11/12/2024
Literatura
El método barroco
Entre las vías para salir (otra vez) de la novela realista, una de ellas permite abrazar el relato sin renunciar a la paradoja y el vértigo
César Aira confiesa en Continuación de ideas diversas que su táctica ha sido tratar de reunir la literatura clásica (la aventura, la ligereza, la gracia, el placer de la narración) con las vanguardias (el azar, el proceso, la sospecha, el fragmento), salvar lo mejor de la primera al otorgarle el armamento experimental que le permite actualizarse, perder la inocencia. Éste es un procedimiento barroco elemental, el mestizaje, la hibridación entre dos códigos diferentes, entre dos textos, cuyo resultado es un tercero. Fue la misma técnica que empleó la América Latina, a decir de Bolívar Echeverría: ante la catástrofe de no poder ni restaurar el mundo prehispánico ni asumirse meramente española, ante la cercanía del abismo, optó por construir una nueva vida con esas dos imposibilidades.
En la obra de Echeverría hay una concepción del barroco como estrategia cultural que no depende de un período histórico ni de una región geográfica sino de una actitud, una manera de plantarse frente a la herencia formal. El “método barroco” consiste en la exageración, la alteración y la mezcla de las formas clásicas, una saturación que deshace su armonía y limpieza, una proclividad a los híbridos, a las contaminaciones fecundas. Para ocultar la pérdida de la naturalidad clásica, el barroco recurre al artificio; en la falta de confianza lo sostiene la pose; tras la desaparición del suelo pacta con el vértigo.
Cuando lo clásico se desmorona, cuando el mundo que lo volvía posible se desvanece, suelen aparecer tres respuestas diferentes. La primera es simplemente continuar con el acervo formal sin modificarlo un ápice, utilizarlo aunque se trate de un cadáver: el neoclásico. Muy diferentes de ese hijo sumiso son los gemelos desobedientes: el barroco y el manierismo. Pueden ser difíciles de distinguir porque utilizan técnicas similares, pero el manierismo –el hermano malvado– las emplea tan sólo para acentuar aún más la ineficacia de lo clásico, busca perturbar su armonía solo para mandarla de una vez por todas a la tumba. El barroco realiza los mismos malabares pero con el fin de llegar a otra vida, representa de hecho una fidelidad a las formas clásicas, un intento de hacerlas sobrevivir –aun si debe someterlas a una tortura para “despertar el drama que dormita en ellas”.
Quizá la riña de Aira con el realismo contemporáneo se explica también desde esta perspectiva. La novela del XIX conformó un fondo clásico para la literatura. Aunque desde luego tuviera antecedentes, la novela decimonónica –sobre todo en su variante francesa– representó el surgimiento de algo nuevo, una criatura distinta, que sigue emitiéndose hacia nosotros como una estrella muerta. Cuando se lamenta que mucha de la producción literaria actual permanece anquilosada en la representación, la claridad de la trama, la reflexión moral, etc., se le está reclamando, en un sentido, ser el neoclásico de la novela del XIX, repetir esos valores sin darse cuenta o sin importarle que despidan un hedor a podrido.
El manierismo de la novela serían tal vez aquellos experimentos que atacan la narración, que le meten el pie, la desconfiguran, la sabotean, textos cuyo verdadero objetivo, cuyo único mensaje, es señalar la imposibilidad de narrar. El barroco serían aquéllos otros que, ejecutando operaciones muy parecidas, están esforzándose de hecho por continuar narrando a pesar de todo, que parten de ese imposible, sin ignorarlo, pero se afanan en hacer llegar el tercer término, ese camino abierto que surge en la paradoja y el vértigo.
Por otra parte, el periodo de las vanguardias de principios del siglo XX podría ser considerado un fondo clásico a su vez, la irrupción de algo nuevo, confiado, natural, irrepetible. Tras ello tenemos las vanguardias neoclásicas, que se conforman con repetir los mismos gestos como si la historia no hubiera avanzado y siguieran siendo transgresores (lo que Peter Bürger llamaba neovanguardia, esa “rebeldía” institucional); las manieristas, satisfechas en la apatía, con señalar una y otra vez sus propias flaquezas y aporías; y las barrocas (el régimen práctico de las artes de Reinaldo Laddaga, por ejemplo), supervivientes porfiadas, concentradas en recuperar, de distintas maneras, el destello que había en esa promesa: que el arte iba a transformar la vida.