16 de agosto de 2017

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21/11/2024

Literatura

«Mil millones de años hasta el fin del mundo»

Un adelanto de la novela de 1976 de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski; su traducción al español, realizada por Fernando Otero Macías, la pondrá a circular Sexto Piso esta semana.

Arkadi y Borís Strugatski | martes, 6 de febrero de 2018

Arkadi y Borís Strugatski

CAPÍTULO 1

Extracto 1. … el blanco calor de julio, el más sofocante en dos siglos, abrasaba la ciudad. La calima se extendía por encima de los tejados recalentados, todas las ventanas de la ciudad estaban abiertas de par en par, y, a la tenue sombra de los árboles exhaustos, sudaban y se derretían las ancianas, sentadas en los bancos junto a los portales.

El sol cruzó el meridiano y se hincó en los fatigados lomos de los libros, golpeó en los cristales de la estantería, en las puertas bruñidas de los armarios, y las manchas de luz, ardientes y furiosas, empezaron a temblar en el papel pintado. Se avecinaba el calvario de la tarde: ya estaba próxima la hora en que el sol colérico, colgando inmóvil sobre los doce pisos del afilado edificio de la acera de enfrente, descargaría toda su artillería sobre el piso.

Maliánov cerró la ventana –las dos hojas– y corrió las gruesas cortinas amarillas. Después se puso unos calzoncillos y se arrastró descalzo hasta la cocina, donde abrió la puerta del balcón.

Eran poco más de las dos.

En la mesita de la cocina, entre migas de pan, resplandecía una naturaleza muerta compuesta por una sartén con los restos resecos de unos huevos revueltos, un vaso de té a medias y un mendrugo mordisqueado con huellas de mantequilla derretida.

–Nadie ha fregado y nada se ha fregado[1] –dijo Maliánov en voz alta.

La pila estaba hasta arriba de platos sucios. Hacía mucho que allí no se fregaba.

Haciendo crujir una tabla del entarimado, salió de por ahí Kaliam, amodorrado por el calor; miró a Maliánov con sus ojos verdes, abrió la boca en silencio y volvió a cerrarla. Acto seguido, con la cola levantada, se metió por debajo de la cocina y alcanzó su plato. No había nada en ese plato, aparte de unas raspas peladas de pescado.

–Quieres comer… –dijo Maliánov, fastidiado.

Kaliam respondió de inmediato, dando a entender que sí, que no estaría mal de una vez.

–Pero si esta mañana te han puesto de comer –dijo Maliánov, poniéndose en cuclillas delante de la nevera–. Ah, no, no te ha puesto nadie… Fui yo quien te puso ayer por la mañana…

Sacó la cazuela de Kaliam y echó un vistazo: había algunas hebras de carne, un poco de gelatina y una aleta de pescado pegada al borde. Y en la nevera menos todavía, si se puede decir eso. Un envase vacío de queso fundido Yantar, una botella con restos de kéfir que daba miedo verla y, para beber, una botella de vino llena de té frío. En el cajón de las verduras, entre unas peladuras de cebolla, sobrevivía media cabeza arrugada de repollo del tamaño de un puño, y una solitaria patata con brotes languidecía en el olvido. Maliánov echó un vistazo al congelador: allí, entre montones de escarcha, se preparaba para la invernada un minúsculo pedazo de tocino en un platillo. Eso era todo.

Kaliam ronroneó y se frotó los bigotes en la rodilla desnuda de Maliánov. Éste cerró de un portazo la nevera y se puso de pie.

–No pasa nada –le dijo a Kaliam–. De todos modos, ahora está todo cerrado, es la hora de comer.

En última instancia, podía ir al Moskovski,[2] donde sólo cerraban de una a dos, pero allí siempre había colas, y el camino se hacía demasiado largo, con aquel calor… Por lo demás, ¡vaya una chapuza de integral le había salido! Bueno, está bien… Pongamos que es cosa de la constante… de omega no depende. Está claro que no. De consideraciones más generales se sigue que no puede depender de eso. Maliánov se imaginó aquella esfera y la integración extendiéndose por toda la superficie. La fórmula se le había ocurrido a Zhukovski de buenas a primeras, como salida de la nada. Así, sin más. Maliánov se la quitó de la cabeza, pero la fórmula reapareció. «Habrá que probar con las representaciones conformes»,[3] pensó.

El teléfono repiqueteó una vez más, y en ese momento quedó claro que Maliánov estaba de vuelta en la habitación. Soltó un juramento, cayó de lado en el diván y extendió la mano hacia el teléfono.

–¿Sí?

–¿Vitia? –preguntó una enérgica voz de mujer.

–¿Adónde llama usted?

