10/01/2025
Literatura
Ficción, autoficción y catarsis
Ante el auge de la literatura del yo, Josemaría Camacho plantea algunas preguntas sobre la verdad, la verosimilitud, el sujeto y el lenguaje
No usar la voz íntima sino el gran rumor
Josefina Vicens
Las mesas de novedades están llenas de literatura de autoficción. Esto no puede sino considerarse consecuente con todas las tendencias de las artes y con el auge de las redes sociales. El individuo está hoy más que nunca en la cumbre y la manera en la que se demuestra el éxito –o el fracaso, con una búsqueda histriónica de empatía– sigue la lógica que Max Weber le atribuía al protestantismo: la acumulación de capital y su ostentación son la muestra fehaciente de que somos buenas personas. Solo que, tras atravesar el cristal de las redes sociales en la época de la corrección moral, ese capital no es necesariamente dinero. Hoy también es moneda de cambio la reputación inmaculada, sobre todo en los círculos más progresistas de nuestra sociedad. Y la literatura sigue, por supuesto, el fragor de la época.
Un día se me ocurrió decir en Twitter que estaba cansado de la autoficción, que los lectores necesitábamos –esa palabra me enterró, por prescriptiva– consumir otro tipo de historias que se alejaran de la cotidianidad insulsa del recuento vital de los escritores y las escritoras mismas. Seamos sinceros: ¿qué tan interesantes son las vidas (incluso ya ficcionadas, ya aderezadas de reflexiones inverosímiles) de quienes escribimos? No lo sé. Pero hay una pregunta más relevante: ¿qué nos sugiere que nuestra historia merece la pena publicarse, leerse, venderse? Me fue como en feria. Con justicia, quizá. Algunos se pusieron el saco y se defendieron, confundiendo la crítica a un síntoma cultural con un ataque a su carrera profesional. Estaba yo, en aquel lejano entonces, lleno de ignorancia sobre el tema y con el ánimo rijoso propio de esa red social.
Hace poco leí La compulsión autobiográfica (2022) de César Tejeda. Se trata de una interesante serie de ensayos alrededor de la literatura autorreferencial que se preguntan sobre las pulsiones que la provocan, sobre sus implicaciones, sobre sus maneras. En uno de los primeros ensayos del libro Tejeda parafrasea a Aristóteles: dice que no es necesario que la autoficción sea verdadera (en un sentido de apego histórico a lo que realmente sucedió), solo hace falta que sea verosímil. Aristóteles dijo exactamente lo mismo con respecto a la tragedia en contraposición con la historia. Y añadió: por eso la tragedia es más universal que la historia, porque no narra lo que sucedió –que es algo particular– sino lo que podría haber sucedido, que es siempre múltiple y, por lo tanto, se acerca más al terreno de lo universal. La tragedia no persigue la verdad sino la belleza. Si bien estoy completamente de acuerdo con César Tejeda, hay que añadir que la sentencia podría aplicarse a cualquier narración literaria y no solo a la autorreferencial. Entre menos sujeta a la necesidad de la verdad, la obra está quizá más cerca de ser literatura, de narrar lo universal.
Pero analicemos un poco más los conceptos de verdad y verosimilitud en el contexto de la literatura autobiográfica y la literatura cien por ciento de ficción. Claramente no tiene el mismo efecto en un lector que un personaje de una novela diga “mi madre ha muerto” a que un autor diga “mi madre ha muerto”. Si esto no es evidente así, podemos cambiar la frase a “hoy le prendí fuego a mis gatos” y quedará más claro. Pero hay que preguntarnos por qué no tiene el mismo efecto. ¿Es porque el hecho narrado es distinto? No. ¿Es porque se cuenta de esta o de esta otra manera? No. Es porque el lector tiene los ojos puestos en el autor. En otras palabras, pareciera que muchas veces las historias adquieren relevancia sólo en tanto creemos que verdaderamente las protagonizó su autor.
