Recién estrenada como película en salas del país, Manifesto, de Julian Rosefeldt, fue concebida como una videoinstalación por el creador alemán. El año pasado la pieza fue exhibida en el Hamburger Bahnhof, en Berlín, de febrero a noviembre. Aquí, una reflexión de la propuesta multicanal de Rosefeldt.
En esa zona que durante los años de la división alemana fue tierra de nadie, a unos pasos de la estación central de Berlín, el museo de arte contemporáneo Hamburger Bahnhof es una visita recomendable por su colección permanente, con piezas de Joseph Beuys, Anselm Kiefer, Roy Lichtenstein y Andy Warhol, entre otros nombres. Pero con frecuencia se suman motivos para entrar a sus salas, como la videoinstalación Manifesto, del artista muniqués Julian Rosefeldt, que se ha exhibido desde febrero y cuya última fecha se ha recorrido en dos ocasiones, en vista de la respuesta favorable del público.
A la entrada hay una mecha encendida sobre un fondo negro, sin principio ni fin aparente. La imagen en pantalla acompaña a la voz en off de una mujer que pronuncia, entre otros, algunos fragmentos del Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, publicado en febrero de 1848: “todo lo sólido se desvanece en el aire”, dice en inglés, con voz tranquila, mientras la llama sigue ardiendo. La ubicación de este manifiesto a las puertas de la sala, como prólogo de la exhibición, subraya la tesis de teóricos como Marshall Berman, que han visto en este folleto no sólo uno de los textos que abrió las puertas a las revoluciones políticas y sociales que recorrerían Europa aquel año, sino también uno de los escritos inaugurales de la modernidad, con un gran valor poético, que sería replicado en tono y forma por los artistas de las vanguardias en las décadas siguientes.
La idea detrás del proyecto es a la vez obvia y brillante, tal vez brillante por su obviedad, como una respuesta que, por estar a la vista de todos, se había pasado por alto: se trata de hacer evidente el carácter performativo de estos manifiestos del siglo pasado (e incluso de inicios de éste), llevarlos a la acción, a una acción inserta en nuestra cotidianidad. Rosefeldt recortó y editó varias docenas de estos textos redactados por artistas visuales, escritores, arquitectos, cineastas y artistas escénicos, inundados con la testosterona de hombres jóvenes rebelándose contra el orden establecido, y los reagrupó sin consideraciones cronológicas estrictas alrededor de doce ejes, doce cuadros en movimiento. Todos los diálogos están puestos en boca de una actriz (Cate Blanchett) que encarna a un personaje distinto cada vez, situado en un contexto del mundo occidental contemporáneo: una conservadora madre de familia que recita paisajes de I Am for an Art… de Claes Oldenburg como acción de gracias frente a la cena; una corredora de bolsa soltando frases de los manifiestos futuristas en el teléfono celular frente a pantallas repletas de datos financieros; la conductora de un noticiero explicando el arte conceptual mientras hace un enlace con una reportera (la misma actriz) que transmite bajo la lluvia; la oradora de un cortejo fúnebre citando el manifiesto dadaísta ante un ataúd que desciende a la fosa; una maestra de primaria educando a sus alumnos con pasajes de Dogma 95; un hombre sin hogar desgañitándose con frases de los situacionistas; la obrera de una planta incineradora de basura citando el Manifiesto de la arquitectura futurista o una titiritera creando un títere de sí misma, mientras recita algunas partes del Manifiesto surrealista. Aproximadamente cada diez minutos se alcanza un momento en el que todos los personajes pronuncian sus textos de frente a la cámara, en primer plano, con voz atiplada, casi robótica; un coro disonante de exhortaciones a la acción que resuena en la sala oscura, donde las imágenes de todas las pantallas conviven en un mismo espacio y bombardean a los espectadores desde sus respectivas esquinas.
Las relaciones entre texto y contexto, lógicas y sorpresivas por igual, sugieren ángulos oblicuos, sin agotarse en la mera ilustración o la reverencia académica ante el documento histórico, estableciendo así nuevas conexiones con el presente posmoderno. Pero ¿cuál es el efecto de esas palabras en nuestras vidas, acostumbradas al ritmo y los rituales heredados de la modernidad? ¿Qué queda del poder incendiario de los manifiestos? En los paisajes de los doce cuadros –todos filmados en diferentes puntos de Berlín y sus alrededores, museo viviente de la historia de los últimos siglos, lleno de cicatrices como este lugar de exhibición– brilla la gloria de los avances científicos y tecnológicos, pero también se aglomeran sus ruinas, los residuos de la sociedad del bienestar y el despilfarro, como toneladas de basura que han de ser quemadas o los edificios abandonados de una antigua estación de escucha estadounidense en Alemania occidental. En la convención que establecen los videos, las figuras que atienden a los discursos de la polifacética protagonista no parecen conmovidos o siquiera levemente sacudidos por el contenido de sus palabras; por el contrario, éstas encajan a la perfección en cada momento y son recibidas con manso asentimiento, o quizá sólo con una breve risilla infantil.
¿Será que estos manuscritos han perdido su capacidad de dislocar, de trastocar los valores, y han sido para siempre domesticados, incorporados al discurso? Un dejo de nostalgia recorre la sala, aunque Rosefeldt hable constantemente en entrevistas de la vitalidad y la vigencia de los manifiestos. Pero lo uno no dista de lo otro: el rojo vivo de la mecha encendida era el anticipo del estallido que anunciaba con jovialidad mejores épocas para la humanidad. En Manifesto lo que vemos es un rostro maduro reflejado en los añicos que dejó la explosión.
Publicado en La Tempestad 116 (noviembre de 2016)