El pasado 5 de noviembre falleció Mimi Parker (1967-2022), mitad de la celebrada banda estadounidense Low. Reconocida por su estilo –a la vez discreto y emotivo– de tocar la batería y una voz de profunda intensidad, su partida cierra un capítulo central para la música alternativa de las últimas décadas. Siete voces analizan su legado, desde un lugar crítico.
Érika Arroyo
Con el paso del tiempo, cada vez más, disfruto que los hallazgos no sean necesariamente el resultado de búsquedas. No tengo muy claro cuándo, un día Mimi Parker ya era parte del tapiz mental que me he ido formando a pedazos. Sus modestas e inusuales percusiones, su voz y su presencia, siempre me parecieron pinceles capaces de hacer tangible lo mucho que necesita la oscuridad de la luz.
Escuchar a Low era, sí, sumergirse en esa tormenta perfecta que es y ha sido el conjunto pero, sobre todo, dejarse abrazar por ella, sentir su rebosante golpeteo, derramándose muy por encima de los bordes. Curioso que, sin interesarse en figurar, siempre al fondo, fuese nuestra interlocutora en esa habitación que es la música de esta banda y que nos sostiene en la intimidad de una inusitada calma, muy parecida a la poética aparentemente inanimada de los bodegones.
Hay en Mimi Parker, en todo eso que hizo sonar y resonar, una constante aclaración y celebración de lo que es, sin estridencias ni adornos porque no era lo suyo tratar de convencernos de algo. Sin embargo, escuchándole descubrí que hay una fuerza subyacente que hace que, a través su voz y golpeteos suaves, los limones que yacen en la mesa de esa habitación de la que hablaba brillen con vida, aún si es por un breve momento, develándonos con ello todo lo que se está yendo.
Sí, al final todos morimos, incluso la gente bonita.
Corina Valadez Solís
Había escuchado la canción “Sunflower”, aunque no sabía de quién era. Aquella tarde, luego de haber terminado una relación de cinco años, estaba profundamente triste. Un alumno me preguntó qué pasaba y se lo conté. Sacó de su mochila el CD Things We Lost in the Fire (2001). Lo escuché y me pareció bellísimo: las letras, la música, las voces… La belleza es atroz, dijo Borges. Ahí lo entendí. Entre más lo escuchaba más triste me ponía. Era como si la calidez de ese disco abriera un profundo camino para mi dolor y sólo quería encontrar una tina de baño en cualquier hotel, unas cuantas pastillas y hasta ahí todo. Un disco cuya belleza era el resplandor de la muerte. Finalmente paré, porque iba muy en serio. Juré jamás volver a escuchar a Low. Aunque ahora resulta tentador regresar a ellos.
Bartolomé Delmar
No es raro que la experiencia estética se informe y enriquezca con las penurias de la anécdota o el detalle biográfico-contextual. Ver a Freddie Mercury descomponerse frente a nuestros ojos en el video de “These Are the Days of Our Lives”, corroído por el sida, es la obra de arte, como lo es la complejidad implícita en reconocer la belleza de los símbolos del nazismo. Que nuestros monstruos más temibles o nuestra vulnerabilidad más absoluta se detallen con “lo bello” es seña de que, por momentos, existe tal cosa como una Totalidad (humana) expresada.
Sin embargo, sucedió en mí (y hablo de mi persona porque Mimi Parker existe para casi todos como una extensión de nuestra psique, no más) que con Low siempre pude separar por completo lo que escuchaba de lo que sabía de ellos. Es decir, esa música, la más pura que nos ha dado Estados Unidos durante las últimas décadas (y con esa declaración fulminante, somera y sin exageraciones expreso lo que significan para mí) jamás se contaminó de los espacios mugrosos que nos regala nuestra pobre humanidad.
No cuadró nunca ver ese rostro frustrado, cansado, aburrido, cantando así. Cantando eso. Elevando las posibilidades de lo que puede hacerse con una batería maltrecha.
