16 de agosto de 2017

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Literatura

David Miklos vuelve al origen

Dharma Books publicó recientemente ‘Residuos’, donde David Miklos reúne su tríptico de novelas sobre el origen en nuevas versiones

Nicolás Cabral | jueves, 29 de octubre de 2020

David Miklos retratado por Ángel Valenzuela

La publicación de Residuos, en Dharma Books, culmina un ciclo narrativo que comenzó hace 15 años con La piel muerta. En el nuevo volumen, esa novela breve se ha convertido en “Detritus”. Al tríptico lo completan La gente extraña (2006; hoy “Cenizas”) y La hermana falsa (2008; hoy “Cáscara”), que han sido revisadas y parcialmente reescritas para encontrar su forma definitiva. Se trata, en suma, de la mitología personal que funda la escritura de David Miklos.

Digámoslo pronto: Residuos es uno de los libros más singulares de la narrativa mexicana contemporánea. Con una prosa idiosincrásica y un imaginario autónomo, su aparición es un acontecimiento. Dado que el autor –hoy se nos pide aclarar estas cosas– es mi amigo, conocí los textos que conforman el tríptico desde sus primeras versiones; las actuales conservan lo fundamental –la voz, el rasgo más distintivo– pero han sido pulidas hasta lo esencial.

Este ciclo narrativo tiene un par de satélites, que de ninguna manera son secundarios: los relatos de La vida triestina (2010; reeditado como La vida en Trieste) y los textos de Miramar (2014), experimento a la vez documental y ficcional sobre la gestación de La piel muerta. Sobre todo esto conversé con David Miklos, que pronto publicará un volumen de ensayos: Paseos del río.

Fogwill dijo alguna vez que escribía al dictado de una voz. Te he oído decir algo semejante, que tus libros responden al encuentro de una voz. ¿Cómo se dio ese hallazgo en La piel muerta, hoy convertida en “Detritus”, la primera parte de Residuos?

Pese a que la escritura siempre me ha parecido algo mecánico, meramente anatómico, es decir, ir dejando el cuerpo en el papel o en el teclado y la pantalla mientras uno escribe, también pienso que la escritura no se echa a andar sola sino es a través del misterio de la voz. No cualquier escritura, por supuesto: hay escritura sin voz, el mero acto de escribir, de producir texto. Pero el texto tocado por la voz es aquello que conocemos como literatura.

El hallazgo de mi voz se dio en Trieste, en octubre de 2001, aunque yo llevaba ya muchos años escribiendo, rastreando acaso esa voz. ¿Encontré yo esa voz o esa voz me encontró a mí? No lo sé de cierto. Sólo sé que fue espeluznante: de pronto, me sentí habitado. Y todo cobró sentido. Y comencé a escribir bajo el dictado de dicha voz. Y no he dejado de escribir desde entonces, incluso cuando no escribo de manera mecánica. La voz con la que escribo y que me escribe no se calla nunca. Y encontró su primer contenedor, dejó su primera huella, en La piel muerta, que terminé de escribir en 2004.

En ese sentido, me interesa un aspecto que podríamos llamar “técnico”. Esa voz, cuyo hallazgo te permitió escribir La piel muerta y posteriormente La gente extrañaLa hermana falsa, podría considerarse el auténtico protagonista de Residuos: es como si fuera desplazándose del narrador hacia los personajes, asumiendo sus puntos de vista e incorporando variantes, pero sin perder el tono que da unidad a los relatos.

Tal cual. La protagonista de mis tres novelas originarias, hoy transformadas en Residuos, es la voz. Y es una protagonista tanto evidente como ulterior. En algún momento quise escribir una novela abstracta. Lo más que conseguí es que esa voz fuera informe, es decir, desprendida de lo humano, aunque depositada en las personas a las que narra y que, al mismo tiempo, la narran. Esa voz, cuyo leitmotiv es el origen y todas sus posibilidades, así como sus derroteros, responde a un campo semántico particular, es decir, tiene un discurso en sí mismo, maleable y adaptable a la persona o el personaje que insufla de vida. Una vida, claro, a través de la palabra: una vida de lengua y de lenguaje. Y, sí, esa voz es un tono. Mejor aún: una melodía, a ratos disonante.

