16 de agosto de 2017

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David Lynch: la vida después del cine

Ha muerto uno de los grandes cineastas contemporáneos. Recuperamos este texto de Sergio Huidobro sobre la trayectoria multiforme de Lynch

Sergio Huidobro | jueves, 16 de enero de 2025

David Lynch

Toma un tiempo buscar alrededor y encontrar algo que no haya empezado, terminado o cambiado en 1970. Nixon. Camboya. México 70. Let It Be. De Gaulle, Janis, Hendrix, Bertrand Russell: todos muertos. David Lynch fue aceptado ese año en el Conservatorio del American Film Institute (AFI) y se mudó a Hollywood, California, desde la periferia empobrecida y multiétnica de Filadelfia con 24 años, una hija recién nacida y un matrimonio a cuestas. Había pasado menos de un lustro desde que Lyndon B. Johnson ordenara la creación del AFI como centro de cultivo para cineastas y otros profesionales de la industria. La generación de Lynch, un muchacho con acento de Montana que parecía haber crecido en cuadros de Andrew Wyeth, era la primera del Centro de Estudios.

En tanto solía presentarse como pintor –y lo era, pues había pasado por la Academia de Bellas Artes de Pensilvania–, Lynch presentó un proyecto de admisión en donde el cine era descrito como un medio extensivo de las artes plásticas que permitía ahondar los discursos estéticos al sumar tres elementos ajenos a la pintura: sonido, movimiento y tiempo. Six Figures Getting Sick (Six Times) (1966), que filmó con veinte años, es ya una tesis práctica de aquella intuición. Aunque la descripción clínica del título hace pensar en la ingenuidad de un readymade juvenil, lo que encontramos es una pesadilla rítmica que activa en el espectador inquietudes subterráneas: Francis Bacon en cintas Super 8. En esa etapa formativa, aunque el cine todavía no fuera para Lynch un medio por derecho propio, ya estaba en gestación el terreno onírico, mezcla de idealismo platónico y conductismo freudiano, que después repetiría con variaciones en toda su filmografía.

El horror inexplicable que subyace en la tranquilidad campirana de la América profunda –hormigas rojas, una oreja cercenada, el cuerpo violado de una reina de la preparatoria– es también el rumor subterráneo de la era Reagan, que coincide con los años en los que se forja el universo creativo de Lynch.

Como todo militante de la introspección, el Lynch de los setenta parece aislado de la efervescencia sociopolítica y cultural que se rebullía a su alrededor. Ni las marchas contra Vietnam ni los ácidos lisérgicos parecen tocar sus intereses creativos. Excepto, claro, si pensamos que esta volcadura casi autista hacia el interior podría ser consecuencia del desconcierto ante el derrumbe de su América idílica, la de los prósperos inner towns del Medio Oeste, como su natal Missoula. Mucha de esta perturbación queda a la vista en las tramas y los escenarios de Terciopelo azul (1986) o el primer Twin Peaks (1990-1991). Imágenes como la de Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) corriendo desnuda y golpeada por la calle vienen –según el propio Lynch– de recuerdos de infancia que anteceden por mucho a su etapa pictórica. El horror inexplicable que subyace en la tranquilidad campirana de la América profunda –hormigas rojas, una oreja cercenada, el cuerpo violado de una reina de la preparatoria– es también el rumor subterráneo de la era Reagan, que coincide con los años en los que se forja el universo creativo de Lynch.

David Lynch

Jack Nance en Eraserhead (1977), de David Lynch

Quizás en su largometraje de graduación del American Film Institute el sustrato autobiográfico está más emparentado con el horror de lo subliminal. Eraserhead (1977) fue filmada por las noches, durante casi tres años, en los establos deshabitados de la misma mansión Greystone que servía como primera sede para el AFI. A pesar de que cierta academia insista en leerla como una estilizada y tenebrista prueba de Rorschach, diseñada para que el espectador proyecte en ella sus propias tinieblas, Eraserhead desarrolla temas palpablemente biográficos. El arrabal postindustrial y kafkiano que habita Henry Spencer (Jack Nance) no es tan distinto de la Pensilvania multiétnica, llena de fábricas y crímenes raciales, en la que Lynch se hizo padre primerizo.