–¿No es Intourist?[4]

–No, esto es una vivienda…

Maliánov colgó y estuvo un rato sin moverse, tumbado en el diván, notando cómo se le pegaba la lanilla al costado desnudo y empezaba a chorrearle un desagradable sudor. Las cortinas relucían, y la habitación se iba llenando de una agobiante luz amarilla. El aire parecía gelatina. Tenía que trasladarse al cuarto de Bobka[5], eso es. Aquello era una sauna. Miró su escritorio, cubierto de papeles y libros. Sólo de Vladímir Ivánovich Smirnov[6] eran ya seis tomos… Y luego todos esos papeles repartidos por el suelo. Daba miedo pensar en trasladarse. «Un momento, antes de la interrupción se me había ocurrido algo… Maldita sea… Habrase visto la tonta esa, con su Intourist… A ver, yo estaba en la cocina, y al final he venido a parar aquí… ¡Ah! ¡Las representaciones conformes! Una idea disparatada. De todos modos, habrá que examinarla…».

Se levantó gruñendo del diván, y en ese mismo instante el teléfono volvió a sonar.

–Idiota –le dijo al aparato, y cogió el teléfono–. ¿Sí?

–¿Es ahí la cochera? ¿Con quién hablo? ¿Es la cochera?

Maliánov colgó y marcó el número de averías.

–¿Averías? Le llamo del número 93-98-07… Verá, ayer ya les llamé una vez. Me es imposible trabajar, no paran de llamarme…

–¿Cuál es su número? –le cortó una maliciosa voz femenina.

–93-98-07… Lo mismo me llaman preguntando por Intourist, que por un garaje o por…

–Cuelgue. Lo comprobaremos.

–Por favor… –dijo Maliánov en tono implorante, hablándole ya al tono de línea ocupada.

A continuación se arrastró hasta el escritorio, se sentó y cogió un bolígrafo. Veamos… ¿Dónde habré visto yo, después de todo, esa integral? Una integral tan elegante, simétrica por todas partes… ¿Dónde la habré visto? Y nada de una constante, ¡sencillamente cero! Bueno, está bien. Vamos a dejarla para el final. No es que me guste dejar nada para el final, es algo de lo más fastidioso, como una muela picada…

Se dedicó a revisar las hojas con los cálculos de la víspera, y de repente se sintió en la gloria. Pero si estaba bien, claro que sí… ¡Bravo por Maliánov! ¡Qué tío! Parece que, por fin, algo te sale bien. Y hay que decir, hermano, que es algo bueno de verdad. No es una de esas «figuras de pernos en un gran instrumento de tránsito»;[7] ¡es algo que nadie ha hecho antes que tú! Lagarto, lagarto, toquemos madera… A esa integral que la parta un rayo… ¡Venga! ¡Adelante!

Se oyó un timbrazo. La puerta. Kaliam saltó del diván y, con la cola levantada, corrió al recibidor. Maliánov dejó cuidadosamente la pluma.

–Están desatados, la verdad –comentó.

Kaliam describía unos círculos impacientes en el recibidor y gruñía, incomodando al recién llegado.

–¡Kaaaliaaam! –dijo Maliánov en un tono de amenaza contenida–. ¡Venga, Kaliam, largo!

Abrió la puerta. Al otro lado había un tipo enclenque, sin afeitar y sudoroso; la chaqueta que llevaba, de un color indefinido, le quedaba corta. Inclinándose levemente hacia atrás con todo el cuerpo, sostenía una enorme caja de cartón. Fue derecho hacia Maliánov farfullando algo indescifrable.

–Usted… eeeh… –musitó Maliánov, dejándole pasar.

El alfeñique ya estaba en el recibidor; miró a la derecha, al cuarto, y torció resueltamente hacia la izquierda, en dirección a la cocina, dejando a su paso unas huellas blancas de polvo en el linóleo.

–Permítame… eeeh… –balbuceó Maliánov, pisándole los talones.

El hombre ya había depositado la caja en un taburete y se había sacado un fajo de facturas del bolsillo del pecho.

–¿Es usted de la ZEK[8] o qué? –Por alguna razón, a Maliánov se le ocurrió que finalmente se había presentado un fontanero para arreglarle el grifo del cuarto de baño.

 

[1] Se trata de una paráfrasis del verso final del epitafio –obra de la escritora Olga Fiódorovna Bergholz (1910-1975)– grabado en la estela conmemorativa del cementerio de Piskariovka, dedicada a las víctimas del bloqueo de Leningrado; el verso original dice: «Nadie ha sido olvidado y nada se ha olvidado». [Ésta y todas las que siguen son notas del traductor].

[2] El Moskovski Prospekt es una larga avenida (de unos 10 km de longitud)

de San Petersburgo.

[3] En matemáticas, una «representación conforme» (o «transformación conforme») es una función que preserva localmente los ángulos.

[4] Agencia de viajes estatal soviética.

[5] Diminutivo de Boba, forma hipocorística del nombre Borís.

[6] Vladímir Ivánovich Smirnov (1887-1974), eminente matemático, miembro de la Academia de Ciencias; su Curso de matemáticas superiores (1924-1947), en cinco tomos, tuvo una gran difusión entre los estudiantes rusos.

[7] Los «instrumentos de tránsito» son instrumentos astronómicos empleados para observar el tránsito de un objeto astronómico a través del meridiano del observador.

[8] La ZEK (siglas de la Zhilishchno-ekspluatatsiónnaia kontora, Oficina de Servicios a la Vivienda) era el departamento encargado del mantenimiento y gestión de las viviendas estatales en la URSS.

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