Lo has dicho: Residuos es un tríptico sobre el origen. Y es un origen, agrego, perdido o en proceso de disolución, lo que se traduce en el ánimo melancólico que, para mí, define el tempo de tu prosa y el perfil de los personajes. En las tres partes hay un mar, y frente a ese mar se tejen historias que operan como el sustrato mítico de las nouvelles. ¿Tuviste la necesidad de crear una especie de texto originario, de mito personal, que sustentara el resto de tu trabajo?

Nací en una ciudad sin mar, pero con un río, digamos, discreto y domeñado por lo urbano: San Antonio. Ese río, sin embargo, es parte de algo mayor, que descubrí muchos años después de escribir La piel muerta, mientras transformaba el tríptico en Residuos. Texas, más allá de su costa en el Golfo de México, es un estado de agua dulce y, debajo de parte de su territorio, hay un gran e importante acuífero, el acuífero de Edwards. Crecí en el suburbio de una ciudad que alguna vez fue un lago y que entubó sus ríos principales, por cuyos cauces prisioneros corren aguas no necesariamente limpias, en la que hay un acuífero también. En aquel suburbio había un río discreto y contaminado, una presa seca y, más allá, las montañas detrás de las cuales están los manantiales de La Marquesa, parte de otro acuífero. Pero nada como el acuífero de Edwards.

Por otro lado, mi rama paterna es húngara, procedente de un país sin mar, pero con un gran lago interior: el Balaton. Y, claro, ese gran río, el Danubio, que desemboca tanto en el Mar Negro, de manera física, como en Trieste, de manera histórica y emocional. Esto último lo supe poco antes de encontrar mi voz, o de que mi voz me encontrara; y, cuando finalmente comencé a escribir bajo su dictado, lo hice en un pequeño cuaderno rojo de tapas blandas, un cuaderno Silvine, que en su portada indica: “British made”. Yo vivía en Londres por entonces y el Támesis me era fundamental. Mucha agua. En Trieste, un puerto, claro, hay mar: el Adriático, que a mí me parece el comienzo del mar del mundo. Y me simboliza el origen de mi flujo narrativo, el flujo de mi voz. En ese cuaderno Silvine vertí el origen de dicha voz. Y allí está mi texto originario. Lo reproduje, casi textualmente, en Miramar, que es el libro que explica la escritura de La piel muerta y el nacimiento de mi voz. Residuos, ahora que lo pienso, es la desembocadura de dicha voz, 15 años después. Su delta. Su llegada a ese mar originario, por fin.

David Miklos

De los tres relatos que conforman Residuos, ¿cuál representó mayor exigencia en cuanto a su revisión? ¿Consideras que estos libros fueron reescritos o solamente depurados para una versión definitiva dentro del proyecto de tríptico que barajaste los últimos años?

A La piel muerta ya la había vuelto a escribir: la devolví a una versión previa a la que se editó en Tusquets, más cercana a la intención y, claro, a la voz originaria. Esa versión fue escrita en inglés por Tanya Huntington, que descifró la voz y la hizo suya: fue un gran proceso, que acabó llamándose Debris. Para Residuos, trabajar La piel muerta fue refinar aún más esa nueva versión, para luego hacer que embonara con las otras dos partes. Yo no estaba contento con La gente extraña, no me gustaba como libro. Y en la versión que escribí para Residuos le realicé, tal cual, una cirugía mayor. Confieso que disfruté mucho el proceso de destazar un libro para volverlo parte de otro libro, nuevo.

En el caso de La hermana falsa, yo estaba muy contento con el resultado final. Aunque le tengo mucho afecto a La piel muerta, por ser el primero, creo que el tercer libro de la trilogía es el más logrado y el mejor editado. Sabía que había una errata mayor por allí y que podría corregirla, pero, por lo demás, me parecía un libro acabado. Ese fue el mayor reto: ¿cómo adaptarlo para que se sumara bien a Residuos, para que fuera el cierre del libro? En este caso no hubo cirugía: hubo un cambio de ritmo y, acaso, de melodía: trabajé ese apartado partiendo del silencio, de cómo mi voz dialogaba con el silencio. Rompí párrafos. Hice párrafos más extensos. Le di un nuevo sentido a cada uno de los personajes que la voz ulterior insufló de discurso. Fue un trabajo delicado. Como de jardinería, entre un jardín zen y el acomodo preciso y a la vez azaroso de sus guijarros y el cuidado de un bonsái. Al final, el árbol se transformó en otro. Y me quedé con uno solo de los guijarros, que encontró su sitio en cada una de las partes de Residuos. Lo más demandante fue eso: hacer un solo libro de tres. Como cuando King Crimson graba Discipline, luego Beat y, al final, Three of a Perfect Pair: ¿te imaginas ese tríptico vuelto a grabar como un solo disco en tres partes? Para mí, siempre ha sido un solo disco dividido en tres.

