¿Puede reproducirse el aura de un filme? Cuando “clásicos de la pantalla grande” vuelven en ciclos especiales a ciertas marquesinas, ¿llegan allí con el impacto impoluto y sorpresivo de su primera proyección, o han ganado una carga histórica que también alcanza a nuevas audiencias? Visto estrictamente como disciplina artística, el cine –que, esencialmente (por usar un término problemático) está definido por su reproductibilidad– cuenta con un estatuto ontológico en constante flujo, resistente a las operaciones consagratorias (o conservadoras) de las bellas artes. ¿Puede apreciarse de la misma manera un filme cuando se hace a oscuras, en comunión con otros espectadores, que cuando se consume en casa a través del televisor o una tableta o una computadora personal? Los medios masivos, es casi obvio decirlo, encuentran sus públicos (o “nichos”) de distinta forma.
Quienes hayan asistido a estrenos de filmes significativos o quienes hayan formado parte de una audiencia fanatizada saben bien que el cine puede ser algo más que una experiencia retiniana, cercana a la pasividad. Tal vez aquí se encuentre uno de sus estatutos auráticos indiscutibles, a saber, cuando el cine se vuelve un rito que supera el mero consumo. Lo interesante de este pantanoso terreno ontológico es que permite poner en suspenso el valor creativo o histórico de una obra (su calidad, su apuesta formal, incluso sus temas narrativos): algunas películas de culto son seguidas precisamente por ser de baja calidad; la apreciación ¿irónica?, ¿distanciada?, ¿festiva?, sin embargo, permite otro tipo de relación con la cinta. Las películas de Ed Wood o las del Santo han ganado audiencias por una reconsideración que opera desde estas coordenadas, ¿pero qué hay de las cintas que terminan formando parte de circuitos comunitarios en los que el público participa activamente? ¿Qué dicen estos ritos sobre la naturaleza del cine?
El legendario musical de rock Orgía de horror y locura (1975, Jim Sharman) sigue exhibiéndose alrededor del mundo en funciones especiales donde miembros del público, disfrazados como los personajes, hacen “sombra” de la acción que se proyecta en pantalla, interpretando coreografías y canciones al tiempo que suceden. The Room (2003), dirigida, escrita y protagonizada por el enigmático Tommy Wiseau, corre con una suerte similar (su coestrella, Greg Sestero, en coautoría con el periodista Tom Bissel, escribió en 2013 un libro de no ficción en el que relata la historia de su producción, material base para The Disaster Artist: Obra Maestra, que ahora puede verse en la cartelera comercial mexicana). Redescubierta por el director Michael Rousselet, durante sus años universitarios, la cinta se ha proyectado desde su estreno en funciones especiales en las que el público participa de distintas maneras, ya sea repitiendo en coro las absurdas líneas de diálogo, respondiendo ingeniosamente a las situaciones involuntariamente cómicas o arrojando cucharas de plástico a la pantalla toda vez que una de las infames cucharas enmarcadas aparecen en escena.
Al final de The Disaster Artist…, en una escena que se tomó libertades creativas (durante la noche de estreno original nadie recibió con entusiasmo la cinta), Greg Sestero (interpretado por Dave Franco) le pregunta a un desanimado Tommy Wiseau (James Franco, también director de la comedia biográfica), si cree que alguna vez Alfred Hitchcock recibió una respuesta a sus filmes como la del público de su película. En efecto, The Room bien podría pasar a la historia del cine, como Orgía de horror y locura, no tanto por sus logros artísticos como por la extraña comunidad que originó en la oscuridad de una sala.