En Lynch on Lynch (2005) rememora esos días: “Nos robaron dos veces, balearon ventanas y nos robaron el auto. Allanaron nuestra casa apenas tres días después de mudarnos. […] Había violencia y odio y miedo, pero esa ciudad ha sido la influencia más grande a lo largo de mi vida”. Esa intimidad quebrada se extiende en todos los formatos de su trabajo, de Twin Peaks a Por el lado oscuro del camino (1997) o Terciopelo azul. Hay una amenaza constante que anida en el seno de la psique estadounidense: el extraño que irrumpe en un domicilio, observa desde dentro y algunas veces, las peores, ataca.

El nacimiento de una marca

Aceptemos por ahora que el escenario de Eraserhead es también Norteamérica, o al menos una versión deforme, guiñolesca o apocalíptica de la misma. El territorio lynchiano está anclado a la geografía americana en una zona que abarca de las grandes planicies del Medio Oeste a la costa californiana, con la zona nororiental, fronteriza y montañosa de Twin Peaks como meridiano. Fuera de dos trabajos por encargo, El hombre elefante (1980) y Dunas (1984), y el álbum Polish Night Music (2007), toda la obra plástica, audiovisual y sonora de Lynch circunda zonas del imaginario estadounidense que son pródigas en la cultura popular: road movies, cine negro, música de bar, bulevares californianos o la cafetería 24 horas como puntos de concreción estética que bien podrían ser una pesadilla poblada por cuadros de Hopper y anuncios de Marlboro.

El territorio lynchiano está anclado a la geografía americana en una zona que abarca de las grandes planicies del Medio Oeste a la costa californiana, con la zona nororiental, fronteriza y montañosa de Twin Peaks como meridiano.

El azar quiso que Eraserhead comenzara a producirse el mismo año que American Graffiti (1974), la nostálgica evocación que George Lucas le dedicó a la misma América próspera de posguerra que, en Lynch, provocaba una incomodidad indefinible. En una década marcada por la fiebre del Nuevo Cine Americano, Eraserhead encontró un nicho creciente de admiradores en los concurridos cines de media noche que, en el mismo decenio, se multiplicaron a costa de taquillazos noctámbulos como El Topo (1970), Two-Lane Blacktop (1971), Pink Flamingos (1972) o El show de terror de Rocky (1975) en ambas costas y, a veces, en las mismas salas que durante el día presenciaban el renacimiento hegemónico de las majors vía Tiburón (1975), Star Wars (1977), El exorcista (1973) o El padrino (1972). Pero no había nada en el territorio estético de Lynch que lo emparentara con las vulgares subversiones kitsch de Flamingos ni con la militancia independiente de un John Cassavetes, y mucho menos con la edificación de emporios de rentabilidad que irrumpieran en el establishment. Aún así, sus siguientes proyectos por encargo, El hombre elefante y Dunas, le consiguieron la atención y el financiamiento de Mel Brooks, Dino de Laurentiis y, en el caso de la segunda, uno de los mayores descalabros financieros de la época.

David Lynch

Laura Harring y Naomi Watts en Mulholland Drive (2001), de David Lynch

La construcción de una Lynchland, territorio a la vez geográfico, estético y anímico, se parece algo a establecer la zona de comercialización de una marca: identidad gráfica, branding, target, referentes visuales, consumidores cautivos. A su manera, David Lynch ocupó progresivamente un nicho de mercado vacío en el mapa de la visualidad estadounidense: la del cine de arte y ensayo que, sin rehuir los mecanismos y las estrategias del marketing ofrece, si no un estilo de vida, sí un modo particular de entender la imagen, la iconografía audiovisual y las tradiciones narrativas, personalizadas todas en torno a su autor. Como residente vitalicio de Hollywood Hills –el fraccionamiento por el que cruza Mulholland Drive, donde es vecino de Bruno Mars o Axl Rose–, Lynch es quizás el artista estadounidense que mejor entiende que los lenguajes publicitarios y la identidad de producto son susceptibles de vender, incluso, el reverso más oscuro y subversivo de esos imaginarios: las recurrentes rubias de Lynch nos ofrecen a Marilyn Monroe, pero nos entregan el cadáver descompuesto de Norma Jean, envuelto, rígido, azul. Como el de Laura Palmer.