No así al revés. Quiero decir con esto que, si la vida personal de Mimi Parker y Alan Sparhawk nunca manchó para mis oídos la majestuosidad de su sonido, lo que de él emanaba me parecía difícil de acomodar dentro de lo que sí sabía o notaba de su día a día. Digo “notaba” porque nunca lo supe de cierto y, en realidad, todo lo anterior es un abultado preámbulo para sugerir una ironía: Mimi Parker siempre se veía hasta la verga. Cagada. Harta. “Quizás el buen Alan la ha llevado, en ese pacto casi sectario del matrimonio mormón, a entrarle a esta mamada del ‘rock’. Quizá ella no pidió esta vida y jala porque es una mujer entera, comprometida con su contexto”. Alguna cosa así.
No cuadró nunca ver ese rostro frustrado, cansado, aburrido, cantando así. Cantando eso. Elevando las posibilidades de lo que puede hacerse con una batería maltrecha y una garganta a niveles, sin lugar a dudas, irrepetibles.
Lo dicho aquí de Mimi Parker es producto del prejuicio, la injusticia, la conjetura. Pero el mensaje que importa es, justamente, que nada de lo que yo he pensado de su persona importa. Porque sé, con la seguridad de quien siente y existe, que su obra y su expresión son la prueba más clara de que la trascendencia, todo eso que va más allá de lo humano, existe.
Rafael Villegas
Si yo escribiera algo del tipo “Todo lo que necesitaba en ese entonces era escuchar la voz de Mimi Parker cantando ‘If I could just make it stop, from breaking my heart, get out of the way…’ para estar bien” estaría minimizando la complejidad del quiebre existencial por el que atravesaba aquel fin de año de 2018, quiebre producto de la pérdida de control de mi consumo de cocaína y sexo, así como las posibilidades de la música de Low.
Pero a los pocos días de haber llegado –con varias costillas rotas y otras tantas marcas de autodestrucción física y espiritual quizás no tan visibles pero no por ello menos dolorosas– a una comunidad terapéutica*, quien eventualmente se convertiría en mi psicoterapeuta de cabecera hasta el día de hoy detectó algo en mi mirada y me preguntó, rompiendo mi estado de suspensión temporal:
—Rafa, ¿puedo ayudarte? ¿Qué necesitas?
—¡Escuchar música!
Gracias a ella pude tener acceso por unos minutos a Soulseek y a una memoria USB. Aún muy madreado por mi consumo en días anteriores, elaboré rápidamente una lista mental de necesidades sonoras y descargué varias canciones. “Just Make It Stop” de Low fue la que más escuché, casi obsesivamente, en las pocas oportunidades que tuve de poner música por varias semanas.
En vivo, la música Mimi y Alan podía, con distorsión total y ruido, llenar la cúpula monumental de una iglesia o, a partir de sus casi a capelas, serenar el espacio abierto de un campo de lindes difíciles de vislumbrar, mientras sus letras plasman lo más duro de la vida con una franqueza brutal que funciona tan bien –pienso– gracias a los contrastes con la parte sonora. Eso es en gran medida lo que hizo a esta banda algo colosal e irrepetible. En sus últimos dos discos estaban poniéndose muy extraños ¡otra vez! Malditos genios, estaban inventando un nuevo género o algo así. La pérdida de Mimi Parker sí que duele.
Ese otoño-casi-invierno de 2018 “Just Make It Stop” fue parte de mi acompañamiento terapéutico para empezar a recuperarme. No funcionó como una canción de esas que se escuchan para pasar el rato. Fue más bien algo que una parte de mí –esa a la que le cuesta mucho trabajo detenerse frente al placer desmedido que me ha roto una y mil veces– necesitaba escuchar para tener algo a qué afianzarse. Puedo decir entonces que Low resolvía ahí parte de una apremiante y dolorosa necesidad espiritual.
