La primera película de Woody Allen que vi en mi vida fue Los enredos de Harry (1997). Yo trabajaba en Blockbuster (así de noventero puedo llegar a ser) y parte de mi salario consistía en poder rentar cinco pelis gratis por semana. Es importante mencionar que no existía Netflix. Allen estaba en la sección de Cine de Arte. Me pareció impresionante. La escena en la que todos los personajes se reúnen para aplaudirle a su escritor-creador me dejó muy entusiasmado. Vi todas las cintas de Allen que teníamos en esa sucursal e incluso pagué por ver las que tenían en otros clubes de videorrenta. Años después acudí a la digna piratería de DVDs en bolsas de plástico y fotocopias de portada afuera de la Cineteca o en Metro Pino Suárez.
Recuerdo cuando fui a ver Pícaros ladrones (2000) al ahora extinto Cinemex WTC. Sólo estábamos un señor y yo, además de sus nietos, que meneaban la pantalla sobre la que se proyectaba la peli, gritando y corriendo durante toda la función. Esta anécdota me encanta porque ilustra cómo nadie veía el cine de Woody Allen en aquel entonces. Había una opinión unánime de que todas sus películas son iguales y nomás se la pasa burlándose de los judíos. Allen es un director que siempre ha provocado repelús. Se decía, en aquellos tiempos también, que los gringos lo odian pero a los franceses les encanta y por eso sigue haciendo pelis.
Muchos años después me di cuenta de que Los enredos de Harry no era sino un homenaje o fusil o copia de Fresas salvajes. Digámoslo mejor: una versión allenesca. Lo mismo me pasó con El gran amante (1999) y La strada, con Días de radio (1987) y Amarcord, con Comedia sexual de una noche de verano y… vaya, todo el cine de Woody Allen padece del mal de los gringos: apoderarse de la belleza mundial adaptándola a sus fines y cuentas bancarias. Esta circunstancia no medró mi cariño por el director neoyorquino. Por el contrario, siempre he pensado que su cine lleva tácitamente al descubrimiento de otros cineastas. Allen arroja su ancla y uno acaba viendo a Bergman, a Fellini, a los dulces franceses, a Hitchcock. El cine de Allen se divide en perfectas etapas. La fama mediática que consiguió a inicios de siglo con La provocación (2005) y Vicky Cristina Barcelona (2008) se vio opacada por los escándalos y juicios respecto a su vida personal. No es el tema de este texto.
Hay en cartelera ahora mismo una película nueva de Woody Allen. Juro que no lo sabía. Me tomó por sorpresa. Han sido años duros de gitana pandemia y el regreso a ver cine en las salas está entre lo insensato y lo necio. Rifkin’s Festival (2020) es una película horrenda, aburrida y caduca. Da la sensación de que hubiera sido mejor no filmarla, de que es una película de despedida, pero ¿de qué? (Toda creación artística es de por sí un ¡áhi nos vidrios!) Los recursos, la comedia, los personajes… todo en esta película es tan soso como el bobo segundo título que le pusieron para su distribución en México (Un romance equivocado, en el lugar adecuado).
El problema con Rifkin’s Festival es que Woody Allen filma parodias de películas que lleva años robando o versionando o imitando u homenajeando. Que cada quién se haga bolas. Recrea escenas inmortales de 8½, de El séptimo sello y de Persona, pero de la forma más chafa y manipulada. Mete a los personajes de su película inerme en fragmentos sólidos de Historia del Cine. Lo repito: Allen lleva años imitando a grandes cineastas, y en esta última película de plano filmó pastiches del cine que lo formó como creador. Agh. Hay en esto una altísima traición, un chiste que posiblemente se veía bien en el guion e hizo reír a los productores. Yo, que crecí aceptando el cine de Allen, quedé petrificado.
Allen ya no es Allen, o precisamente el problema es que siga siéndolo. El día que no lo dejen filmar una película se nos muere. Ya es insostenible la idea de hacer una al año. Qué héroe, por lo demás. (Pese a todo, en esta última etapa ha entregado tres obras maestras: El hombre irracional [2015], Los inquebrantables [2007] y la primorosa La rueda de la maravilla [2017].) El cine de Woody Allen me reconfortó durante muchas etapas de mi vida. Muchas. Estoy convencido de que generaciones de seres humanos que aún no tienen rostro ni ojos ni cerebro lo descubrirán en un futuro y no podrán sino asombrarse, ver las cintas con una sonrisa (aún inexistente). La rosa púrpura del Cairo (1985), Zelig (1983), Poderosa Afrodita (1995), Balas sobre Broadway (1994). Cine hermoso, divertido y que hace feliz.