Elegiste un guijarro como elemento simbólico para vincular las partes del tríptico. ¿Cómo surgió la idea de volver a una piedra el, llamémosle así, hilo fantasma?

La historia del guijarro se remonta a la primavera de 2000. En un impulso, decidí ir a visitar a mi hermana a Londres, que vivía allí entonces, para celebrar su cumpleaños con ella, que llevaba más de un lustro fuera de México. Dentro de ese viaje hice varios viajes. El primero fue a Brighton y luego al cabo de Dungeness, en coche. En Dungeness conocí el Prospect Cottage y lo que quedaba del jardín que, en esa playa hostil, junto a un reactor nuclear y ante el Canal Inglés o de la Mancha, a un paso del Estrecho de Dover, Derek Jarman había creado antes de morir. Esas playas de la costa inglesa en Kent no tienen arena. O sí. Una arena gruesa, no tan erosionada como, digamos, la arena del Caribe, casi polvo. No. Es una arena compuesta por guijarros entre pequeños y medianos. El lugar me impresionó. Y me llevé un guijarro conmigo, a manera de recuerdo.

El otro viaje que hice fue a Budapest, al terruño de la rama paterna de mi árbol genealógico. Fue un primer acercamiento a Trieste, claro, aunque en ese entonces yo aún no terminaba de atar cabos de que el Imperio Austrohúngaro, en Europa Central, sí había tenido una salida al mar, y no al Mar Negro, que es donde desemboca el Danubio, sino al mar Adriático, allá donde la planicie se vuelve un acantilado, el Carso (de nuevo lo mineral). De regreso de Budapest, en Londres, decidí que sólo regresaría a México para volverme a ir. Cumpliría 30 años allá lejos. Regresé y me fui. Siempre con mi guijarro. Me fui dos años (y dentro de ese lapso viajé a Trieste y encontré o fui encontrado por mi voz) y volví. Y ese guijarro acabó siendo protagonista de La gente extraña, en 2006, que comienza con una ballena que encalla y muere en una playa, con ese guijarro, venido de otra playa, en su entraña. El guijarro, ya en Residuos, es como Odiseo: viaja de Ítaca a Troya y de regreso, a lo largo de mucho tiempo, en un periplo íntimo. Y fantasmal, aunque muy sólido, limado por los elementos.

Queda claro, ahora que el tríptico tiene su forma final, que desde el principio apostaste por una vía que no es la hegemónica en la narrativa mexicana contemporánea, marcadamente realista. “Épica íntima”, le llamó Juan Villoro con bastante precisión. ¿Piensas tu trabajo dentro de alguna línea de la literatura mexicana? ¿De qué forma te relacionas con la tradición?

Me relaciono con la tradición a partir del margen, desde su orilla, allí donde quedan la rebaba literaria, sus residuos, tal cual. La literatura realista escrita en nuestro idioma, imperante desde hace mucho no sólo en México sino en el resto de América Latina y, sobre todo, en España, muestra cada vez con más claridad su pertenencia a las demandas del mercado. La hoy llamada literatura mundial, lista para su traducción a cualquier idioma, con un batallón de agentes y publirrelacionistas detrás (y luego no tan atrás, sino de avanzada), me resulta perecedera por cómoda. Libros, novelas sobre todo y ante todo, de fácil digestión, políticamente correctas incluso cuando pretenden ser confrontativas, que se nos olvidarán pronto, una vez consumidas.