David Lynch es quizás el artista estadounidense que mejor entiende que los lenguajes publicitarios y la identidad de producto son susceptibles de vender, incluso, el reverso más oscuro y subversivo de esos imaginarios.

El segundo de sus cortos de juventud, Ficticious Anacin Commercial (1967), es un falso spot publicitario para los analgésicos Anacin. Un anónimo campirano padece un dolor de cabeza que, al tomar uno de los comprimidos, se transforma en una euforia tan anormal como la jaqueca. En planos intermedios, un hombre mayor nos ofrece una caja de las tabletas. Las disolvencias, los cortes, la atmósfera visual y el montaje sonoro son de un Lynch temprano pero ya identificable. Más allá del carácter lúdico de este ejercicio, la misma visualidad distintiva del cineasta, unida a una identificable atmósfera sonora de notas graves alargadas, ecos y ruidos industriales, está presente en el trabajo que Lynch ha realizado como publicista para entidades como Calvin Klein (1988), Armani (1992), Yves Saint Laurent (1992), Christian Dior (2010), el departamento de salubridad de Nueva York (1991) o la gira Dangerous de Michael Jackson (1991-1992). A ojos de sus detractores, David Lynch, más que un autor, es la firma de un cínico que replica las mismas estrategias discursivas para promover, según sea el caso, una idea prefabricada de cine de autor o lociones para caballero. Sus admiradores esgrimen el mismo argumento, a la inversa: el cineasta de Montana habría formulado un lenguaje nuevo y propio que revela lo subconsciente a través de símbolos recurrentes y atractivos, puramente sensoriales: cortinas rojas, bocas susurrantes, el color azul, el fuego o el cuero negro como leitmotivs.

Es posible pensar que las recurrentes declaraciones de Lynch acerca de su retiro definitivo del cine, más frecuentes durante la última década, estén animadas por el mismo espíritu publicitario. Sin embargo, el largo período que separa Mulholland Drive (2001) de El imperio (2006) coincide con la puesta en marcha del sitio davidlynch.com y el descubrimiento de Internet como medio expresivo y comercial de largo alcance. Los dos seriales online aparecidos en 2002, Rabbits y Dumbland, están registrados respectivamente en cámaras digitales y en la plataforma de animación Flash, y funcionan como una extensión de las narrativas no lineales y episódicas que ya se intuyen en la segunda temporada de Twin Peaks. Auténticos fenómenos de la viralidad anterior a las redes sociales, los seriales online desligaron el ámbito de lo lynchiano de las salas –más aún, del circuito de festivales y los recintos de arte y ensayo– para acercarlo a la intimidad de las computadoras. El efecto, premeditadamente perverso, recuerda en algo al argumento de Por el lado oscuro del camino, donde el matrimonio protagonista recibía cintas de video grabadas en su propia casa.

David Lynch

Fotograma de El imperio (2006), de David Lynch

Universo en expansión

En más de un sentido, El imperio es el sendero que bifurca todas las rutas creativas de Lynch y, si nos atenemos a sus declaraciones, clausura su quehacer como cineasta en formatos tradicionales. Registrada completamente en cámaras de mano Sony PD150, el filme más largo de su carrera empuja los límites de su propio universo hacia fronteras que lo mismo provocan incertidumbre y fascinación que hartazgos y bufidos reprobatorios. Divisiva por vocación, es también resultado del proceso de inmersión de su autor en los círculos de la meditación trascendental pregonada por el célebre gurú Maharishi Mahesh Yogi, quien fungiría como guía personal para Lynch a partir de 2003 y aplaudiría la creación de la David Lynch Foundation en 2005.

El enigmático proceso de conversión de auteur a guía metafísico está recogido en Atrapa el pez dorado (2006), una suerte de autobiografía creativa que, además de inaugurar también la faceta ensayística de su autor, se esfuerza en volver análogos la meditación trascendental y los procesos creativos cinematográficos. La imagen proverbial, repetida ad infinitum entre los acólitos de lo lynchiano y que da título al volumen, es la de un pez que nada cerca de la superficie y uno más grande que nada en el fondo, en las zonas menos iluminadas. El pescador tímido tendrá al alcance los peces regulares (o las narrativas convencionales), mientras que el explorador osado tendrá oportunidad de atrapar presas singulares, únicas, si se permite esperar lo suficiente.

