usina pop del Londres sesentista.
David Bowie puede aparecer como el productor de Transformer (1972), de Reed, como el descubridor del tecladista Rick Wakeman –en Man of Words…– o del guitarrista Steve Ray Vaughan –que tocó en Let’s Dance, de 1983–, o como el impensado tecladista de Iggy Pop. Bowie es, además, del actor de El ansia (1983) –el filme de vampiros dirigido por Tony Scott– y el protagonista de una película de vampiros propia, en su revisita a “I Got You Baby”, un viejo éxito de Sonny & Cher, con una Marianne Faithfull disfrazada de monja –o algo así– y cercana a la reencarnación de Marlene Dietrich, quien, de paso, también trabajó con Bowie en la cinta Just a Gigolo (1979). Y es el que, después de sus comienzos como saxofonista en grupos mod como King Bees o Manish Boys (donde también tocó como sesionista Jimmy Page), empezó su carrera solista para financiar el Beckenham Arts Lab que fundó en 1969, estudió pintura en Berlín, le cantó a Pablo Picasso (en una versión de un tema de los Modern Lovers incluida en Reality, de 2003) y, aunque esto se trate de un secreto más bien entre compradores de arte, se convirtió en uno de los máximos coleccionistas del mundo de la obra de Mark Rothko –el mismo al que el compositor Morton Feldman dedicó su notable Rothko Chapel (1971).
No obstante, cualquiera que viera en esta variedad de intereses una falta de estilo propio se estaría equivocando. Bowie trabaja siempre con el mismo tipo de matriz melódica. Una matriz que proviene, sin duda, de la vieja usina pop del Londres sesentista y sus relecturas, conscientes o no, de la historia de la canción inglesa. Las melodías de Bowie siempre tienen ese sabor a John Dowland –o a Ray Davies, para situar una referencia más contemporánea– que las distingue más allá de la tímbrica de los acompañamientos o de la mayor o menor explicitación que pueda haber allí del aspecto tímbrico. En David Bowie, en todo caso, hay un estilo que pasa, además de por su voz y su fraseo absolutamente inconfundibles, precisamente por su capacidad para apropiarse –para vampirizar– estilos ajenos.
Puede afirmarse que Bowie hace realidad dos grandes aspiraciones del rock y que, en ese sentido, no es otra cosa que la más perfecta encarnación del espíritu del pop inglés.
Puede afirmarse que Bowie hace realidad dos grandes aspiraciones del rock y que, en ese sentido, no es otra cosa que la más perfecta encarnación del espíritu del pop inglés. Ese espíritu que, mientras él comenzaba, tocaba un límite posible con la pulverización del modelo de canción al que arribaba Abbey Road (1969) de The Beatles. La enciclopedia de Bowie puede leerse en su disco Pin Ups (1973), dedicado a versiones de temas de otros solistas y grupos, donde incluye a los Rolling Stones, a The Who, a The Kinks, a Pink Floyd. Hay algo que Bowie aprendió a The Beatles –a quienes homenajea en Young Americans– o, por lo menos, de quienes hicieron suyo este axioma: la idea de que el rock podía adueñarse de todo. En esos pequeños mundos de tres minutos –que después se alargaron, por cierto– podían caber desde la cita a Bach a la explosión del timbre, desde el experimento electrónico hasta un octeto de cuerdas inspirado por la música de Bernard Herrman para Fahrenheit 451 (1966) de Truffaut –según confesó George Martin acerca de “Eleanor Rigby”– y desde la síntesis de folclores norteamericanos de The Band hasta la pieza radiofónica que abre Axis: Bold as Love (1967) de Jimi Hendrix.
El rock era, en ese modelo fijado sobre todo por The Beatles, The Who, Rolling Stones y The Kinks, a mediados de la década de 1960, una música omnívora. Y la fagotización del music hall por Queen, de la grandilocuencia del último romanticismo por Emerson, Lake & Palmer y, a su manera, por Deep Purple, y de su propia historia por enciclopedistas como Elvis Costello y Beck, no hacen más que confirmar que en la naturaleza del género hay una tendencia a devorar lo que se tenga a mano sin que eso signifique una pérdida de identidad estilística. Pero el otro elemento consustancial al rock que Bowie cristaliza es la teatralidad –y la teatralización– del sonido. Si hubo algo, después de Wagner, que aspiró a la idea de “arte total” fue el rock. En pocos lenguajes se fractura tanto como en el rock la idea de “música absoluta”. Aún en las expresiones en que los aspectos sonoros son más pregnantes, es casi imposible separarlos de su puesta en escena. Esa puesta en escena no es, desde ya, sólo lo que los músicos hacen en el escenario, sino los aspectos gráficos del disco, la vestimenta del músico, la mezcla, distribución y espacialización del sonido y, encarnando un antiguo ideal romántico, la manera en que el artista se convierte a sí mismo en la principal de sus obras. Decidir qué es extramusical en el rock es, simplemente, tratar de constreñirlo a modelos de análisis que le son totalmente ajenos. Y, sobre todo, es inútil, además de imposible. David Bowie, eventualmente, es la mejor prueba posible de esa imposibilidad.