Xitlálitl Rodríguez Mendoza
Luz de magma / musgo de voz que no mana de otro sitio / sino del fondo / de ese filo del mundo llamado Mimi Parker / herida expansiva / plasma pluvial / un nuevo órgano / en mí que supe / supurar las partículas ocre / primero y coralqueloides / después / despacita y suspendida / de la dicha
Marcos Hassan
Low eran mucho más de lo que aparentaban a simple vista o a primera escucha. Podemos decir que hacían una música de trascendencia casi religiosa alrededor de voces de belleza inmaculada, sobre todo al describir la contribución más notoria de su vocalista y baterista Mimi Parker. Pero esto es sólo un fragmento de la historia. En esa voz había belleza, sí, pero también había dolor, enojo, euforia y muchas emociones más que no se iban por el lado histriónico. Había contención en ese tono claro y resonante, simple pero profundo, minimalista pero lleno de matices. Su música podía ser lenta, aunque tomaba forma de rock; podía derretirse entre electrónicos o convertirse en villancicos. Escuchar a Low es como experimentar la vida misma en pequeños pasajes sonoros.
Conocer su música fue conocer que con poco se puede lograr mucho en términos de impacto con el escucha, un minimalismo sin escuela y en libertad total.
Conocí a Low como la banda más extrema que Steve Albini había grabado hasta el momento. Al contrario de las discordantes guitarras y gritos que lo hicieron notorio, Low tocaba música sumamente armoniosa, que se desenvuelve con paciencia. Tiempo después descargué un MP3 de su canción “In Metal» y de ahí comenzó mi obsesión. Conocer su música fue conocer que con poco se puede lograr mucho en términos de impacto con el escucha, un minimalismo sin escuela y en libertad total, llevado al siguiente plano por el fervor religioso de su ejecución. Les vi dos veces en vivo y ese minimalismo extremo me hizo percibirlos como únicos y maravillosos, todo lo que deseo sin saber que lo deseaba. Mimi Parker nunca exigió el reflector para ella pero los corazones de sus escuchas se alineaban con su voz como pequeños faros. Duele perder a alguien que encarnaba de forma tan pura eso que nos vincula fuertemente con lo transformador de la música.
Atahualpa Espinosa
Aunque poco le falta a mi ateísmo para ser militante, siento debilidad por varios representantes de una música que podría llamar, con algunas licencias, religiosa secular. Esa categoría no es estilística, sino que está definida por una clara espiritualidad religiosa, sin ser sacra. Ahí podrían estar desde Maja S. K. Ratkje a Éliane Radigue, Spiritualized o David Berman. Funciona como una especie de prótesis con la que personas carentes de fe podemos asomarnos al fervor y al pánico que despierta lo divino.
Aunque antes del 2000 había escuchado con descuido a Low, lo primero que me atrapó fue su disco en vivo One More Reason to Forget (1998). Desde ese momento me rendí a la suave autoridad de su sonido y sentí que me convirtieron (no a una forma cualquiera de religión sino a Low). Ahí pude conocer varios de los rasgos de su primera fase, con la que definieron el sonido slowcore. Pero me di una idea de su amplitud de rango con la devastadora (y amplísima) “Do You Know How to Waltz”. En ella se dibujaban varios de los territorios hacia los que crecerían en los últimos años. En parte lo que me rindió ante ellos fue el hecho de que, con elementos tan distintos, pudieran convocar ese sentido de lo sagrado o lo sobrehumano.
Low es una banda irrepetible, en más de una manera: no se antoja posible que vuelva a existir música con una fuerza comparable, hecha a partir de recursos similares, cuando las bandas actuales de rock se enfrentan a una presión mercantil mucho mayor (Low pudo llegar a un público relativamente amplio durante esa parte de los noventa en la que los sellos apostaban por lo más inusual). Eran, además, alérgicos a repetirse. El desplazamiento estilístico en sus primeros años fue infinitesimal, aunque nítido. Luego, durante este siglo, se abrieron en varias direcciones, hasta que con sus últimos dos álbumes crearon algo inalcanzable, demasiado lejos del resto de la música que era concebible hasta entonces.
La muerte de Mimi Parker es, entre muchas otras cosas, la pérdida de lo que no llegará a ser, esa nueva música de Low que nos habría sorprendido, desbordado. Y sí, de esa voz y aquel sentido sagrado del ritmo. Pocas veces una persona que hizo de la música su vida pudo evocar tan fielmente la belleza del silencio.