La emergencia de plataformas digitales para registro –’El imperio’, ‘Darkened Room’, ‘More Things That Happened’– y exhibición –’Dumbland’, ‘Rabbits’– amplían el área de juego del otrora cineasta hacia zonas tan sui géneris como la producción de café orgánico, el diseño de mobiliario doméstico o la música.

La emergencia de plataformas digitales para registro –El imperio, Darkened Room (2002), More Things That Happened (2007)– y exhibición –Dumbland, Rabbits– amplían el área de juego del otrora cineasta hacia zonas tan sui géneris como la producción de café orgánico, el diseño de mobiliario doméstico o la música. El universo fílmico, al menos el del período 1997-2006, permanece como centro gravitacional de esta esfera creativa que combina el mercantilismo, la exploración autoral y el culto a la personalidad; mientras el café David Lynch’s Signature Cup se publicita usando una frase extraída de El imperioIt’s all in the beans, and I’m just full of beans»), cada paquete de los granos incluye algún volante de DVDs como Twin Peaks: The Entire Mistery (2004) o el reestreno en salas de Mulholand Drive, en abril de 2017. La línea de mobiliario diseñada por el director de Salvaje de corazón (1990) incluye tanto conceptos inéditos como otros extraídos de la utilería usada en Por el lado oscuro del camino o en alguna de las sedes de Silencio, sus clubes nocturnos en París y Cannes, cuyas puertas se abren mediante un sistema de membresías. El identificable cosmos sonoro de Lynch, tan monótono y magnético, ha dado lugar a álbumes polémicos aunque bien recibidos por la crítica: Crazy Clown Time (2011) y The Big Dream (2013), además de Polish Night Music (2007), una suerte de acompañamiento o extensión del El imperio compuesto junto a Marek Zebrowski.

David Lynch

David Lynch en Twin Peaks: The Return (2017), de David Lynch

¿Se ha convertido David Lynch en un mercenario de su propio universo autoral? ¿Su renuncia al cine como área de ejercicio creativo debería leerse como una postura, una impostura o como la más efectiva de sus estrategias publicitarias? ¿Hay fronteras claras entre el Lynch que dirige Terciopelo azul y el de la campaña de lanzamiento de Play Station 2? ¿Entre el creador de Twin Peaks y el de los hilarantes anuncios para Georgia Coffee, protagonizados ambos por el agente Dale Cooper? ¿Cuál de ellos es el que estaba sentado en Hollywood Boulevard, junto a una vaca viva, pidiendo nominaciones al Oscar para El imperio?

Para los escépticos y detractores –al parecer, tan importantes para él como sus incondicionales– las respuestas serían sencillas: el rey caminó siempre desnudo. Pero la tercera temporada de Twin Peaks, con su irregular pero vigorosa, amorfa pero subyugante reinvención de los preceptos lynchianos, obliga a reubicar la dimensión de un autor que, después de una década de lo que aparentaba ser un agotamiento decadente disfrazado de retórica, da cuenta de un músculo narrativo bien ejercitado, al menos bajo sus parámetros. Su abrupto divorcio de los mecanismos de la industria fílmica quedó en suspenso después de que el pasado Festival de Cannes sirviera como plataforma de lanzamiento para Twin Peaks, presentada en una gala por los setenta años del certamen. Lo más cercano a una respuesta es de David Foster Wallace, quien después de visitar a Lynch en el set de Por el lado oscuro del camino escribió: “Intenciones… supongo que la única que tiene David Lynch es meterse a la cabeza de uno. De hecho, pareciera que le importa más penetrar en las cabezas que lo que vaya a hacer cuando ya esté dentro. ¿Es eso arte? ¿Es arte bueno? Para mí es difícil decirlo. Parece igual la obra de un ingenuo o de un psicópata”.

Publicado originalmente en La Tempestad no. 147, julio de 2017

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