Si pertenezco a algo es a esa literatura que incomoda, indigesta, que permanece en la persona que la leyó como una molestia, como una real confrontación: lo que escribo, pese a su contención pulida y a su carácter de épica íntima, como bien dijo Villoro, está lleno de vacíos o aberturas, huecos para que las personas que lo leen participen de manera activa en la creación y recreación del texto, que sólo se acaba con su lectura y su aporte a la voz allí desplegada.

Pese a formar parte del grupo dominante y conservador, Salvador Elizondo es un escritor del margen con el que me identifico: Farabeuf me parece un pequeño monumento. También diálogo permanentemente con los Árboles petrificados de Amparo Dávila. Pero, y sobre todo, mi gran y continuo encuentro es con Antonio Di Benedetto y Zama y con el Juan José Saer de El río sin orillas. Me fascina esa contradicción que Saer plantea, porque él mismo escribe sobre el Río de la Plata y su flujo narrativo e histórico desde un margen más allá de la propia orilla, un margen crítico en el corazón de la selva espesa de lo real, aunque jamás de lo realista.

Allí tienes, hoy, a Ariana Harwicz, María Gainza y Hernán Ronsino, argentinas ellas, argentino él, con quienes me identifico más que con mis contrapartes nacionales. Y aquí tenemos que romper una barrera entre entrevistador y entrevistado: tu Catálogo de formas es otra pieza de narrativa espacial, por así decirlo, con la que platico continuamente y de la que mucho he aprendido. Otro autor que me es cercano y fundamental es el uruguayo Rafael Juárez Sarasqueta, que también es un mexicano adoptado, un hermano que nos adoptó y al que, yo y otros aquí, adoptamos también. Espero que pronto se le conozca más: su literatura linda con el objeto, es un narrador que recurre no sólo al silencio sino a las imágenes como componente fundamental de su discurso. No a la Sebald, otro de mis favoritos, ya pasando a otro idioma, sino muy orgánicamente.

Tu próximo libro será una reunión de ensayos sobre las relaciones entre literatura e historia, un tema en el que has trabajado los últimos años. Además de los asuntos sobre los que escribiste, me gustaría saber qué te llevó a preparar tu primer volumen de no ficción.

Poco antes de responder a tu pregunta estaba afinando los últimos detalles de dicho libro, que se llama Paseos del río y será publicado por Festina y editado por David González Tolosa, que fue el editor con el que trabajé Miramar cuando él estaba en Textofilia. Fue, creo que ya lo dije, una de las mejores experiencias editoriales que he tenido. Y no deja de ser curioso que, en cierta forma, Paseos del río es una suerte de extensión o satélite de Miramar: un libro que explica mi escritura a través de la propia escritura: inception, pues. El libro nace a partir de un texto que, en abril de 2015, presenté ante mis colegas en el seminario interno de la División de Historia del CIDE. A ese texto se sumaron tres conferencias que presenté en diversos coloquios sobre historia y literatura, en El Colegio de México, la Capilla Alfonsina y la Universidad Autónoma del Estado de México. Es, digamos, mi costado académico, el desarrollo de mi línea de investigación sobre historia y ficción, en la que llevo trabajando más de un lustro.

Paseos del río también abreva de un texto que escribí para un homenaje a Jean Meyer ocurrido en la FIL de Guadalajara, así como de aquel ensayo sobre Rulfo en su centenario que escribí para La Tempestad. En esta ocasión mi voz, que allí se presenta como tal y como personaje muy evidente de mi discurso, dialoga con Juan José Saer, Claudio Magris, Antonio Di Benedetto, Juan Rulfo, Elizabeth Cook, Homero, Jean Rolin, Stendhal y Werner Herzog, pero, y sobre todo, con el dueño de la mano impresa en serie en la cueva de Chauvet. Es una breve historia de 30 mil años de humanidad, en los que me concentro en la historia aún más breve de cierta narrativa iniciada en el siglo XVIII y en mi propia e ínfima historia de apenas medio siglo, iniciada en 1970, con mi nacimiento, y en 1941 y 1950, con el nacimiento de mi madre y de mi madre biológica, respectivamente. En resumen y en realidad, Paseos del río es el Miramar de Biopsia, un libro en el que llevo trabajando 11 años ya y que, si todo sale bien, verá la luz en 2021, aunque tal vez 2022 sea un mejor año para dicha obra. Me gusta el 22, ya sabes.

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