El otro día leí un texto autorreferencial de una persona que está clavada en el género autobiográfico. Es un buen escritor, sin duda. Se narraba una fiesta que salió mal. No entraré en detalles porque son intrascendentes tanto en lo histórico como en lo literario. El caso es que el personaje principal (ficticio aunque insistentemente referido como no ficticio) terminaba ebrio en un baño teniendo sexo con un desconocido. El texto era significativo para el periódico global que lo publicó justamente porque era autoficción. Si el texto se hubiera presentado como ficción, difícilmente lo habrían publicado en otro sitio que no fuera la sección de relatos ardientes de alguna revista quincenal. La diferencia podría ser la siguiente: hay un sujeto real, es una especie de noticia exclusiva para el periódico, una especie de confesión (por otro lado, innecesaria).
Pienso en la diferencia que hay entre el bajísimo éxito de una película porno casera y la viralización escandalosa de un sex tape: es el morbo. La misma razón por la que se hace énfasis en la frase “basada en hechos reales” en muchas películas con historias mediocres o inverosímiles, a la manera de una disculpa anticipada o de una solicitud de concesiones. La literatura es literatura independientemente de si narra algo que sucedió, algo que más o menos sucedió (como diría Vonnegut) o algo completamente falso. Pero no podemos hacer como que no nos damos cuenta cuando se nos está presentando como autobiográfica. Se podría hacer un juicio estético que suspenda esa preconcepción, pero cuando se presenta como autorreferencial hay una búsqueda del autor y hay una consecuencia en el lector que no se pueden soslayar.
Es muy interesante el acercamiento que hace al término autobiografía James Olney. Dice que en el propio vocablo se establecen ya tres conceptos: bios, autos y graphos, es decir, historia, sujeto y texto (o lenguaje). Las relaciones que se dan entre estos tres conceptos están contenidas en la autobiografía: la relación entre historia y sujeto, la relación entre sujeto y lenguaje y la relación entre historia y lenguaje. Hay tantas posibilidades para construir un yo literario que guarde alguna relación con el yo real como ejemplos del género autobiográfico hemos conocido a lo largo de la historia. Todos constituyen relaciones entre estos tres conceptos. Desde la Apología de Sócrates, pasando por los evangelios, las Meditaciones de Marco Aurelio y las Confesiones de san Agustín, el yo autoral comenzó a asomarse en los textos literarios de manera contundente desde hace siglos.
Si bien no se trata propiamente de ejercicios narrativos como podrían considerarse los mitos y las tragedias, en algunas partes sí que lo son, apoyándose definitivamente en vivencias propias para lograr el objetivo deseado de cada texto, ya fuera la defensa ante un jurado, la enseñanza moral o la justificación argumentativa de cuestiones propias de la fe. Hay a veces una puesta en escena de un personaje que se identifica, al menos en parte, con el autor. La cuestión del autorretrato narrativo tuvo un auge importante durante el romanticismo europeo y el renacimiento, gracias quizás a la revaloración del antropocentrismo que comenzó a expresarse en la pintura, la escultura y la filosofía. A los textos de corte religioso o moral les fueron sucediendo los de corte político, los de corte confesional y los de corte controversial o escandaloso. Todas las épocas de la literatura, algunas más y otras menos, han transitado etapas con alto congestionamiento autobiográfico en distintas formas: epístolas, diarios, bitácoras, en fin. Hoy le llamamos autoficción para no comprometer al género con una definición estrecha. Y está bien, porque no la tiene.
Philippe Lejeune dice que lo único que diferencia al texto de ficción del texto de autoficción es el nombre que aparece en la portada. A esto le llama el pacto autobiográfico, y lo asemeja a un contrato de identidad. En efecto, y esto hay que tenerlo siempre claro cuando hablamos de literatura (y sobre todo de este tipo de literatura), no hay manera de comprobar los hechos, no hay más fe que la que depositamos en el autor (directamente o a través de su narrador y de sus personajes), pero lo más importante es que tampoco hay necesidad o interés en comprobar ningún hecho. La verdad de los hechos no es una condición necesaria pero tampoco suficiente para volverlos históricos: hacen falta también otros factores como la relevancia y la conexión con las consecuencias. La literatura autorreferencial es una reconstrucción consciente de la propia historia. Una reconstrucción conscientemente modificada, completada a conveniencia (casi siempre en busca de la fluidez narrativa, pero a veces persiguiendo también otras finalidades). Hay una creación del yo heroico, desfigurado, romantizado, a veces patético y en últimos tiempos aun bañado con un halo de corrección moral y política. La necesidad de amarrar las historias al nombre propio es siempre un impulso personalísimo, por supuesto, y con un valor intrínseco de autoconocimiento muy elevado: se puede ahondar mucho en la manera en la que percibimos y reflexionar con distancia sobre temas complejos de nuestra propia vida. Pero no puedo abandonar la idea de que el yo que conocemos a partir de la autoficción es siempre un yo falseado.
