En 1965 y 1966 Patty Waters lanzó dos álbumes que reconfiguraron, a razón de sus mutaciones, lo que una interpretación de vocal jazz podía ser. Luego se retiró para dedicarse de lleno a la educación de su hijo.
Es el relato preferido de críticos y escuchas: un artista ataca un género o estilo musical con una perspectiva revolucionaria, lo hiere de muerte y, para sobrevivir, el estilo se transforma. A partir de aquí –para quien lo escucha realmente– ya nunca puede ser el mismo. Queda entonces un vacío, como si el artista que lo trajo hasta estas tierras indómitas hubiese decidido quemar todos los puentes y desaparecer en la angostura del horizonte. The United States of America, Su Tissue, Beth Gibbons –quien apenas este año regresó con un álbum espléndido– o incluso Frank Ocean se cuentan entre los casos de artistas que tomaron la precaución de extinguirse para no alterar los efectos del mundo que habían creado.
Frente a todos ellos la historia de Patty Waters se revela con oscuridad propia. Al mirar las portadas de sus álbumes y las escasas fotografías que existen de ella, al escuchar el sonido a veces casi enfermo, a nada del desmayo, de su voz queda la sensación de haber visto un fantasma. Entre todas esas historias, Waters parece ser la única que siempre tuvo claro que iba a desaparecer, que su testimonio iba a ser algo fatídico y que esos documentos y grabaciones iban a ser capaces de algo que compete a pocos artistas: engendrar un lenguaje propio.
Su educación no pudo ser más tradicional. En una fantástica entrevista cuenta que fue organista en una iglesia católica sin llegar del todo a creer en ese dios. Creía, eso sí, en su familia. Con ellos cantaba en el automóvil durante los largos viajes de carretera. Y a ellos llamó siempre que necesitaba escuchar alguna palabra que la obligara a no desistir durante su tiempo en San Francisco o Nueva York.
Ahí mismo relata que cantó con Bill Evans, con Charles Mingus. En una ocasión cantó en un strip club y, desde luego, le pidieron que se desnudara. Se fue a Nueva York cuando mataron a Kennedy. Allí conoció a Clifford Jarvis, el padre de su hijo y baterista de Sun Ra. Y aunque para ella nunca hubo nada más importante que su hijo, quizá debería haber escrito que allí conoció a Albert Ayler, pero hacerlo sería una falta de respeto a su memoria. Fue Ayler quien la presentó con Bernard Stollmann, el fundador del mítico sello ESP-Disk, donde también grabaron Marion Brown, Noah Howard e incluso William Burroughs –todos en un período de apenas tres años–, pero en la cima de esas grabaciones, al lado de Ghosts (1964), con algo de laberíntico y sobrenatural, están las dos placas que firmó Patty Waters.
En esos dos álbumes hizo lo que muchos artistas no consiguen en carreras enteras: construir un universo propio con todo su misterio, pero también con todas las herramientas para poder conocerlo. Su composición era el canto. Sola en su habitación, tocando en el piano cualquier idea que le venía a la cabeza. Sin dejar nada en el camino. Esas sesiones, a solas, a oscuras, tan cerca de sí misma y tan alejada de la escena que le motivó a explorar lo que quisiera hacer, son lo que exactamente puede escucharse en Sings (1965) y College Tour (1966). Son álbumes que te revientan la cabeza contra el vacío. Del cristianismo le viene el uso sobrenatural del dolor; del free, la idea de la interpretación como un esfuerzo sin finalidad alguna –es decir, un esfuerzo válido–; y del vocal jazz la percepción de la voz como una totalidad inabarcable, sin orillas. Por eso su sonido nos toca con la misma certeza que da una mano fría, te sorprende que algo así sea de naturaleza humana.
Miles Davis le dijo una palabras que nunca soltaría, él le recordó que la música es siempre una invitación abierta y, como en la vida, tienes que hacer lo que puedas con lo que tienes. No hizo más. No había necesidad, porque Patty Waters tenía demasiado. Cada uno de sus álbumes sonó exactamente como ella quiso que sonara. Un cuarto donde estaba prohibido prender la luz, para que no importunara al silencio. En ese rincón estuvo hasta el 29 de junio de 2024. En paz con la música que hizo y con la música que no hizo. Sin arrepentimiento alguno por abandonar todo para procurar la educación de su hijo. Fue enormemente feliz por haber decidido eso. Cesare Pavese escribió en sus diarios que “Cada vida es lo que debía ser”. En ese cuarto ya no vive nadie.