Cada tanto recibo (en un correo con destinatario múltiple) una invitación a unirme a un newsletter para estar al tanto de las publicaciones de un autor, de sus presentaciones, de sus talleres. Las envían los autores mismos. El autobombo me molesta, pero lo entiendo y lo perpetúo yo mismo. Por otro lado, también tengo un diario donde anoto cualquier cosa, desde platillos que quiero cocinar o probar hasta reflexiones oscuras sobre la existencia a partir de una servilleta sucia que mi perrita se comió en el parque la otra vez. ¿Alguien quiere leerlo? ¿Quieres unirte a un newsletter donde el sujeto de las news soy siempre yo? Esa es la arista de la escritura intimista que me asusta. El rockstarismo del autor: una tentación constante. Pero lo peor es que la creación de una figura así supone que hay un público para ella y, en efecto, lo hay. Bien dice Mary Ruefle que las sirenas de La Odisea le cantan a Ulises La Odisea “porque no hay nada más seductor y más terrible que la historia de uno mismo, la que no queremos oír pero daríamos todo por escuchar”. Ay, amárrate al mástil, Ulises.
Pero volvamos a la cuestión importante: ¿hay una finalidad, digamos, terapéutica en la escritura sobre uno mismo? Quizá, si el objeto de la literatura es el propio autor, la catarsis aristotélica sea más eficaz y suceda sobre el propio agente (y no sobre el paciente) de la literatura. Seguramente durante el arduo trabajo que supone escribir una obra literaria hay una serie de descubrimientos de quien escribe sobre sus propios motivos. Contar lo que nos sucede ayuda a que lo podamos comprender mejor, más profundamente. Pero no podemos obviar que también hay una manipulación de la verdad. Usando un lenguaje psicoanalítico: si el personaje que aparece en el texto es el propio autor, las pulsiones que lo mueven probablemente permanezcan gobernadas por el superyó del autor en todo el texto. La búsqueda de las motivaciones originarias se complica porque no se pueden derribar las barreras que las reprimen. En otras palabras, contamos lo que queremos contar sabiendo que estamos formando en el lector la idea de quiénes somos: controlamos cada paso de la construcción de nuestra propia imagen.
En este sentido me parece que la ficción total, sin autorreferencias, tiene una posibilidad más grande de acceder al conocimiento de las pulsiones que provocan la escritura y, tal vez también, de las pulsiones que provocan cualquiera de nuestras acciones. Quizás al escribir sobre personajes completamente ficticios, sobre mundos ajenos y sobre situaciones inventadas somos verdaderamente capaces de suspender el juicio moral y soltar el control sobre la propia imagen proyectada hacia los demás. Quizás detrás de la ficción no autorreferencial podemos descubrir, indirecta pero verdaderamente, los propios motivos de una manera menos controlada, más real.
Conócete a ti mismo, la frase inscrita en el templo de Apolo en Delfos, es una indicación imposible, una condena. Acaso accedemos a un conocimiento mínimo de quiénes somos a lo largo de toda nuestra vida. Aspiramos a, digamos, una ignorancia menor, más que a un conocimiento positivo sobre nosotros mismos. La razón ya la dejaron clara Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Lacan, los surrealistas y prácticamente cualquier escuela psicoanalítica: cuando media la conciencia no tenemos acceso a un verdadero yo, sino a la construcción de uno falseado. Y si, aceptado este principio, quisiéramos intentar otro camino y confiar en la mirada de alguien más para conocernos a nosotros mismos, corremos el riesgo de terminar sometidos a la percepción de los demás, como apunta Peixoto en su autobiografía: nos veremos obligados a cargar con el peso de lo que los demás piensan que somos.